lunes, 29 de noviembre de 2010

Momento de oración en el ADVIENTO



“No queremos hermanos que os aflijáis como los que no tienen esperanza”. ( 1Tes.4,13).

San Pablo reconfortó con estas palabras a la Comunidad de Tesalónica que se enfrentaba a una gran duda de fe. Algunos miembros de la comunidad habían muerto y los creyentes se preguntaban por su destino y tenían miedo de perderse la venida definitiva del Señor.

San Pablo, con estas palabras, nos reconforta también a nosotros poniéndonos sobre aviso del centro de nuestra fe: Cristo ha resucitado y nos llama a vivir una vida de resucitados y al encuentro pleno y definitivo con Él. El creyente tiene que vivir con esperanza porque si Cristo resucitó también nosotros resucitaremos con Él. Esta solidaridad con Cristo nos debe conducir a vivir en plenitud, a vivir con sentido.

Adviento tras Adviento, la Iglesia celebra y medita este misterio de la espera en el Señor.

Adviento tras Adviento, cada cristiano debe reflexionar cómo está preparándose para ese encuentro con el Señor.

La Salvación proporcionada por la Pascua de Cristo, convoca a la comunidad de creyentes la alegría y al optimismo. En medio de las dificultades y la aridez de la vida, Ven, Señor Jesús del Adviento es una imploración a no vivir afligidos, sino a vivir en esperanza. Con sentido de esperanza, vivimos este nuevo tiempo en nuestra Patria, en nuestras Empresas, en nuestras Familias, en nuestras Escuelas, Liceos y Universidades, en nuestros ambientes y en medio de nuestra sociedad.



Un Pregón para el ADVIENTO



Un día, hace mucho tiempo, tanto como llevan los hombres sobre la tierra, Adán el primer hombre, dijo que se separaba de Dios y le dio la espalda…Y comenzó a caminar por sus propios caminos, no por los que Dios quería.

Pero Dios aunque se molestó, no se molestó del todo y prometió visitarle, seguir siendo amigos.

Pasó mucho tiempo y Dios iba rehaciendo su promesa cada vez que los hombres le daban la espalda. Solían enviar a unos hombres llamados profetas, que recordaban a sus hermanos los demás hombres la promesa de Dios: “DIOS VENDRÁ, PREPARAOS Y CONVERTÍOS”. Este Mensaje lo tuvieron que repetir muchas veces…..



Un día llegó un profeta, que fue el último antes de la visita de Dios. Se llamaba JUAN BAUTISTA, y empezó a gritar:

¡QUE SE ACERCA YA, QUE YA VIENE. CONVIÉRTANSE!



Y FUE Así. En una noche, que no sabemos muy bien cuándo ni el año, ni la hora,

DIOS NOS VISITÓ POR MEDIO DE SU HIJO JESÚS. Los sencillos, los hombres de buena voluntad le reconocieron y se hicieron amigos de Él y comenzaron a vivir como ËL les decía.

Desde este momento, cada vez que se acerca Navidad, muchos hombres y mujeres de todos los rincones de la tierra vuelven a ponerse en camino hacia Dios y abrir sus corazones a sus palabras.

Como nosotros, que escuchamos la voz de los profetas y que queremos disponernos a seguir el camino de los hombres y mujeres que buscan a Dios.

QUEREMOS ENTRAR EN EL TIEMPO DE ESPERA, EL ADVIENTO, Y EN EL TIEMPO DE LA ESCUCHA DEL DIOS VIVO.

Avivemos, hermanos, nuestra alegría, la paz, la reconciliación y la esperanza…

Y gritemos, pregonemos y oremos con el deseo de acoger a Dios.

¡Viene Dios! Ya está a nuestra puerta.



PRECES

Quizás se nos ha endurecido el corazón, se nos ha hecho de piedra. Te necesitamos, Señor.

Ven, Señor, no tardes.

Llevamos caminos fáciles que conducen al egoísmo. Te necesitamos, Señor.

Ven, Señor, no tardes.

Nos entran ganas de ser dioses, de vivir al margen de ti. Te necesitamos, Señor.

Ven, Señor, no tardes

Escuchamos sólo lo que nos interesa y tu palabra se nos hace difícil. Te necesitamos, Señor.

Ven, Señor no tardes más.

Necesitamos escuchar, hoy y siempre, el mensaje de la salvación, la buena noticia de tu regreso, la verdad de tu presencia. Te necesitamos, Señor.

Ven, Señor, no tardes.



Oración para preparar la navidad

Dios del Universo, que te has hecho presente entre nosotros por medio de tu Hijo Jesús de Nazaret; cuando él vino a este mundo llenó de alegría a su Madre la Virgen María, hizo encontrar vigor a los desvalidos, ayudó a recuperarse a los ciegos y vida a los muertos.

Al preparar ahora de nuevo su venida, queremos participar de esta alegría mesiánica; por eso concédenos tu gracia para luchar sin tregua por la salvación de todos, para disipar los temores y proclamar el tiempo de gracia.

Por Jesucristo, nuestro Señor.

Amén.

Texto y Composición: Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda.


CRISTO PRESENTE EN MEDIO DE NOSOTROS

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda


 
Todo el misterio de la esperanza cristiana se resume en el Adviento. Cristo vino ya. Está en medio de nosotros. ¿Por qué esperar, ansiar su venida? Si Cristo está en medio de nosotros, ¿Qué sentido tiene esperar su venida? Vivimos en la fe una frecuente paradoja: la presencia y la ausencia de Cristo. Cristo al mismo tiempo presente y ausente, posesión, herencia, actualidad de gracia y promesa. El adviento nos sitúa como dicen hoy los teólogos, entre el “ya” de la encarnación y el “todavía no” de la plenitud escatológica.

Cristo está, sí, presente en medio de nosotros; pero su presencia no es aún total ni definitiva. Hay muchos hombres que no han oído todavía el mensaje del evangelio, que no han reconocido a Jesucristo en sus vidas. El mundo no ha sido aún reconciliado plenamente con el Padre; en germen, sí; todo ha sido reconciliado con Dios en Cristo. Pero la gracia de la reconciliación no baña todavía todas las esferas del mundo, de la historia. Es preciso seguir ansiando la venida plena del Señor. Hasta la reconciliación universal al final de los tiempos, la esperanza cristiana, la esperanza del adviento seguirá teniendo un sentido y podremos seguir orando: “Venga a nosotros tu Reino”.

