martes, 11 de diciembre de 2012




 

EL HOMBRE NO PUEDE VIVIR SIN ESPERANZA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 

            El adviento nos lleva a contemplar el misterio desde la entrada de Dios en la historia hasta su final. Los diferentes aspectos del misterio se remiten unos a otros y se fusionan en una admirable unidad. El misterio de la Encarnación, siendo un momento importante en la historia de la salvación, realmente demuestra su sentido pleno en la Redención del género humano. La encarnación de Dios, el Dios hecho hombre, misterio revelado a la humanidad es el mismo Dios que se dona a la humanidad.

            El adviento evoca, ante todo, la dimensión histórico-sacramental de la salvación. El Dios del adviento es el Dios de la historia, el Dios que vino en plenitud para salvar al hombre en Jesús de Nazaret, en quien se revela el rostro del Padre.

            La dimensión histórica de la revelación recuerda la concretez de la plena salvación del hombre, de todo el hombre, de todos los hombres y, por tanto, la relación intrínseca entre evangelización y promoción humana.

            El adviento es el tiempo litúrgico en que se evidencia con fuerza la dimensión escatológica del misterio cristiano. Dios nos ha destinado a la salvación, si bien se trata de una herencia que se revela sólo al final de los tiempos. La historia es el lugar donde se actúan las promesas de Dios y está orientada hacia el día del Señor. Cristo vino en nuestra carne, se manifestó y reveló resucitado después de la muerte a los apóstoles y a los testigos escogidos por Dios y aparecerá gloriosamente al final de los tiempos.

            Durante su peregrinación terrena la iglesia vive incesantemente la tensión del ya sí de la salvación plenamente cumplida en Cristo y el todavía no de su actuación en nosotros y de toda la manifestación con el retorno glorioso del Señor como juez y salvador.

            El adviento nos recuerda al mismo tiempo la dimensión misionera de la Iglesia y de todo cristiano por el advenimiento del reino.

            Durante este tiempo la comunidad cristiana está llamada a vivir determinadas actitudes esenciales a la expresión evangélica de la vida: la vigilante y gozosa espera, la espera y la conversión.

            La actitud de espera caracteriza a la Iglesia y al cristiano ya que el Dios de la revelación es el Dios de la promesa, que en Cristo ha mostrado su absoluta fidelidad al hombre. La Iglesia vive esta espera en actitud vigilante y gozoza, por eso clama: “Maranatha: Ven, Señor Jesús”.

            El adviento celebra, pues, al Dios de la esperanza (Rom 15,13) y vive la gozosa esperanza (Rom 8,24-25) el cántico que desde este primer domingo caracteriza al adviento es el salmo 24: “ A ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en ti confío”.

            El desafío de éste nuevo adviento, e inspirado por el Año de la Fe, nos ubica ante la  propuesta evangelizadora: ¿Cómo vivir y anunciar la esperanza al hombre de nuestro tiempo? ¿Qué podemos esperar nosotros hoy, y qué podemos ofrecer a un mundo inmerso en una cultura de la muerte como decía el Beato Juan pablo II, es aquella palabras de su exhortación apostólica Ecclesia in Ámerica de enero de 1999 y Ecclesis in Europa de mayo del 2003?

            La esperanza crece cuando se comparte y tanto más se da a los otros, cuando más se vive en función de animar a los demás con el aliento que uno recibe de Dios: “ El nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo   que nosotros recibimos de Dios”. (2Co 1,4). Por esta razón esencial deberíamos en nuestra vida cristiana y más aún en este nuevo adviento prohibirnos en nuestros encuentros, convivencias, reuniones familiares y laborales desprender ese tufo del descontento o del desaliento, y para que esto sea así, deberíamos estar prevenidos frente a nuestros pensamientos o sentimientos negativos que desembocan en la desconfianza, fomentando los positivos con el propósito firme de transmitirlos a los demás, Es el mejor servicio que podemos hacer.

            Ya que como lo han subrayado los Padres sinodales, sigue hoy diciendo el Papa: “El hombre no puede vivir sin esperanza; su vida, condenada a la insignificancia, se convertirá en insoportable”. Frecuentemente, quien tiene necesidad de esperanza piensa en poder saciarla con realidades efímeras y frágiles. De este modo la esperanza, reducida sólo a lo intramundano cerrado a la trascendencia, se contenta, por ejemplo, con el paraíso prometido la ciencia, la técnica, la tecnología, las redes sociales, con las diversas formas de mesianismos, con la finalidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria y artificial que ofrece el mundo, hasta con ciertas modalidades de milenarismos, con el atractivo de las filosofías orientales, con la búsqueda de las nuevas formas esotéricas de espiritualidad o con las nuevas corrientes de la New Age.

            Que este nuevo adviento, nuestra espera de renacer en Cristo, nos active a ser lo que Cristo el SEÑOR quiere que lleguemos hacer, y por tanto a buscar siempre caminos nuevos de felicidad, venciendo el pesimismo por estar proyectados hacia la esperanza de Dios, que no defrauda….

