jueves, 22 de noviembre de 2012








CRISTO REY:

UN REINADO QUE SE ALCANZA POR LA BONDAD REDENTORA

Pbro: Ángel Yván Rodríguez Pineda






“Nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido”. ( Col. 1,13 ). San Pablo nos descubre con extraordinaria claridad teológica la Persona del Rey mesiánico, la naturaleza de su reino. Un reino mesiánico rico y noble. Un reino de libertad, de gracia. Un Reino al cual nos traslada Dios desde nuestro bautismo. Un Reino que consiste en “ser  en Cristo”. Un Reino que se alcanza por la bondad paternal, redentora de Dios hacia los hombres. Un Reino que se alcanza por la Redención.
            Antes en la época del pecado, estábamos en las tinieblas. Ahí estábamos sujetos, encadenados al pecado. Sujetos a la muerte, estábamos bajo el poderío del mal. Y es el acto liberador de Dios quien rompe con esta esclavitud. Por su Amor, Dios, nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido. El ha roto nuestras cadenas. Nos ha arrancado del imperio del mal y nos ha introducido en el mundo nuevo de su Hijo bienaventurado. Un mundo de amor, alegría, de gracia y luz, de vida.
            Cristo es la cabeza del Cuerpo: de la Iglesia, San Pablo nos presenta el primado señorial de Cristo. En un himno de gran hondura teológica. Cristo es el Rey de la creación. Cristo,  también, el Rey de la nueva creación. Es el primogénito, no en el orden temporal. Lo es en el orden de la causalidad, lo es en el orden sobrenatural. Cristo es modelo de la nueva creación. Prototipo. Cristo es la cabeza de la Iglesia. Si Cristo es el centro del misterio de la creación, es también el centro del misterio de la Iglesia. El cuerpo es la Iglesia, Cristo es su cabeza. Entre la cabeza y el cuerpo,  debe darse una necesaria unión. Es una relación indisoluble, De Cristo, “todo todo el cuerpo recibe unidad, cohesión” (Ef, 4,16). Cristo sustenta al cuerpo con los sacramentos, especialmente con el bautismo, la eucaristía. Jesucristo, cabeza de la Iglesia, fue resucitado por Dios de entre los muertos. También ha de llegar el día en  que los miembros de su cuerpo, los creyentes, serán resucitados de entre los muertos. Pero en verdad ya han sido “resucitados” en su bautismo porque han recibido en el mismo bautismo la vida divina de Cristo resucitado.
            En Él reside la plenitud: Cristo es primogénito. Cristo es cabeza. Cristo es plenitud. He aquí una profesión de fe. Apasionada, existencial. Lo esencial de la fe consiste en creer en la primacía de Cristo. No hay nadie que le aventaje en poder, en gloria.  Él está al frente, en el origen de la creación, de la humanidad regenerada. Cristo lo hace todo. Él es el jefe de los fieles que quieren seguirlo participando en la vida de la Iglesia. El señorío de Cristo no es alienante para la creación ni para la humanidad. Cristo ha reconciliado el cuerpo y el alma, la materia, el espíritu, la tierra y el cielo. Esta primacía de Cristo a la que le ha exaltado Dios está, pues, por encima de todas la cosas. En Él, reside la plenitud  de la fuerza de la salvación, de felicidad, de vida de Gracia. La Eucaristía, lugar de la presencia real de Cristo, cuando se celebra, realiza así ya la victoria del espíritu sobre la debilidad del pecado.
Hoy estarás conmigo  en el paraíso: La gran promesa de Jesús, a un hombre que va a morir. La promesa de la vida. La promesa de la felicidad. La promesa del premio consecuencia de la fe y la adhesión. En la cruz, para este ladrón, Jesús le anunciará la Buena Noticia, la Salvación eterna.: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. La esperanza de aquel hombre que murió junto a Jesús, es la esperanza de todas las generaciones hasta el final de los siglos. Junto a la muerte está la entrada a la gloria. Todo cristiano aspira estar con Él. Todos aspiramos a que Jesús nos abra de par en par, las puertas de su Reino. La oración de aquel hombre tiene hoy sentido en nuestros labios, porque reconocemos a Jesús por nuestro Rey.

lunes, 5 de noviembre de 2012






P.Yván Rodríguez Pineda
 
 
 

La modestia, igual que la mansedumbre, es una virtud muy" humilde, una virtud que el mundo desprecia, pero que es muy queri­da por el Corazón de Jesús. Sin ella, el alma sigue siendo imperfecta, por muy grandes que sean las cosas que haya podido empren­der por la gloria de Dios.