En el orden personal, la situación es parecida. La luz de Cristo no se ha posesionado todavía de nuestro yo más íntimo; de ese yo que nos parece irreconciliable. También nuestra vida personal ha de seguir esperando la venida plena del Señor Jesús. Celebrar el adviento es celebrar el misterio de la venida del Señor. La Iglesia nos pide una actitud gozosa, hecha de vigilancia, espera y acogida. La Palabra de Dios que se proclama en los domingos del adviento nos ayudará a preparar y vivir, en hondura, este misterio de la venida del Señor.

Nuestro corazón no dejará de oír el grito del Bautista: “preparad el camino del Señor”; invitación, mandato de vigilancia, a la fidelidad en esa espera ansiosa. A ese grito debemos responder con el Apocalipsis: “Ven, Señor, Jesús”. Que esa sea nuestra actitud radical ante el retorno del Señor.

No cabe duda, que la experiencia del Adviento es una gracia de Dios en la que cada uno de nosotros juega un papel muy importante. Nos percataremos más de nuestra indigencia en la medida que nuestra conciencia de pecado sea más intensa. Nuestra esperanza y nuestras ansias por el retorno del Señor serán más fervientes. Sabemos que sólo en él está la salvación. Sólo Cristo nos puede librar de nuestra miseria. Por eso, la seguridad de su venida nos llena de inmensa alegría. No puede ser de otra manera, la espera del Adviento, en general, la esperanza cristiana está cargada de alegría y de confianza.

En un clima de desilusión y de indiferencia, como el que nos ha tocado vivir durante este año civil, sería bueno meditar durante el adviento la voz del profeta Jeremías que nos recuerda: “¡Llegará el día del cumplimiento, de la tranquilidad, de la justicia! ¡Llegará el Mesías a restaurar la esperanza perdida! ¡Llegará el Salvador a ocupar su sede: la Jerusalén renovada! Un tiempo de cumplimiento de las promesas. La Palabra de Dios siempre activa y firme, tendrá su cumplimiento exacto: “en aquellos días” y “en aquella hora” elegida, preparada, querida por Dios. Las palabras de Dios en labios de Jeremías abren un tiempo nuevo de esperanza.

Vivir con sinceridad el Adviento nos debe llevar a un claro compromiso existencial de un encuentro gozoso y renaciente de Gracia de Dios, con nosotros mismos y con los demás.



 
LA RESPONSABILDAD EUCARÍSTICA DEL SACERDOTE

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda



El mandato de Jesús de perpetuar sacramentalmente su presencia salvadora, hace que la referencia creyente a la Eucaristía sea referencia a la presencia misma de Jesús, el viviente, “sin el nada podemos hacer” ni como creyentes ni como sacerdotes. La relación específica de nuestro sacerdocio con la Eucaristía y la praxis pastoral, que de manera tan frecuente y tan concreta, nos implica en la celebración eucarística, nos exige ahondar existencialmente en el ministerio que celebramos. Sin esta profundización, fruto del estudio y de la acogida e implicación personales, corremos el riesgo de celebrar sin vida, sin contexto, sin significado existencial.

Como sacerdotes debemos estar muy atentos a no entender ni hacer entender la Eucaristía de manera individualista, como pura “ devoción privada”, ritualizada, desprendida de la comunidad que celebra, cosificada, estática, vivida como una especie de “apartado” religioso en medio de un día, que queda después, al margen de la media de hora de celebración.

Al mandato de Jesús de celebrar la cena “ en su memoria” debe responder una “obediencia” creyente y sacerdotal que nos lleve a una Eucaristía donde el pasado redentor nos alcance como memorial, el presente quede iluminado y transformado con la fuerza del Espíritu y el fruto permanezca abierto a la promesa de Dios. Cuando esto ocurre así, quedamos inmersos en la dinámica interna del acontecimiento de Cristo Salvador: su vida, su muerte y resurrección y la espera de su venida gloriosa se entrañan en el corazón mismo de la historia, en el pan y en el vino, convertidos en su cuerpo y sangre.

Nunca insistiremos lo suficiente en la responsabilidad que tenemos los sacerdotes como ministros de la Eucaristía en centrar en torno al sacramento eucarística el conjunto de la vida cristiana. De la Eucaristía dice, en efecto, el Concilio que es el “centro y culmen” de la vida cristiana. Es aquel sacramento donde la vida cristina llega a su plenitud. La expresión conciliar posee una gran fuerza y dinamismo.

Nuestra responsabilidad eucarística se nos convierte en responsabilidad por el conjunto de la vida cristiana que culmina, como tal vida cristiana, en la Eucaristía. Esto significa, por una parte, que no hay ni un solo aspecto de la vida del creyente que no sea radicalmente eucarístico, y por otra, no hay “culmen de vida”, si no hay vida que culmine. El “culmen eucarístico” no es en efecto, no es realidad extraña a la vida. Es, pues, más bien, un desafío de plenificación de la propia existencia, de salvación de la propia vida, en sentido profundamente solidario: ni nuestra vida, ni la de los demás, ni la historia, ni el mundo….son una realidad plena.

La Eucaristía es la mediación sacramental para el encuentro real y personal con el Resucitado. Sólo desde ese encuentro eucarístico hace el sacerdote que todo su encuentro ministerial con el hombre y con el mundo sea realmente un acontecimiento de salvación integral, de vida plena. Desligar en la práctica la propia entrega sacerdotal de la Eucaristía es desgajarla del tronco mismo que hace que sea entrega “cristificada” en cuanto asumida en la misma entrega de Cristo Jesús, “quien me amó y se entregó por mí”.

SÚPLICA SACERDOTAL

Señor, nos has saciado con el pan del cielo en la Eucaristía,

Te pedimos nos fortalezcas, para que no dudemos, para que no nos enfriemos con la indiferencia religiosa que nos rodea.

Para que nos engañemos, ni engañemos a los demás, para que no despreciemos a los hermanos, para que no busquemos en los afanes del mundo la felicidad, para que no caigamos en la tentación de abandonarte, para que no destruyamos la vida, para que no despreciemos el Evangelio.

Haz que te adoremos con corazón pobre y limpio, misericordioso y manso, para construir tu Reino y alcanzar la bienaventuranza eterna.

Amén.





LA EUCARISTÍA, MISTERIO DE FE EN NUESTRA RELACIÓN CON DIOS

P.Angel Yván Rodríguez Pineda


Creemos en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y creemos que el mismo Señor está también presente en la comunidad cristiana. Nosotros creemos que Cristo está presente, escondido en las especies del pan y el vino. Cristo está presente ahí para nosotros. Cristo está presente ahí para nosotros. Cristo está presente ahí como maestro y educador que nos enseña a creer, a esperar, a amar. No sólo nos enseña, nos adiestra, sino que nos capacita a cree, amar y esperar. Nos enseña a creer en las virtudes teologales que son caminos que nos llevan a Dios, que nos hacen posible su posesión.