            Que María, bajo la advocación de nuestra Señora de Coromoto, patrona de nuestra patria, nos acompañe en este tiempo de adviento para que desde su mirada aprendamos a ver el mundo, nuestra  vida y su realidad con ternura y esperanza, que Ella nos enseñe a descubrir, adorar y adherirnos a la persona de Cristo en el rostro del hermano. ¡María Madre de la esperanza, camina en este nuevo adviento con nosotros!

jueves, 22 de noviembre de 2012








CRISTO REY:

UN REINADO QUE SE ALCANZA POR LA BONDAD REDENTORA

Pbro: Ángel Yván Rodríguez Pineda






“Nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido”. ( Col. 1,13 ). San Pablo nos descubre con extraordinaria claridad teológica la Persona del Rey mesiánico, la naturaleza de su reino. Un reino mesiánico rico y noble. Un reino de libertad, de gracia. Un Reino al cual nos traslada Dios desde nuestro bautismo. Un Reino que consiste en “ser  en Cristo”. Un Reino que se alcanza por la bondad paternal, redentora de Dios hacia los hombres. Un Reino que se alcanza por la Redención.
            Antes en la época del pecado, estábamos en las tinieblas. Ahí estábamos sujetos, encadenados al pecado. Sujetos a la muerte, estábamos bajo el poderío del mal. Y es el acto liberador de Dios quien rompe con esta esclavitud. Por su Amor, Dios, nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido. El ha roto nuestras cadenas. Nos ha arrancado del imperio del mal y nos ha introducido en el mundo nuevo de su Hijo bienaventurado. Un mundo de amor, alegría, de gracia y luz, de vida.
            Cristo es la cabeza del Cuerpo: de la Iglesia, San Pablo nos presenta el primado señorial de Cristo. En un himno de gran hondura teológica. Cristo es el Rey de la creación. Cristo,  también, el Rey de la nueva creación. Es el primogénito, no en el orden temporal. Lo es en el orden de la causalidad, lo es en el orden sobrenatural. Cristo es modelo de la nueva creación. Prototipo. Cristo es la cabeza de la Iglesia. Si Cristo es el centro del misterio de la creación, es también el centro del misterio de la Iglesia. El cuerpo es la Iglesia, Cristo es su cabeza. Entre la cabeza y el cuerpo,  debe darse una necesaria unión. Es una relación indisoluble, De Cristo, “todo todo el cuerpo recibe unidad, cohesión” (Ef, 4,16). Cristo sustenta al cuerpo con los sacramentos, especialmente con el bautismo, la eucaristía. Jesucristo, cabeza de la Iglesia, fue resucitado por Dios de entre los muertos. También ha de llegar el día en  que los miembros de su cuerpo, los creyentes, serán resucitados de entre los muertos. Pero en verdad ya han sido “resucitados” en su bautismo porque han recibido en el mismo bautismo la vida divina de Cristo resucitado.
            En Él reside la plenitud: Cristo es primogénito. Cristo es cabeza. Cristo es plenitud. He aquí una profesión de fe. Apasionada, existencial. Lo esencial de la fe consiste en creer en la primacía de Cristo. No hay nadie que le aventaje en poder, en gloria.  Él está al frente, en el origen de la creación, de la humanidad regenerada. Cristo lo hace todo. Él es el jefe de los fieles que quieren seguirlo participando en la vida de la Iglesia. El señorío de Cristo no es alienante para la creación ni para la humanidad. Cristo ha reconciliado el cuerpo y el alma, la materia, el espíritu, la tierra y el cielo. Esta primacía de Cristo a la que le ha exaltado Dios está, pues, por encima de todas la cosas. En Él, reside la plenitud  de la fuerza de la salvación, de felicidad, de vida de Gracia. La Eucaristía, lugar de la presencia real de Cristo, cuando se celebra, realiza así ya la victoria del espíritu sobre la debilidad del pecado.
Hoy estarás conmigo  en el paraíso: La gran promesa de Jesús, a un hombre que va a morir. La promesa de la vida. La promesa de la felicidad. La promesa del premio consecuencia de la fe y la adhesión. En la cruz, para este ladrón, Jesús le anunciará la Buena Noticia, la Salvación eterna.: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. La esperanza de aquel hombre que murió junto a Jesús, es la esperanza de todas las generaciones hasta el final de los siglos. Junto a la muerte está la entrada a la gloria. Todo cristiano aspira estar con Él. Todos aspiramos a que Jesús nos abra de par en par, las puertas de su Reino. La oración de aquel hombre tiene hoy sentido en nuestros labios, porque reconocemos a Jesús por nuestro Rey.

lunes, 5 de noviembre de 2012






P.Yván Rodríguez Pineda
 
 
 

La modestia, igual que la mansedumbre, es una virtud muy" humilde, una virtud que el mundo desprecia, pero que es muy queri­da por el Corazón de Jesús. Sin ella, el alma sigue siendo imperfecta, por muy grandes que sean las cosas que haya podido empren­der por la gloria de Dios.

La modestia que nos propone san Pablo, la modestia tal y como se encuentra realiza­da en el alma cristiana totalmente entrega­da a la acción de los dones del Espíritu San­to, y de manera particular a los dones de Ciencia y de Consejo, es una disposición so­brenatural del alma que la inclina a tener en todo la justa medida, y así la defiende de caer en los excesos contrarios.

Somos muy dados a los excesos. Esto es consecuencia, o mejor, es manifestación de ese desequilibrio interior que el pecado ori­ginal produjo en nosotros.

¿Qué vemos en el mundo?... Violentos y débiles, avaros y pródigos, taciturnos y ha­bladores, tímidos y presuntuosos, personas deprimidas por la tristeza y otras exuberan­tes hasta el exceso, agitados e indolentes, apasionados y apáticos, gentes que nos atropellan  con su precipitación y otros que nos exasperan con su lentitud, lujuria desenfrenada y un puritanismo equivocado.

Así, vamos de un exceso al otro, y el que quiere corregirse de un defecto cae con fre­cuencia en el defecto opuesto; así de difícil es estar en el justo medio, que constituye a la virtud en su perfecto desarrollo.

Precisamente el papel de la modestia de la que aquí hablamos es enseñarnos a estar en el justo medio, en la justa medida de to­do, como lo haría nuestro Señor mismo o la Santísima Virgen María, si estuvieran en nuestro lugar. Por eso es como la virtud de las demás virtudes, es su perfección, es lo que las hace perfectas en su orden. Y por eso mismo no se encuentra plenamente de­sarrollada más que en las almas perfectas.

Veamos cómo debe ejercer su influjo en todos los ámbitos de nuestra actividad inte­rior y externa.

La modestia, fruto en nosotros de los do­nes del Espíritu Santo, nos inclinará muy en primer lugar a apreciar como conviene, es decir, sin minimizarlos y sin exagerarlos, los talentos, naturales y sobrenaturales, que Dios ha tenido a bien confiarnos en interés de su gloria y para el bien de la Iglesia; y a usar de ellos solamente con esa doble finalidad y en la medida en que la Providencia divina quiera servirse de noso­tros. El Todopoderoso no tiene necesidad de nuestra colaboración y, cualquiera que sea la obra a la que se digne asociarnos y el pa­pel que desee que cumplamos en el mundo, debemos recordar que solamente «somos servidores inútiles» (Lc.17,10)

La modestia moderará también nuestro deseo de conocer, de curiosidad. En efecto, hay una curiosidad buena, pero también hay una curiosidad inútil y una curiosidad indis­creta, peligrosa y hasta con frecuencia fatal para la vida del alma y nuestro desarrollo social.

Hemos de saber prohibirnos toda ociosidad inútil. Reza el dicho popular que el ocio, es la madre de todos los vicios y desenfrenos. No saber considerar  importante la justa medida de nuestras acciones, es manifestación de nuestro desorden interior.

Seamos modestos también en nuestros juicios. Desconfiemos de esa manía de juz­garlo todo, de criticarlo todo, que es causa de tantos disgustos en la vida de relación con los demás. Debemos guardarnos de eri­girirnos en jueces de nuestros hermanos. «No juzguéis y no seréis juzgados», nos dice Jesús. No juzguemos a nadie, ni para bien ni para mal, a menos que tengamos que hacerlo por obligación de nuestro cargo; y aun en ese caso debemos hacerlo con temor y tem­blor, desconfiando de nuestra manera de ver, que puede no ser la de Dios.

Y para no juzgar indebidamente, no con­sintamos que nuestro espíritu se ponga a ra­zonar sin consideración sobre la conducta de nuestro prójimo. Mucho más sencillo y mucho más so­brenatural es no ver en todos los que nos ro­dean sino instrumentos de la misericordia divina para con nosotros. Entonces, aunque esos instrumentos fueran deficientes ante Dios, seguirían siendo instrumentos de sus designios de misericordia.

Esta es la humildad de espíritu, la verda­dera y profunda humildad que hace que la obediencia sea tan fácil, incluso ante los no creyentes; cuánto más, pues, ante quienes, a pe­sar de sus imperfecciones, en nada ponen tanta solicitud cordial como en que el Reino de Dios venga a nuestras y se encarne en nuestras vidas.

Como consecuencia de la tendencia a la soberbia, que es efecto en nosotros del peca­do original, todos sentimos la tentación, co­mo les pasó a los Apóstoles antes de la Pa­sión del Salvador, de procurarnos los pri­meros sitios y lo que brilla más a los ojos de los hombres. En esto también el papel de la modestia es moderar en nosotros este deseo de grandezas según el mundo, o más bien hacer que las despreciemos como hizo Cris­to, nuestro modelo, para estar apegados sólo a lo que es del agrado del Padre.

¡Qué importa estar aquí o allí, cumplir tal función o tal otra! Ni siquiera ambicio­nemos un mejor puesto en el cielo. Que nues­tro único deseo sea hacer en todo instante la voluntad de Dios y glorificarlo, ahora y en la eternidad, de la manera que a Él le parezca bien.

 Lo que debemos querer es lo que Dios quiere, como El lo quiere y porque El lo quiere.

La modestia, fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas, nos inclinará también a confor­mar en todo los afectos de nuestro corazón con los afectos del Corazón de Jesús, y a mo­derar con este fin nuestra sensibilidad y nuestra imaginación.

Las fuerzas de un corazón ávido de amar se desperdician enormemente en afectos desordenados y en amistades frívolas, cuando podría amar grande y santamente con ese amor puro y desinteresado que abrasa al Corazón de Jesús .De esta manera regula la modestia todos los movimientos de nuestra alma.

Pero su acción no queda en eso. Se ex­tiende a toda actividad exterior, a los ojos, a la lengua, a los oídos, a la manera de andar y a los gestos, a la forma de tratar a las perso­nas y a las cosas, al alimento y al descanso, al vestido y al arreglo personal, al juego y a las diversiones; modera toda esa actividad exterior y previene al alma que la posee de todo exceso en uno y otro sentido, de manera que ésta se comporta en todas circunstan­cias no sólo como exige la recta razón, sino como no lo exige radicalmente el Evangelio.