La Eucaristía es el misterio de fe de nuestra relación con Dios. A Dios llegaremos por la fe en Cristo Jesús. Hay que desechar la indiferencia, la incertidumbre y la duda. Hay que resolverse, y resolverse por Cristo. Ante Cristo hay que aceptarlo o rechazarlo. Cuando en Cafarnaúm el hizo el anuncio eucarístico, cuando a los que le seguían les habló sobre la necesidad de comer su Cuerpo, de beber su Sangre, muchos lo abandonaron. “ ¿Acaso queréis marcharos también vosotros? (Jn.6.58).

La fe en la presencia real de Señor en la Eucaristía nos lleva a adorarlo, a venerarlo, a recibirlo. En la Eucaristía nuestra fe se exterioriza en la adoración a nuestro Redentor que “se humilló”, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, (Fil.2,8). Nuestra adoración quiere y debe ser una respuesta de amor “ a aquel Señor inmolado que llega hasta la muerte en la cruz”. Este culto de adoración no sólo nos compromete personalmente, sino también comunitariamente. A cada uno le exige la entrega personal que se realiza en la unión intima con el Cuerpo místico. Nuestra fe nos lleva a adorar a Cristo exaltado. Lo adoramos en silencio, sí, pero también clamorosamente.

En esta fiesta del Corpus Christi, en esta fiesta de fe, queremos tributar a Cristo, presente, oculto en el sacramento, el honor que le es debido. A Cristo, “la bendición, y el honor, la gloria, y el poder por siempre”. (Ap. 5,13). Queremos adorar al divino Sacramento “en espíritu y verdad” (Jn. 4,23).


La Eucaristía hace a la comunidad verdadera comunidad de fe, de esperanza. La Eucaristía es el centro vivo de la comunidad cristiana. La Eucaristía es comida, bebida, sacrificio, presencia continua del misterio de salvación, muerte y resurrección. La Eucaristía es misterio. Por ser misterio exige la fe. Es también prenda segura de la eterna gloria. Por eso exige la esperanza firme. La Eucaristía debe ser, personal, comunitariamente, “ el manantial de agua que manará hasta la vida eterna”- ( Jn.4,14). Cristo en la Eucaristía, nos fortalece la fe, la esperanza porque estará con nosotros hasta la consumación de los siglos. La Eucaristía nos anuncia constantemente la vuelta de Cristo como Señor, que dará a la historia todo su significado. Él es el dueño, Señor. Él da sentido a vida, a la muerte. Todo lo que sucede contribuye al bien de los que le siguen. Nadie nos puede enseñar con filosofías nuevas fundadas en el saber de los hombres, en los elementos del mundo. En Cristo está toda la plenitud. (Col.2,8-10; 1,13-20).

Hoy fiesta del Corpus, fiesta de la Eucaristía, creída, amada, adorada. Hoy deben resonar en nuestros oídos las palabras de Marta, María al Señor: “ Si tú hubieras estado aquí nuestro hermano no habría muerto”- Nuestro corazón humano tiene la necesidad de la presencia cercana de Cristo. La Iglesia, la esposa del Señor, nos regala esta fiesta, nos regala diariamente el cuerpo y la Sangre del Señor. Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar…..






LA CONSTANCIA Y LA CONFIANZA, EN LA ORACIÓN

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda



Hay que ser perseverantes en la oración. Dios atenderá nuestras súplicas. Nuestra oración debe ser paciente. Como la de la viuda que se convierte para todo cristiano en modelo de la vida de oración. Nuestra oración debe mantenernos en la fidelidad al Señor.

Debemos confiar que nuestras súplicas serán eficaces, hay, pues que orar, “sin cansarse nunca”. Sin desaliento. Hay que “orar sin descanso”, aceptando el plazo que Dios tenga dispuesto, porque la oración no debe ser nunca mi llamamiento para que Dios intervenga inmediatamente. La palabra de Dios nos habla constantemente de la necesidad de orar. Nos invita a orar sin desfallecer”. Nos aconseja orar perseverantemente “de día, y de noche”. El mismo Cristo Jesús fue un ejemplo sublime en la oración. “ y pasó la noche orando a Dios”(Lc.6,12). En el Getsemaní: “lleno de angustia oraba con mayor insistencia”(Lc.22,44). Cuando el camino haya sido largo, duro, difícil, solo en la oración encontraremos las fuerzas necesarias para proseguir. Ella nos librará de la indiferencia o la apatía que tantos estragos ha causado en tantos hombres de buena voluntad que caminaron durante un periodo por la senda de la entrega, del apostolado.

La oración evita el cansancio insoportable, “el cansancio de los buenos”. La perseverancia en la oración constituye una de las lecciones más respetadas de Jesús en el Evangelio.

La confianza en Dios aumenta nuestro deseo de orar. La oración aumenta nuestra confianza. Cuando se ama y se confía no se puede dejar de expresar lo que se tiene en el corazón. La confianza no solo exige la fe como premisa, y la oración como expresión. Exige, regularmente, la humildad, Cristo nos invita a abrirnos como niños al don de Dios. La oración a nuestro Padre de los cielos está entonces segura de obtenerlo todo (Lc.11,9-13). La oración confiada, hecha con espíritu humilde obtiene para el pecador (todo hombre) la justificación, la salvación.

En el amor confiado a Jesús obtendremos la victoria sobre el mal. La confianza es condición de la fidelidad. Y ésta , se confirmará en la confianza. El amor, señal de fidelidad perseverante, da a la confianza su plenitud. Sólo los que perseveran en el amor perseveran en la oración confiada.


 
La oración se hace camino para llegar al compromiso. La oración se hace compromiso para trabajar en las exigencias evangélicas. La oración reflexión reposada e íntima de la Escrituras nos debe llevar al compromiso de proclamar la Palabra, sin obstáculos, sin impedimentos, sin temores, sin miedos. Proclamar a tiempo y destiempo. Compromiso que lleva a realizar trabajos, a veces poco gratos, de reprender, corregir, de educar, exhortar, alentar y estimular. La fuerza para este trabajo, en el que hay que insistir a tiempo y destiempo, nos vendrá de la oración. Y la oración nos llevará a cumplir nuestro compromiso comunitario, nuestro compromiso eclesial.