Es evidente que tal perfección, que admi­ramos en los santos, supera las fuerzas de la naturaleza humana abandonada a sí misma y requiere una asistencia continua del Espí­ritu Santo. Por eso, el único modo de conse­guirla es abandonarnos a la acción del Espíri­tu divino; y para eso hacerse cada vez más pequeño. Reconociendo humildemente la propia pequeñez y miseria es como se com­bate a la soberbia y nos disponemos a la ac­ción del Espíritu Santo.

jueves, 18 de octubre de 2012




EL AÑO DE LA FE:
UNA OCASIÓN DE NUEVAS GRACIAS PARA EL CRISTIANO

Pbro. Angel  Yván Rodríguez Pineda





            “La puerta de la fe”, (Heb.14,27), que introduce en la vida de Comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros.
            Con estas palabras iniciales la Carta Apostólica Porta Fidei, el Papa Benedicto VXI da inicio al Año de la Fe, haciendo al mismo tiempo conmemoración de los 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano II, así como los 20 años de la promulgación del Catecismo de la Iglesia católica.
            El año de la fe nos propone: “la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo”(P.F. # 2).
            Vivir el año de la fe nos coloca como desafío espiritual y crecimiento comunitario el procurar una renovada conversión personal permanente al Señor Jesús y el redescubrimiento de nuestra fe viva y comprometida, de modo que todos los miembros de la Iglesia seamos para el mundo actual testigos gozosos, convincentes y esperanzados del Cristo Resucitado.
            Que nuestro compromiso apostólico sea cada vez más creíble, que nuestra conversión sea más auténtica, siendo  más capaces de señalar con nuestro testimonio la puerta de la fe a tantos que están en la búsqueda de la Verdad.
            Hoy el hombre de nuestro mundo lleva dentro de sí una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto, el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe,  de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Sólo en el Dios que se revela encuentra plena realización la búsqueda del hombre. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro con la oración.
            Que este año de la fe sea una autentica experiencia humana y espiritual mediante el cual nos ocupemos de reavivar nuestra fe como respuesta siempre atenta y convencida a la Palabra de Dios. Una fe que no se desanima, sino que sabe arriesgarse. Una fe que no se esconde, sino que  atestigua públicamente sus convicciones. Una fe que no pierde coraje frente a las dificultades, sino que se hace fuerte y confía en la presencia del Espíritu. Una fe que no se encierra en el individualismo y en lo fácil, sino que se experimenta en la comunidad. Una fe que no se cansa ni cae en la rutina por el pasar de los años, sino que se renueva con entusiasmó y se expone por la calles del mundo para sostener los nuevos evangelizadores.
            Si nuestra fe no se renueva y fortalece, convirtiéndose en una convicción profunda y en una fuerza real de gracias al encuentro personal con Jesucristo, todas las demás reformas y cambio de estructuras serán ineficaces.
            

martes, 9 de octubre de 2012






CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS
Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda



            La perfecta conformidad con la voluntad de Dios es uno de los principales medios de la santificación personal y comunitaria.  Para lograr, en el avance espiritual, el debido discernimiento de la voluntad de Dios debe existir en el cristiano el ejercicio de las virtudes tales como la diligencia, la constancia y la perseverancia absoluta en los propósitos establecidos. La mayor perfección espiritual, siempre será proporcional al esfuerzo ejercitado en la vida humana y espiritual.
            Alcanzar la conformidad humana con la voluntad de Dios es una acción amorosa, entera y entrañable sumisión a los designios que Dios permite, evita hacia el hombre, el mundo, el ambiente natural, nuestros deseos o aspiraciones.  Dicha conformidad no siempre es cómoda o comprensible, en algunas ocasiones es dolorosa, cruel o incomprensible; diatriba ésta que nos exige un abandono total en el discernimiento oportuno que nos propicia el Espíritu mismo de Dios. Discernir es decantar, captar y asumir el paso de Dios en cada acontecimiento; de no ser así, sería solo el ímpetu humano el que marca el rumbo de nuestros acontecimientos.
            Para poder comprender nuestra conformidad humana con la voluntad de Dios, debemos tener presente algunos principios que teológicamente nos pueden ayudar en el crecimiento espiritual. Mencionando algunos podemos citar:
ü  La voluntad de Dios es absoluta, es decir cuando Dios quiere algo sin ninguna condición la realiza por si misma y, cuando es bajo alguna condición, requiere que dicha condición sea acompañada con la oración, el sacrificio y la penitencia,
ü  La voluntad de Dios es ascendente: es cuando Dios quiere que alguna cosa, situación o circunstancia absolutamente considerada, se lleve a cabo bajo las determinaciones propicias que manifiesten su poder.
ü  La voluntad de signo y beneplácito,  es acto interno de la voluntad de Dios, aún no manifestado ni dado a conocer en el momento actual. De ella depende el porvenir todavía incierto para nosotros: sucesos futuros, alegrías y pruebas de breve o larga duración, hora y circunstancias de nuestra muerte. Es así como la voluntad significada en el ser humano constituye el dominio de la obediencia, y la voluntad de beneplácito pertenece al abandono en las manos de Dios.
Los principios descritos, nos iluminan a precisar que el deseo de Dios siempre estará signado por la procura del bien, correspondiéndole al ser humano saber discernir su disposición de captación y aceptación del mismo bajo la capacidad de abandono y acto generoso de amor. En pocas palabras, Dios siempre quiere positivamente lo que hace por si mismo, porque siempre se refiere al bien y siempre está ordenado a su mayor gloria. Por otra parte, Dios nunca quiere positivamente el mal, Dios nunca quiere el mal. Pero su infinita sabiduría sabe sobrevenir en mayor bien el mismo mal que procede del hombre. El mayor mal y el desorden del hombre exaltan la justicia divina de Dios y el cumplimiento de su deseo que es el bien. La justicia divina de Dios recae sobre el reincidente, el soberbio y el que en si mismo cree tener en sus manos los designios de su porvenir y el de la humanidad. ¡Qué mirada tan corta y miope la de aquel hombre que no teme al poder de Dios! Todo el que no teme a Dios, y permanece en su reincidencia y soberbia, no ha logrado discernir la incidencia humana, social o familiar de su depravado e insolente falta ante el poder de Dios.
            El cristiano que desea crecer y avanzar en su crecimiento humano y espiritual en conformidad a la voluntad de Dios, ha de estar diligentemente dispuesto a practicar el abandono en Dios y virtuosamente cumplir los preceptos de Dios, lo cuales le conducirán a la fidelidad de una vida de Gracia.
            Recordando los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, sería oportuno en nuestros momentos de turbación ante la voluntad de Dios, hacer vida lo que él denominó “la santa indiferencia”, lo cual consiste en no dejarse turbar la quietud del alma por las cosas, las circunstancias o lo momentos de la vida, evitando así los extravíos de nuestros fines e ideales ante el desarrollo de la vida humana y la plenitud de la Gracia. No olvidemos que la santa indiferencia no significa quietismo, adaptación o dejar pasar de largo las cosas. Sino que recuperada la capacidad de discernimiento de lo acontecido, podemos mantener un discernimiento claro, justo y balanceado el por qué y el para qué todo sucede bajo la acción del Dios providente.


martes, 14 de agosto de 2012






 
RENOVADOS POR LA CONVERSIÓN

Pbro. Angel Yván Rodríguez P






La vida cristiana como constante conversión

El crecimiento en nuestra espiritualidad;  entre sus contenidos y objetivos  principales, nos hace siempre un o llamada a la revisión de nuestra conversión permanente. Pero es preciso que redescubramos, para los hombres y mujeres de hoy, qué se encierra en esta palabra -conversión-, tan mal llevada y mal traída tanta veces, y que, sin embargo, es fundamental para entender y vivir la vida cristiana y su espiritualidad.

Jesús comienza su predicación en Galilea, anunciando el Reino y llamando a la conversión. Y, en ambas cosas, se encierra la Buena Noticia: aceptar que el Reino ha llegado y que se precisa la conversión para entrar en él (Mc 1,14-15).

La vida cristiana es una llamada constante a la conversión. Nadie se convierte de una vez para siempre. Antes bien, somos conversos, es decir, en camino constante hacia Cristo, que nos llama siempre a algo mejor, a una gracia nueva. Por eso, dice san Pablo: desde el punto al que hayamos llegado, sigamos adelante (Fil 3,7-21).

Cada gracia aceptada nos abre el espacio de otra gracia mayor. La santidad de la vida cristiana consiste en colaborar con la gracia recibida; es decir, reconocer y agradecer cada una de las gracias que se me otorgan, cuidando mucho de no desperdiciar tan grandes  tesoros.

Toda gracia teologal es algo de la Vida Divina que Dios comparte conmigo. Es por esto por lo que afirmamos de entrada que la conversión es don y tarea. Algo que Dios hace en mí y que yo hago con Él. Lo más hermoso de la gracia de conversión es que abre ante mí un camino en el que ya nunca me encontraré solo. Siempre Él conmigo, Siempre yo con Él. Pero la iniciativa, la fuente, está siempre en Él. ¡Es Él mismo!

La conversión como gracia siempre nueva

Sólo, pues, aceptando, colaborando, con la gracia de la conversión, podemos llegar a un encuentro personal, vivo y vivificador, con la persona de Cristo. Hablamos de la conversión como de una gracia siempre nueva. ¿En qué sentido? Nueva, porque la gracia de Dios nunca puede ser vieja, es decir, gastada, anticuada, pasada, sin fuerza ni belleza. Es una gracia más que suficiente, en toda su pujanza, para ayudarnos a alcanzar las metas mismas que nos señala: nuestra identificación con Cristo. Nueva, porque siempre responde al momento nuevo, actual, crucial, por el que estamos pasando; es decir, porque responde a lo que hoy soy, a lo que me está sucediendo aquí y ahora, a lo que en este preciso momento necesito para ser fiel a mí mismo y a mi misión en la vida. Se trata, por tanto, de aquella gracia que me enseña a vivir en el momento presente. Y, nueva, también, porque se me otorga para que llegue a ser una criatura nueva.
 En sentido evangélico, ser una criatura nueva significa no dejarse llevar por los criterios y actitudes de este mundo "viejo", este mundo que pasa; sino tener como propios los valores permanentes que el Espíritu nos depara. Se trata de ese nuevo nacimiento del que habla Jesús a Nicodemo (Jn 3,1-8). Dejarse, pues, guiar por el Espíritu de Libertad, que no sabemos de dónde viene ni a dónde va, pero sí sabemos que es el Espíritu del Señor Jesús, el Espíritu del Resucitado, y por tanto, el Espíritu de la Vida, de la Verdad y el Amor. El Espíritu que nos enseña a vivir según Dios.
El que acepta la gracia de la conversión, tiene dentro de sí el Dulce Huésped del alma, fuente permanente de aliento y de renovación en todos los auténticos valores de la existencia humana.