AMAR: UNA SEÑAL INEQUÍVOCA

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda


 


Ahí está, con rotunda claridad, el mandamiento de Cristo. Su voluntad, su querer, es que nos amemos unos a otros con amor semejante al amor con que nos ama. La vida para nosotros no puede discurrir por otro cause que no sea el del amor. Nuestro amor no puede ser un amor cualquiera, sino que debe parecerse al amor de Cristo Jesús. Estas son las premisas para comenzar el difícil, pero a la vez posible, camino del auténtico cristianismo. La vida del cristiano debe fundamentarse, construirse, sobre el amor.

¿Cuántas veces hemos oído el “conocerán que sois discípulos míos si os amáis unos a otros? Cuántas veces hemos oído esta exigencia como quien oye llover. Hemos afirmado con la mente que Cristo en lo cierto, tiene razón- Con el corazón nos hemos ido por otros caminos. Nos hemos ido por los nuestros. Nos hemos amado a nosotros, y lo que debía ser generosidad y entrega lo hemos convertido en egoísmo, burguesía, indiferencia. No hemos sabido amar. No hemos querido amar de verdad. No hemos amado, al menos como Cristo quiere y espera. Amamos a nuestro modo, con una dosis grande de cálculo, de interés. Con un amor tan pobre y tan ruin que produce frutos todavía más pobres y estériles de lo que nosotros mismos podemos imaginarnos.

Y sin embargo, el amor, el amor semejante al de Cristo es el que nos hace cristianos, Amantes, seguidores del Señor.

En la historia de la Iglesia, abundan, es verdad, las fallas, las traiciones, las infidelidades, pero también es cierto que existen en ella momentos rebosantes del heroico testimonio en la línea del amor, de la caridad encarnada. Son incontables los mártires, una lista interminable de ayer, de hoy, de aquellos que han sido testigos ante el mundo de la fe y la fidelidad en el Señor. Ellos nos han dicho, con la entrega generosa de su vida, que aquello que creían, lo creían de verdad y lo sostenían hasta la oblación total de su vida. Cristo fue el primer mártir del amor. Después de él, una legión numerosa en todo tiempo y lugar han repetido cada uno de los gestos, palabras de Jesús que se encaminan y se abrazan a la muerte sacrificial. Es la muerte con valor de sacrificio y sentido de amor, la muerte de Cristo, de los mártires. Es esa muerte, la forma más alta, más pura, de amor que es desprendimiento total de sí por razón del otro. Una vida que se entrega para que el otro, el amado, viva.

Si la muerte por otro, es el grado más alto de expresión del amor es en razón de que lo que se ofrece al otro es la mayor riqueza que la persona ofrece, la vida. No hay valor, no hay tesoro mayor que la propia vida. El que da su vida por otro lo da todo, sin quedarse con nada, sin guardarse lo más mínimo para sí. Cristo, los mártires, son los que forman este grupo de perfectos amadores, En el Reino de Dios, en el Reino del Amor, ocupan los primeros puestos.

Cristo, dando su vida, ha dado la vida al mundo. Lo que fue mandamiento, exigencia, es ahora, en Cristo acción, cumplimiento. Los mártires pisando las huellas del Señor, harán el mismo itinerario, mezclaran su sangre derramada con la sangre del cordero degollado. Al final ese es el camino de testimonio, de amor y de gloria de Dios para siempre-

Dar la vida, por amor, es alcanzar la cima del amor. No todos pueden llegar allá, a esa cima. Algunos tendrán que quedarse más debajo de la cumbre. Pero nadie estará excusado de amar. Porque el mandamiento, de la ley de Cristo, su ley de amor es universal. Nadie queda excluido. Por pequeño que sea el corazón debe siempre latir movido por el amor, Un amor concreto. Un amor convertido en obras. Un amor que nos viene de Dios, se derrama en nuestros hermanos.

Para nosotros los cristianos este amor debe traducirse en obras de piedad. La piedad, el amor a Dios, alimentará nuestro espíritu, la piedad buscará la comunión con Dios y nos llevará, si es auténtica, si no es artificial ni egoísta a buscar la comunión con nuestros hermanos. Y en la comunión se da y se vive, el amor. Por amor aprendemos a pedir perdón y a perdonar en medio del mundo violento en el que vivimos.

Sólo por amor nuestras lágrimas encontraran consuelo, la felicidad. Sólo cuando hayamos descubierto con amor el sufrimiento de nuestros hermanos desheredados de los bienes del mundo sentimos el hambre, la sed de justicia que nos llevará por la hartura a la felicidad. Sólo por amor nuestro corazón de piedra podrá transformarse en un corazón misericordioso, ser feliz.. Sólo el amor será capaz de limpiar nuestro corazón y así poder ser felices en la visión de Dios. Sólo por amor podremos trabajar siempre por la paz, ser felices al descubrir nuestra condición de hijos de Dios. Sólo cuando nos anime el amor al ser perseguidos por la justicia nos llenará de gozo, habremos descubierto que el reino de los cielos es nuestra posesión.

Sólo el amor hará que los insultos y persecuciones, por causa de Jesús, se conviertan en causa de alegría, de regocijo. Y es que en definitiva, la felicidad sólo se consigue en un clima de amor, y el amor todo lo trasforma en felicidad.




¿DÓNDE PONEMOS NUESTRA ATENCIÓN?

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda


 


La atención, definida sin más, es la aplicación de la mente a un objeto. Desde el punto de vista psicológico, es un proceso consciente en enfocar ciertos aspectos de una experiencia, prescindir de otros. La atención tiene un foco en que los acontecimientos se pierden con claridad, un área marginal en la que se perciben con menor claridad. Factores internos, exterrnos a la persona determinan la calidad de la atención. Entre los externos, el ruido amenaza con debilitarla, destruirla. Nosotros vivimos en una civilización llena de ruido. El ruido está tomando carta de naturaleza en nuestra vida, estamos perdiendo la costumbre de crear una atmósfera propicia para la reflexión, a la interiorización. Estamos incapacitándonos para el sosiego interior y nos estamos acostumbrando a que, desde fuera, nos llenen la vida que deja de ser, de ese modo, en gran medida, vida propia. Todo nos viene ruidosamente impuesto desde fuera y quizás sin tiempo para filtrarlo, nos va configurando poco a poco.

En nuestras vidas es necesario el silencio, para la reflexión, para la búsqueda de nuestra interioridad, la búsqueda tranquila del origen de nuestros actos, de nuestros deseos. No se puede madurar sin grandes ratos de interiorización, de pensar por nuestra cuenta, de pensar quizás a solas, en silencio, de leer pausadamente sin conformarse las noticias de agencia que se ojean con rapidez.

La vida espiritual, la vida cristiana, tiene las mismas exigencias del silencio, de la reflexión, de búsqueda interior. Es verdad que el Evangelio reclama constantemente nuestra acción, nuestra entrega decidida por el prójimo. Es verdad que nos pide un compromiso serio, eficaz en la vida, en el lugar, en el momento en que vivamos. Es absolutamente cierto que Jesucristo no hizo otra cosa que trabajar en su vida, que recorrió los caminos de la tierra curando, hablando con las gentes, repartiendo a su alrededor la palabra, el consejo, el perdón, la vida, el conocimiento, la comida. Es verdad que también nos dijo que seríamos examinados de nuestras propias obras. No hay duda, pues, que un cristiano tiene que actuar siempre para merecer el nombre de cristiano.

Si todo lo anterior es verdad, no lo es menos que la acción cristiana tiene que tener una raíz profunda que se alimenta en el silencio, en la reflexión, en el contacto diario, personal con Dios; en todo que hemos llamado (y que es) oración. Jesucristo también fue expresivo en este respecto y, como en todo lo suyo, ejemplar. Las grandes decisiones de su vida fueron siempre precedidas del silencio, del recogimiento, de la conversación exclusiva con el Padre. Y era cuando volvía de ese ambiente de oración cuando daba lo mejor de lo suyo. Jesucristo necesitaba callar, orar. Cuando más apremiante era la multitud más aparece el deseo de retirarse, sólo con sus íntimos, para repasar con el Padre los grandes acontecimientos de su existencia.

Hoy la vida y los distintos acontecimientos de la vida, de la historia, de nuestros mundo personal y social, del momento histórico de nuestra patria, nos pide, o mejor dicho nos reclama que es fundamental sentarse a los pies del Maestro, de escuchar en silencio y mediata sus enseñanzas. Escucharle atentamente, silenciosamente, lejos del trabajo y el afán cotidiano, de las preocupaciones, de los acontecimientos, de las inquietudes e infortunios. Es necesario que nos sentemos a sus pies, búsquenos las raíces de nuestra actividad cristiana para adecuarla a su estilo. No podemos actuar en cristiano si no sentimos la urgente necesidad de orar, de estar quietamente delante del Señor para escucharle, para ver las cosas, los acontecimientos, las personas con sus ojos, para llenarnos en la quietud, de un deseo inseparable de hacer por los demás, de actuar por los demás, de defender los principios éticos y morales sin menoscabo, de testimoniar que la Verdad de Cristo no pasa, que su Verdad es eterna e inspiradora de los designios de nuestra historia.





UNIDAD DE VIDA DEL SACERDOTE EN CRISTO

LA UNIDAD DE VIDA DEL SACERDOTE EN CRISTO



La celebración del año sacerdotal que acabamos de dar por clausurado hace un par de meses atrás, se caracterizó en todo su desarrollo y contenido por ser un año muy positivo, y a la vez propositivo en cuanto a lo que respecta al tema de la vida sacerdotal, la identidad del ministerio ordenado, su espiritualidad y concretamente en la consolidación de la madurez humana del sacerdote. Entre los aspectos más relevantes del año sacerdotal podemos mencionar; entre otros: La intensa profundización de nuestra identidad sacerdotal, el sentido sobrenatural de la vocación sacerdotal, la búsqueda constante de la consolidación espiritual del ministerio sacerdotal. De igual modo, ha sido un tiempo propicio que intentó promover el compromiso de la renovación interior, de todos nosotros como sacerdotes de Jesucristo, dando así un fuerte e incisivo respaldo a nuestra condición de testigos del mismo Jesucristo en el mundo de hoy, en nuestras comunidades a las que se nos ha designado como pastores, y al rostro vivo de Él en medio de las dificultades de nuestra actual Arquidiócesis.

Bajo este contexto eclesial y respondiendo a la necesidad de nuestra formación permanente, nos dedicaremos hoy, a reflexionar acerca del tema: La unidad de vida del sacerdote en Cristo.

Pretendiendo ubicar el tema en el contexto teológico y de su presentación sistemática, podemos afirmar que el tema no es nuevo, lo podemos ver ya desarrollado en el decreto Presbyterorum Ordinis, ( el cual trata acerca del ministerio y la vida de los presbíteros) de el Concilio Vaticano II. En dicho decreto se hace énfasis respecto a la espiritualidad sacerdotal, está, sin duda alguna en el tema de la unidad de vida. En las páginas del decreto de la Presbyterorum ordinis leemos al respecto: “Los presbíteros, implicados y distraídos en muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia, cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, por mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo el Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a completar la obra. Los presbíteros conseguirán la unidad de sus vidas uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de si mismo por el rebaño que se les ha confiado”. ( PO. 14).

Como nos lo ha recordado el Concilio Vaticano II, en el decreto antes citado, no podemos obviar que el ejercicio ministerial se realiza y concreta en medio de una serie de condicionantes, como son el secularismo, el relativismo, la inversión de principios y valores, el consumismo, el materialismo, el hedonismo, tendencias ideológicas y hasta confusión ambiental; sin embargo, dichas realidades no las podemos asumir como determinantes de nuestro estilo de vida sacerdotal y mera justificación de la imperante desarmonía interior que muchos de los sacerdotes actuales demostramos como un estilo de vida asumido.

Sacerdotalmente, nos entendemos y vivimos armónicamente desde la verdad plena de Jesucristo; sólo cuando colocamos en Él nuestro centro dinámico y convergente de nuestra existencia ministerial y humana, podemos experimentar la unidad de lo que somos y debemos expresar en nuestras actitudes de vida.

La unidad de vida centrada y concentrada en la experiencia de Cristo y no en la ordenación externa, ni en la sola practica de los ejercicios de piedad, ni en las técnicas sicológicas, aunque sean recursos que puedan ayudar mucho, encuentra su fundamento cierto y consistente en la expresión de nuestras actitudes humanas. Cuando la unidad de vida del presbítero está fundamentada desde Jesucristo, debemos de entenderlo en un doble sentido: En la comunión de vida, actual con Jesucristo resucitado; y en la contemplación imitativa del modo de vida de Jesús de Nazareht.