lunes, 30 de julio de 2012


             
LA PALABRA DE DIOS: UN MEDIO EFICAZ PARA
DISCERNIR SU VOLUNTAD
Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda





En todas las cosas, el Señor Jesús es nuestro perfecto modelo. Si deseamos conocer la voluntad de Dios, basta con considerarle a él para aprender las mejores lecciones. Verdaderamente Él pudo decir: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado”; “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Sal. 40:8; Hb. 10;9).
¿Es posible hacer la voluntad de Dios en la tierra, allí donde la voluntad del hombre se opone con orgullo a la de Dios, donde la rebelión, la confusión y la corrupción progresan por todas partes? La única respuesta positiva está en Aquel que fue aquí el humilde varón de dolores. Fue fiel, obediente y consagrado a la voluntad de Dios en cada detalle de su vida de fe. El punto culminante de esta obediencia fue la cruz: allí él mismo se ofreció en sacrificio para que Dios sea glorificado en la salvación de innumerables pecadores.
La voluntad de Dios en sus designios:
¿Podemos conocer la voluntad de Dios? En muchas cosas, ¡sin duda que sí! Pero no podemos conocerla de forma absoluta, salvo cuando se halla revelada en las Escrituras. Así, “según el puro afecto de su voluntad” hemos sido predestinados a esta inmensa bendición de ser adoptados por Dios mismo como sus hijos (Ef. 1,5). Del mismo modo, en lo que respecta a la Iglesia, “Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso” (1Cor. 12,18). La Palabra de Dios nos revela muchas otras grandes bendiciones divinas que han sido dadas a los creyentes, y Dios nos dice que su voluntad las decretó para nosotros. Tenemos buenos motivos para regocijarnos en las riquezas de su gloria y de su gracia, y en la inefable hermosura de la voluntad de un Dios salvador.

Su voluntad con respecto a los principios de nuestra conducta:
En su Palabra, Dios también nos hace conocer su voluntad acerca de muchos asuntos relativos a nuestra vida diaria. Sobre este asunto, nos da una seguridad absoluta. La pregunta es: ¿Encontramos nuestro gozo en esta voluntad de Dios para dirigir nuestra conducta? Por ejemplo, está escrito: “La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación” (1Ts. 4,3). Numerosos otros pasajes nos enseñan claramente qué clase de conducta es justa y conveniente. Leámoslos a menudo, y meditémoslos, de manera que nos resulten familiares. Sobre todos estos asuntos podemos conocer cuál es la voluntad de Dios, puesto que Él la declara expresamente. Pero eso no lo es todo.
El Señor Jesús conocía la voluntad de Dios, y mucho más que esto, la cumplía. Tengamos cuidado con esta palabra salida de sus labios: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Jn. 7,17). Si deseamos conocer la voluntad de Dios, preguntémonos en primer lugar con seriedad: ¿por qué razón queremos conocerla? ¿Es para saber si nos conviene, si satisface nuestros deseos? ¿O es porque realmente deseamos hacerla, cueste lo que cueste? Dios conoce profundamente nuestros motivos. Cuando los rescatados de Israel, justamente después de la deportación a Babilonia, se acercaron a Jeremías para pedirle que se informara de la voluntad de Dios, podían decir atrevidamente que escucharían la Palabra de Dios (Jr. 42:5,6). Pero hicieron errar sus propias almas, estando dispuestos a obedecer sólo si la voluntad de Dios correspondía a su propio pensamiento (v. 20-21). Si no tenemos la honesta intención, el deseo real, de cumplir la voluntad de Dios, nunca conseguiremos una firme convicción en cuanto a la enseñanza de la Palabra de Dios. Por el contrario, si queremos hacer su voluntad —como dice el Señor— tendremos claridad en cuanto a la doctrina, es decir la enseñanza de la Palabra, la cual tomará toda su fuerza para conducirnos.


Su voluntad con respecto a nuestra vida personal:

No obstante, nuestras vidas experimentan numerosas circunstancias para las cuales Dios no ha declarado explícitamente su voluntad en las Escrituras y que, sin embargo, son motivos de preocupación para nosotros. Pensamos en las circunstancias de la vida diaria, que no se expresan en términos de bien y de mal, sino que implican decisiones de nuestra parte: ¿Es necesario comprar o alquilar una casa? ¿Es necesario mudarse, y adónde? ¿Qué automóvil comprar? ¿Es preciso hacer tal visita, ayudar a tal persona? etc. Algunos creyentes se muestran muy seguros en tales casos, y afirman sin vacilación que están convencidos de que la voluntad de Dios es que hagan esto o aquello. Pero, ¿no es presunción afirmarlo? ¡Es poner una gran confianza en sus propias capacidades de discernimiento!
He aquí un versículo muy útil para que aprendamos a tener una adecuada percepción de la voluntad de Dios: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rm.12,2). Lo importante no es solamente conocer la voluntad de Dios, sino discernir el valor práctico. ¿Cómo es posible? Del lado negativo: no conformándonos a este mundo. Y del lado positivo: siendo transformados por la renovación de nuestro entendimiento. Los principios del mundo, para una sabia decisión, son la conveniencia, el beneficio, el bienestar, etc. La vivencia que la voluntad de Dios ofrece es buena, agradable y perfecta.
Cuanto más familiar nos sea la Palabra de Dios, tanto más ella nos ayudará en las decisiones que hemos de tomar. Aprendiendo a conocer la voluntad de Dios en las grandes cosas, adquiriremos el discernimiento para las pequeñas. Y a menudo, mientras leemos las  Sagradas Escrituras, Dios nos hace descubrir enseñanzas que se aplican exactamente a las circunstancias por las cuales nuestros corazones han sido puestos a prueba delante de Él.
Cuando se nos presenta un problema que requiere una pronta respuesta por sí o por no, dejemos a la luz divina sondear profundamente nuestros corazones para saber si verdaderamente estamos dispuestos a aceptar lo que el Señor nos mostrará, sea sí o sea no. Entonces podemos presentarlo delante de Él con la seguridad de que guardará nuestro corazón en paz a propósito de la decisión a tomar. También puede permitir que no experimentemos ninguna paz con respecto al camino que no es según su voluntad. Aun entonces, no afirmaremos que conocemos su voluntad en cuanto a ese asunto, sino confiaremos en que Él ve que verdaderamente deseamos hacer su voluntad.
Si nuestra incertidumbre perdura por algún tiempo, más bien pensemos que el Señor lo permite para producir en nosotros una más real dependencia de él. Esto nos lleva a orar de manera más apremiante y a leer más su Palabra para encontrar en ella Su pensamiento. En la mayoría de los casos, se servirá de ella para mostrarnos el camino: ella se impondrá a nuestros corazones y nos dará el conocimiento de su voluntad. Permanezcamos pues tranquilos en la apacible confianza de que el Señor nos guiará. Lo que conviene al creyente, es una fe de niño.
Estemos seguros de que podemos contar plenamente con el Señor para ser guiados en el buen camino. Esto está muy lejos de la confianza en sí mismo, y muy lejos también de la impaciencia que actúa en un momento de pánico. En la ejecución de sus planes, Dios obra todas las cosas con determinación y también con calma. La confianza en él nos dará también sosiego y tranquilidad.
Deseemos conocer la voluntad de Dios. Más aún, ¡deseemos hacerla! Experimentaremos que es buena, agradable y perfecta