 
La llamada de Cristo Jesús al seguimiento, comporta al mismo tiempo e inseparablemente un carácter centrípeto: lo cual constituye el estar con Él; y a su vez centrífugo, el cual entendemos como enviados a predicar su Buena Nueva. Sintéticamente este doble carácter lo entendemos como una concentración en su persona “ sígueme” y una colaboración en su causa, nos ha constituido en pescadores de hombres. En aprender viviendo a Jesucristo, oyendo al maestro y enseñando lo que hemos visto y oído de labios del Maestro.

Seguir a Jesucristo, incluye como dato esencial en estar con el Señor, en mirarle y remirarle contemplativamente, en retirarnos a orar confiadamente al Padre y suplicarles por sus hijos e hijas, escuchar y rumiar su palabra, en discernir su voluntad. Un sacerdote no puede descuidar todo esto en nombre de la misión, de la evangelización o los encargos que le sean asignados, ya que de ser así, el activismo, se comerá la esencia y armonía del ministerio sacerdotal, dando como resultado un ministerio desarmónico interiormente, de poco arrastre ante los desafíos actuales y de poca hondura sacerdotal. Una de la expresiones que demuestra la unidad de vida en el sacerdocio es que nos vean como hombres de Dios, y no sólo como buenos gerentes.

Existe un principio ético-moral que reza así: “El actuar, sigue al ser”, el cual aplicado al tema que nos ocupa, podemos aplicarlo diciendo que sólo en cuanto nuestras actitudes demuestren nuestra unidad a Cristo y reflejo encarnado del sacerdocio del mismo Cristo, estaremos dando testimonio de ser lo que somos, sacerdotes de Cristo y su Iglesia. Y por el contrario, si nuestras actitudes no son sacerdotales, esto quiere decir que nuestra identidad sacerdotal se ha diluido en medio de lo secular. Hablar de la unidad de vida sacerdotal, es encarnar, reflejar y trasmitir lo que realmente somos: sacerdotes de Jesucristo. De esto se desprende que la unidad de vida no se debe reducir a un simple modelaje de apariencias externas, de aptitudes balanceadamente eficaces, de pro actividad existencial, o de excelencia gerencial, sino de la confluencia de un conglomerado de aptitudes y actitudes de la esencia ministerial del que deben brotar nuestras acciones y destrezas humanas y espirituales. Desde esta razón fundante, me atrevo a decir, que cuando nuestras actitudes, están en contra de nuestra identidad sacerdotal, estamos actuando separadamente de nuestra esencia y testimonio de lo que somos. En estos tiempos post- moderno, a los sacerdotes se nos está catalogando de una cierta perdida de identidad, de poco arraigo y capacidad de liderazgo evangélico, de una marcada falta de unción sacerdotal en la forma de presentarnos, vivir y actuar en el ministerio sacerdotal. Hoy existe en nuestro testimonio de vida ministerial, lo que podemos llamar esquizofrenia sacerdotal, lo cual refleja como esa demencia precoz del ministerio, y denota al mismo tiempo una disociación de las funciones propias del ministerio sacerdotal. Es decir, pensar de una manera y radicalmente vivir de otra.

Nuestra unidad de vida sacerdotal, bien asumida, articulada y expresada en nuestras acciones, la podemos comparar como el vaso de miel, que fácilmente atrae a las abejas. No es algo que pasa por desapercibido, o una actitud vacía, sino que encarna nuestra identidad ministerial, nuestras actitudes evangélicas y ministeriales, nuestra manera de vivir y testimoniar nuestra verdad sacerdotal. Quien vive la unidad de vida sacerdotal de Cristo, en la ejecución y vivencia, no sólo da apariencia de ser un hombre bueno, sino de aspirar a ser un hombre santo.

La unidad de vida en el sacerdote está articulada por una trilogía vivencial, la cual puede ser expresada de la siguiente manera: En lo que pensamos, en lo que vivo y el cómo actúo. Identidades estas, que deben estar al interno de la vida de cada sacerdote de una manera integrada y que deben confluir en la plena satisfacción del estilo de vida escogido como el máximo bien, entre las realidades de vida vocacional del hombre. De igual manera, la unidad de la presente trilogía denota una marcada realización humana y espiritual, una expresada ilusión en los encargos encomendados desde el ministerio, una coherencia de vida en la ejecución ministerial. Como también un desafío constante por alcanzar nuestra propia santificación, santificando a los demás.

Vivir la identidad de vida sacerdotal, inspirado por la dimensión de la unidad de vida, consolida nuestra tarea y entrega en el ministerio sacerdotal. Cuando reflexionamos en torno a la unidad de vida en nuestro sacerdocio, se nos sugiere al mismo tiempo una serie de interrogantes, que aunque pareciendo triviales en nuestra existencia poseen una honda dimensión de revisión y replanteamiento existencial y sobrenatural. Entre estos interrogantes podemos mencionar: ¿ Qué nos alegra en nuestra existencia? ¿Qué nos asusta o nos da temor? ¿ Que logra quitarnos el sueño?¿Cuál es la jerarquía de valores que dominamos?¿Dónde está el centro de gravedad de nuestra propia existencia?¿Por qué somos capaces de entregar la vida?....

De igual manera, el tema en cuestión nos centra también en nuestra dimensión espiritual en cuanto que nos hace ver a nuestra interioridad e identidad cristiana, sopesando así nuestra actitudes desde la realidad de nuestro diario vivir. Nosotros que somos hombres que rezamos a diario, que comulgamos y celebramos la Eucaristía, que predicamos y le hablamos a la gente de la salvación, del perdón, de la justicia y la caridad; qué está encontrando la gente en nuestras acciones ministeriales.

Figuradamente, y quizás de una manera infeliz podemos afirmar que el tema de la unidad de vida, nos marca una identidad y una forma de ser y actuar en nuestra condición ministerial, es como una comparación con la hallaca, no se trata de que ella tenga buen aspecto, o esté bien amarrada, se trata que tenga sustancia. La simple apariencia ministerial no basta, debemos mostrar la sustancia de nuestro ser sacerdotal. Las falsas apariencias encantan pero, a su vez espantan a nuestros fieles de lo que encuentra en algunas oportunidades en nuestras actitudes como sacerdotes. La unidad de vida, no es simple modelaje exterior, sino una consistencia interior de cómo vivir, ejercer y demostrar nuestra identidad sacerdotal. Tampoco la unidad de vida debe ser comprendida como una camisa de fuerza, como algo impuesto que nos asfixie, que nos cause la incomodidad existencial; sino debe ser aceptada y vivida como una realidad integrada entre lo que somos y aspiramos: Ser y vivir como auténticos sacerdotes de Cristo y su Iglesia, hombres que estamos procurando alcanzar nuestra propia santificación y la de muchos que el mismo Señor nos ha confiado.

Descendiendo un poco a nuestra experiencia de vida sacerdotal, y como sacerdotes jóvenes curiosamente me quisiera detener en los siguientes aspectos en cuanto a la necesidad imperante de buscar una mejor unidad de vida en nuestro ministerio:

• Una de las grandes preocupaciones de los sacerdotes es el modo de vivir la actividad. Más de una vez aparece un cierto cargo de conciencia porque la actividad evangelizadora ya no es vivida con fervor y ganas. Los cansancios, los fracasos, la rutina, el temor al desgaste y a ser absorbidos, y otras dificultades ligadas a la actividad, muchas veces terminan quitando el gozo de evangelizar. Detrás de esta problemática, está la fragmentación del mundo moderno entre la privacidad y la entrega a una misión. Por eso en la práctica, no siempre en el modo explicito de pensar, hay una dicotomía entre la actividad pastoral y los espacios personales. Quizás se buscan recursos espirituales para sentirse bien, para estar mejor, para resolver los problemas psicosomáticos, para descansar un poco, pero la actividad apostólica es sentida con preocupación como algo desgastante, hasta peligroso. De ahí que corramos el riesgo de dedicarnos a un determinado sector pastoral para el que nos sentimos más seguros, más cómodos, donde es menos cuestionado o interpelado.

• Vivimos ciertas identidades de servicio ministerial a la defensiva. Al existir una permanente tensión defensiva, la actividad ministerial cansa más de lo razonable, y ya no se vive como respuesta de Amor de Dios que nos convoca a la misión, sino como una mera obligación.

• Tenemos un cuidado excesivo de la privacidad. Con normalidad hemos hecho nuestro un lenguaje de impenetrables, escuchamos a muchos hermanos sacerdotes hablar de sus “espacios personales”, de lugares donde respirar tranquilos sin que me exijan cosas. Pero en la mayoría de los casos esos espacios privados pasan a ser los más importantes. Para mucho de los sacerdotes, los escapes de la sede parroquial, el refugio en internet, las amistades particulares, las agendas sociales, conforman el mundo de prioridad ministerial; logrando así que la entrega apostólica deje de ser lo que es, y solo pase a ser una función pasajera.

• Existe en nuestra vida sacerdotal una mala utilidad del tiempo y el control del tiempo, que al no saber priorizar o jerarquizar los encargos encomendados en la vida sacerdotal, le damos prioridad a empeños triviales y pasajeros. Existe una desenfrenada búsqueda de escape de lo que nos exige el ministerio, de lo que nos compromete humanamente el ser sacerdotes hoy. En mi impresión vivimos como asfixiados en los espacios ministeriales o parroquiales. Inventamos distintas maneras de escaparnos de los encargos ministeriales, como son los viajes, algunas peregrinaciones, supuestas tareas u opciones supra parroquiales, encuentros, búsqueda de refugio en una familia, algún afecto particular, hasta en algunas ocasiones irse a estudiar fuera o sacar alguna carrera tangencialmente incompatible con el oficio sacerdotal. No importa lo que se haga, lo importante es no estar donde se tiene y se debe estar como sacerdote.

• Amoldados de manera perfecta a las ofertas mundanas. Existe en nosotros como una tendencia muy bien marcada de tener lo que tiene todo el mundo, de vestir a la moda, de viajar donde nadie nos identifique como sacerdotes, de asistir a centros y lugares donde ejerzamos un marcado anonimato, a no perdernos nada de lo que la modernidad ofrece. Nos caracterizamos por tener una obsesión por ser como todos. Esta obsesión, que es un modo de aplazar la propia conversión, también, es altamente desgastante, porque se trata de escapar de aquello que precisamente nos otorga la identidad que le da sentido a la actividad, y sin la cual las tareas se vuelven forzadas.

• Separación de la identidad personal y la vida exigencia sacerdotal. Al parecer la misión que Dios nos confía no termina de marcar a fondo la identidad personal. Por una parte nos presentamos con apariencia sacerdotal y en lo oculto y privado de nuestro universo personal nos presentamos como hombres como los demás. Lo cual es la prehistoria de muchos casos de deserción ministerial de mucho de nuestros hermanos. Hemos comenzado a negociar el ministerio con las cosas del mundo, que acabamos teniendo un mayor gusto e identidad con las cosas mundanas.

• Un desmesurado interés por la profesionalidad no propia del ministerio. En esta línea, en algunos hermanos sacerdotes aparece el deseo de estudiar otra carrera o maestrías (psicología, gerencia administrativa, periodismo, literatura, derecho etc.) para mostrarle a la sociedad que ellos no se reducen solo a las cosas ligadas a la religión y que también somos competentes en otras áreas intelectuales. En todo esto subyace un fuerte complejo de inferioridad, que se deja contagiar por el escepticismo de ciertos sectores y muy presente en los medios de comunicación. Si no se estudia otra carrera, quizás encauce de otro modo esta obsesión por demostrar que él es capaz de algo más que el ministerio, tratando de sobresalir en el deporte, tocando algún instrumento, haciendo programas de opinión especializada en temas sociales o políticos, o albergando su deseo de dominio en una seudo carrera militar, asimilándose al ejercito de la nación. Esta obsesión lleva muchas veces a dedicarle más tiempo a estas cosas que al ministerio sacerdotal.

• Una espiritualidad orientada más por subjetivismo que por la interioridad. Existe en los sacerdotes actuales, una creciente introspección, que no implica tanto revisar la propia respuesta a Dios en la oración, sino escrutar quien soy, si soy feliz o no lo soy, si me dan afectos o no. Más que de una profunda interioridad, se trata de un marcado subjetivismo egocéntrico. El sueño de responder a Dios con toda la vida se somete a la necesidad imperiosa de disfrutar la vida mientras sea posible. El lado positivo es que los curas jóvenes son más abiertos y espontáneos en hablar de sus angustias y dificultades internas.

• El mundo afectivo mal canalizado. El hombre posmoderno es un ser centrado en sus necesidades inmediatas y frecuentemente insatisfechas con sus relaciones humanas. Nosotros como sacerdotes jóvenes, de igual manera tendemos a desarrollar este estilo de vida individualista que nos lleva a escapar de la comunión con los que sufren. Buscamos amistades que nos complazcan en distintos aspectos humanos, nos valemos de las debilidades humanas para sacar provecho afectivo. Damos la impresión de inestabilidad psico afectiva. Hacemos acepción de personas, propiciamos las amistades particulares y los favoritismos. Jugamos con los sentimientos de los demás en marcadas ocasiones.