viernes, 20 de julio de 2012


CONTRA LA PEREZA: DILIGENCIA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda





 “Vé a la hormiga, oh perezoso, mira sus caminos, y sé sabio” (Proverbios 6:6)
¡Nadie admite fácilmente que le falta energía o que es perezoso! Sin embargo, Dios conoce mejor que nosotros mismos nuestras predisposiciones y tendencias. Su Palabra, y especialmente el libro de los Proverbios, contienen varias exhortaciones dirigidas al perezoso. ¡Tal vez suenen con fuerza a algunos de nosotros!
¿No nos sucede que a veces nos dejamos tentar por el abandono? Cierto, la pereza no siempre se manifiesta claramente. Puede llevar varias máscaras; pero la Palabra de Dios las revela.
•          Demora o remisión: Se deja para más tarde las obligaciones sin interés o fastidiosas; pero es simplemente una forma de pereza. Para eso, las buenas excusas no faltan: “El perezoso no ara a causa del invierno” (Proverbios 20:4); prefiere remitir ese trabajo para una estación más apropiada.
•          Excusas: Cuando se trata de deberes difíciles o desagradables, encontramos excusas. “Dice el perezoso: El león está en el camino; el león está en las calles” (Proverbios 26:13).
•          Lista  falsa de prioridades; Primero emprendemos las cosas fáciles y agradables, y luego las más difíciles; como el hombre que sigue a los ociosos en lugar de labrar su tierra (Proverbios 28:19).
•          Falta el tiempo: Nunca tenemos tiempo para lo que no queremos hacer, aunque malgastamos mucho para las cosas inútiles. “También el que es negligente en su trabajo es hermano del hombre disipador” (Proverbios 18:9).
•          Sin don: «¡No puedo cumplir esta tarea, no estoy capacitado para ella!» Presentando esta excusa, muchos se preguntan cuáles son los dones que el Señor les confió, en lugar de hacer simplemente lo que él les pone en el camino.
Recordemos las palabras del apóstol Pedro, al principio de su segunda epístola. Nos instiga a la diligencia en nuestra vida cristiana.
“Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo... Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás” (2 Pedro 1:5-10).
En Lucas 19:12-27, la parábola de las minas muestra que el celo que tenemos por el Señor, y para cumplir las tareas que nos confía, será recompensado en su tiempo. ¿No tenemos todos el deseo de oír que nos diga: “Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades”? Entonces, tomemos a pecho su orden: “Negociad entre tanto que vengo” (v. 17, 13).

sábado, 14 de julio de 2012

Hombres sin fe




HOMBRES SIN FE
P.Angel Yvan Rodriguez Pineda





         ¡Qué triste es ver a muchos hombres sin fe que, al no creer en el amor de Dios, van buscando seguridad en adivinos para que les lean el futuro o les hagan su carta astral para poder así controlar el futuro y poder defenderse de las fuerzas del mal! Sin embargo, no creen en el poder de Dios ni el poder de la oración y sus vidas van cada día más a la deriva, como barcos sin rumbo en medio de las tormentas y dificultades de la vida.

Es lamentable ver cómo proliferan en las grandes ciudades modernas, especialmente del primer mundo, los adivinos, los brujos y toda clase de sectas filosóficas, orientales o de cualquier otro tipo, que tratan de vender la idea de la felicidad a tantos millones de hombres, que están vacíos por dentro. Al no tener fe, quizás tienen una vaga idea de Dios, caminan a oscuras y, cuando tienen problemas, tratan de solucionarlos con amuletos o leyendo los horóscopos.



Incluso, cuando tienen enfermedades, van buscando igualmente mediums o curanderos, que los convencen de sus bondades y, de esta manera, los convierten en clientes fijos. Pero su corazón, alejado de Dios, no puede disfrutar de la auténtica felicidad, que sólo Dios puede dar. Muchos de nuestros contemporáneos ya no creen en milagros ni quieren oír hablar de la providencia de Dios. Para ellos creer en la providencia sería creer que Dios, un ser tan importante, se rebajara para estar pendiente de nuestros pequeños asuntos de cada día, pues creen que tiene cosas más importantes en qué pensar. Ellos no pueden entender que un Dios tan omnipotente e infinito pueda tener tiempo para cuidar de los pajaritos y de las flores del campo. Ellos creen que es suficiente con que este Dios, tan grande y majestuoso, se preocupe del cuidado de los astros y del ir y venir de los planetas y de las estrellas.