• Confusiones en el orden de la afectividad. Existe una gran ingenuidad que a veces tiende a reducir las causas de los problemas a los condicionamientos psicológicos que exculpan, y olvida que siempre es necesaria una cuidadosa prudencia, la previsión y ciertas renuncias cotidianas, no menos de las que se pide a una persona casada, muchas veces sometida a la tentación de la infidelidad. Son frecuentes las actitudes permisivas y el consumo de estímulos, que a su vez llevan a cierta ambigüedad en el intercambio afectivo. Es ingenuo, porque olvida que una gratificación lleva a necesitar más. Hoy es frecuente que las mujeres se presten a relaciones ocasionales y desinhibidas, sin exigirnos como sacerdotes el abandono del ministerio.

• El frenesí de un mundo de sensaciones. Hoy los sacerdotes, más allá de una forma de pensar somos afectados por una característica de estos tiempos. Lo sensible se vive como más importante del razonamiento, que la decisión o el esfuerzo, que la educación de la voluntad y las pasiones. Hoy, en nosotros los sacerdotes, el placer, la distensión, lo permisivo y hasta lascivo, la necesidad de reconocimiento parece tener prioridad absoluta, por sobre el esfuerzo, la entrega y el discernimiento de lo debemos hacer.

Con la finalidad de no quedarnos en un mero diagnóstico infecundo en cuanto al tema, veamos brevemente algunas líneas de acción que nos pueden ayudar a consolidar el ministerio y la búsqueda deseada de la unidad de vida en nuestro sacerdocio de modo personal y comunitario en nuestro presbiterio.

En primer lugar se trata de ayudar a encontrar a Dios en lo cotidiano, en la tarea ordinaria. Esto podemos hacerlo en nuestras reuniones zonales por arciprestazgos o grupos sacerdotales, a través de lecturas de interés y planes de formación permanente por etapas de vida ministerial.

Buscar la ocasión , para que como clero joven podamos conversar acerca de las dificultades en las tareas encomendadas, los cansancios, las tensiones, ayudarnos entre nosotros a discernir mejor las tareas necesarias, y seleccionarlas para poder centrarnos en lo esencial y vivir más humanamente y profundamente el ministerio.

La búsqueda de una mejor capacitación para el ejercicio ministerial. Como es el caso de una profundización en temas como espiritualidad sacerdotal, el tema de responsabilidad y conciencia, el derecho parroquial, la catequesis y las pastorales básicas de toda organización parroquial. Digo esto, en cuanto que sin una adecuada capacitación el clero joven experimenta mucha inseguridad, sentimiento de culpa, y se termina escapando de las tareas y sufriendo mucho el apostolado. Además de la capacitación practica, hace falta un entrenamiento para aprender a enfrentar las nuevas dificultades psicológicas ante determinadas tareas pastorales: se generaliza una falta de resistencia ante las contrariedades o en el sentirse muy afectados por no poder dar soluciones, o una resistencia interior ante los imprevistos o los reclamos de tiempo de la gente.

También hay que tener en cuenta que hay un valioso estimulo y un sano control para el sacerdote en una vida comunitaria rica en carismas y ministerios, con los laicos que tengan cierta autoridad, crecimiento y creatividad pastoral, y un lugar para dialogar con nosotros los sacerdotes. Así se pueden evitar ciertos círculos reducidos que cuando dejen de apoyarlo, dejan al sacerdote a la deriva. La mayor amplitud pastoral es siempre mucho más sana y brinda mayor contención, riqueza y estimulo pastoral, evitando que nosotros los sacerdotes nos estanquemos o nos cerremos en nuestros esquemas personales. Fomentando la variedad y la riqueza de los carismas y ministerios, los sacerdotes podremos dedicarnos más a lo específico de nuestro ministerio.

Es necesario que como sacerdotes jóvenes, propiciemos la pastoral orgánica y comunitaria. Es importante los lazos de la comunión pastoral. Para la plena ejecución de nuestro ministerio se vuelve indispensable una pastoral orgánica diocesana o arquidiocesana, la cual nos ayudaría a tener mayor sentido de pertenencia a la Iglesia particular. Cada vez es más válido en el ministerio, propiciar un proyecto atractivo y convincente, que congregue, entusiasme, apasione como búsqueda común, que estimule las ganas de trabajar juntos por algo que vale la pena, que implique instancias comunitarias de discernimiento, aplicación, búsqueda y celebración. Esto supera a los párrocos, pero les compete su aplicación práctica, sin la cual los planes se enfrían o quedan en la nada. Una forma de aniquilar los planes diocesanos es ignorarlos en las parroquias.

La necesaria ascesis de la pastoral orgánica, nos exige tener unas miras pastorales amplias, ya que si al momento de preparar o evaluar un plan diocesano cada uno piensa en su pequeña estancia, es imposible hacer un proyecto común. Debemos ir hacia el aporte común de los talentos o especializaciones de los distintos ámbitos diocesanos.

Para captar en toda su integridad el alcance intelectual como existencial de las afirmaciones que acabamos de hacer en cuanto al tema que nos ocupa; es necesario subrayar una realidad a la que he aludido, pero que ahora conviene que nos detengamos, pues sin ella, el tema podría quedar en el aire, e incluso resultar ilusorio, engañoso o inalcanzable. Esta realidad puede ser expresada en pocas palabras: la intima conexión que existe, o al menos debe existir, en cuanto que la vida espiritual no es una vida diversa de la vida en cuanto tal, sino una dimensión de vida, o más exactamente la vida vivida con conciencia de todas sus dimensiones, desde las materiales y empíricas hasta las teologales. La vida espiritual es, ciertamente, el fruto de un proceso de interiorización. En un ser dotado de inteligencia y voluntad como es el hombre, los acontecimientos no acaecen fuera de él, sólo desde el exterior, como el viento afecta a las ramas de un árbol o el agua a una piedra a la que arrastra, sino, al mismo tiempo, en él, dentro de él, de modo, que siendo conscientemente y asumidos, se personalizan, y en uno u otro grado, se convierten en propios. Todo ello reclama a su vez densidad interior, conciencia de la propia espiritualidad, para desde ella poder dominar el acontecer y estar en condiciones de volver sobre uno mismo. En suma, para reflexionar, y, en términos cristianos y sacerdotales, para situarse ante Dios y entrar en relación personal con Él, como fuente esencial de nuestra unidad de vida ministerial.







Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda

OPERARIO DIOCESANO