Para ellos todo lo que sucede en nuestro mundo se debe a las causas segundas, como dicen los filósofos, es decir, simplemente, a la relación de causa-efecto de las fuerzas naturales. No pueden creer que este Dios pueda ser tan humano y cariñoso como para cuidar de los mínimos detalles de sus hijos. Ellos no pueden entender ni podrán entender nunca a un Dios humano como Jesús, que amaba a los niños y curaba a los enfermos. Nunca podrán entender que Dios se rebaje hasta el punto de cuidar nuestra vida y guiarnos, personalmente, hacia el bien y la felicidad.



Por eso, nosotros debemos hacer un acto de fe en el amor de Dios y en su providencia. Dios no sólo cuida de los pajaritos, sino también de los más pequeños de los seres humanos. Como dice Jesús: Mirad de no despreciar a ninguno de estos pequeñitos, porque, en verdad, os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo el rostro de mi Padre celestial... La voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, es que no se pierda ninguno de estos pequeñitos (Mt 18, 10-14). No temas, rebañito mío, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino (Lc 12,32). Hasta los cabellos de vuestra cabeza los tiene contados (Lc 12,7). Sí, existe la providencia de Dios, porque Dios nos ama.





LA PROVIDENCIA DE DIOS



         La providencia de Dios es el cuidado y solicitud que Dios tiene sobre todas sus criaturas, procurándoles todo lo que necesitan. El Catecismo de la Iglesia Católica dice que la solicitud de la divina providencia… tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los más grandes acontecimientos del mundo y de la historia (Cat 303). Pero Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio. (Cat 306). Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces, llegan a ser plenamente colaboradores de Dios y de su Reino (Cat 307). Especialmente, la oración cristiana es cooperación con su providencia y su designio de amor hacia los hombres (Cat 2738).



La providencia de Dios es el amor de Dios en acción. Por eso, lo que ocurre en nuestra vida no es fatalismo determinado por el curso de los astros o de las estrellas como dice la astrología. La vida del hombre no depende de un destino ciego o de la casualidad. No estamos abandonados a nuestra suerte por un creador que se ha olvidado de nosotros; sino todo lo contrario, nos guía con amor en cada uno de nuestros pasos, como un Padre, que vigila los pasos vacilantes de su hijo pequeño.



         Felizmente para nosotros, el amor y la misericordia de Dios es más grande que nuestros errores y pecados, y siempre nos da la oportunidad de rectificar el camino. Pero debemos entender que Dios no es un dictador despiadado, que nos obliga a seguir su camino a buenas o a malas. Dios quiere el amor de sus criaturas y el amor sólo es válido, cuando se ama en libertad. Ciertamente, Dios es omnipotente, pero su omnipotencia no es para destruir y matar, sino para construir, amar y hacer felices a los hombres. Su omnipotencia es omnipotencia de amor y sólo puede hacer lo que le inspire su amor hacia los hombres.



Hablar, pues, de la providencia de Dios significa hablar del amor de Dios. Creer en su amor significa creer que tiene el control de todos los detalles que nos suceden y de todo lo que pasa en el universo entero. Sí, Dios rige los astros del firmamento, guía el curso de los planetas y controla la rotación de la tierra. Vela sobre la hormiga que trabaja en su granero, cuida a los insectos que pululan por el aire y sobre cada gota de agua del océano. Ninguna hoja de árbol se agita sin su permiso, ni una brizna de hierba muere sin Él saberlo, ni los granos de arena movidos por el viento. Vela con solicitud sobre las aves y los lirios del campo. En una palabra, creer en su amor providente significa creer que Él cuida de los pasos de cada estrella, de cada ser humano, de cada átomo…, porque su amor omnipotente  mueve y da vida a todo lo que existe.



         Por eso mismo, hablar de providencia es hablar de seguridad y de tranquilidad existencial, sabiendo que alguien todopoderoso vela sobre nosotros. Y que, por tanto, ningún enemigo, por poderoso que sea, y ninguna fuerza maligna puede hacernos daño, porque nuestro Padre Dios está siempre vigilante. Y, si permite que nos sucedan cosas negativas y que nos toque alguna fuerza del mal, lo hace por nuestro bien.



Santa Teresita del Niño Jesús habla de la providencia de Dios con relación a las distintas vocaciones y dice: Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía preferencias, por qué no todas las almas recibían las gracias con igual medida... Me preguntaba por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en gran número sin haber oído siquiera pronunciar el nombre de Dios... Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza y comprendí que todas las flores creadas por él son bellas, que el brillo de la rosa y la blancura de la azucena no le quitan a la diminuta violeta su aroma ni a la margarita su encantadora sencillez... Comprendí que, si todas las flores pequeñas quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral, los campos ya no estarían esmaltados de florecillas... Lo mismo acontece en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Él ha querido crear santos grandes, que pueden compararse a las azucenas y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas a recrearle los ojos a Dios, cuando mira al suelo. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos. (1)


La providencia de Dios se ocupa de cada flor del campo y de cada alma en particular, como si no hubiera nadie más en el universo. Todo su amor es para cada uno y vela por cada uno en particular. Podríamos decir que la providencia de Dios dirige a todos y cada uno hacia el amor. Somos flores de jardín de Dios, luces de su divino resplandor, hijos de su gran familia, herederos de su reino, y nos ama a cada uno con todo su infinito amor.



Historia de un alma, MA fol 2 y 3.