La modestia que nos propone san Pablo, la modestia tal y como se encuentra realiza­da en el alma cristiana totalmente entrega­da a la acción de los dones del Espíritu San­to, y de manera particular a los dones de Ciencia y de Consejo, es una disposición so­brenatural del alma que la inclina a tener en todo la justa medida, y así la defiende de caer en los excesos contrarios.

Somos muy dados a los excesos. Esto es consecuencia, o mejor, es manifestación de ese desequilibrio interior que el pecado ori­ginal produjo en nosotros.

¿Qué vemos en el mundo?... Violentos y débiles, avaros y pródigos, taciturnos y ha­bladores, tímidos y presuntuosos, personas deprimidas por la tristeza y otras exuberan­tes hasta el exceso, agitados e indolentes, apasionados y apáticos, gentes que nos atropellan  con su precipitación y otros que nos exasperan con su lentitud, lujuria desenfrenada y un puritanismo equivocado.

Así, vamos de un exceso al otro, y el que quiere corregirse de un defecto cae con fre­cuencia en el defecto opuesto; así de difícil es estar en el justo medio, que constituye a la virtud en su perfecto desarrollo.

Precisamente el papel de la modestia de la que aquí hablamos es enseñarnos a estar en el justo medio, en la justa medida de to­do, como lo haría nuestro Señor mismo o la Santísima Virgen María, si estuvieran en nuestro lugar. Por eso es como la virtud de las demás virtudes, es su perfección, es lo que las hace perfectas en su orden. Y por eso mismo no se encuentra plenamente de­sarrollada más que en las almas perfectas.

Veamos cómo debe ejercer su influjo en todos los ámbitos de nuestra actividad inte­rior y externa.

La modestia, fruto en nosotros de los do­nes del Espíritu Santo, nos inclinará muy en primer lugar a apreciar como conviene, es decir, sin minimizarlos y sin exagerarlos, los talentos, naturales y sobrenaturales, que Dios ha tenido a bien confiarnos en interés de su gloria y para el bien de la Iglesia; y a usar de ellos solamente con esa doble finalidad y en la medida en que la Providencia divina quiera servirse de noso­tros. El Todopoderoso no tiene necesidad de nuestra colaboración y, cualquiera que sea la obra a la que se digne asociarnos y el pa­pel que desee que cumplamos en el mundo, debemos recordar que solamente «somos servidores inútiles» (Lc.17,10)

La modestia moderará también nuestro deseo de conocer, de curiosidad. En efecto, hay una curiosidad buena, pero también hay una curiosidad inútil y una curiosidad indis­creta, peligrosa y hasta con frecuencia fatal para la vida del alma y nuestro desarrollo social.

Hemos de saber prohibirnos toda ociosidad inútil. Reza el dicho popular que el ocio, es la madre de todos los vicios y desenfrenos. No saber considerar  importante la justa medida de nuestras acciones, es manifestación de nuestro desorden interior.

Seamos modestos también en nuestros juicios. Desconfiemos de esa manía de juz­garlo todo, de criticarlo todo, que es causa de tantos disgustos en la vida de relación con los demás. Debemos guardarnos de eri­girirnos en jueces de nuestros hermanos. «No juzguéis y no seréis juzgados», nos dice Jesús. No juzguemos a nadie, ni para bien ni para mal, a menos que tengamos que hacerlo por obligación de nuestro cargo; y aun en ese caso debemos hacerlo con temor y tem­blor, desconfiando de nuestra manera de ver, que puede no ser la de Dios.

Y para no juzgar indebidamente, no con­sintamos que nuestro espíritu se ponga a ra­zonar sin consideración sobre la conducta de nuestro prójimo. Mucho más sencillo y mucho más so­brenatural es no ver en todos los que nos ro­dean sino instrumentos de la misericordia divina para con nosotros. Entonces, aunque esos instrumentos fueran deficientes ante Dios, seguirían siendo instrumentos de sus designios de misericordia.

Esta es la humildad de espíritu, la verda­dera y profunda humildad que hace que la obediencia sea tan fácil, incluso ante los no creyentes; cuánto más, pues, ante quienes, a pe­sar de sus imperfecciones, en nada ponen tanta solicitud cordial como en que el Reino de Dios venga a nuestras y se encarne en nuestras vidas.

Como consecuencia de la tendencia a la soberbia, que es efecto en nosotros del peca­do original, todos sentimos la tentación, co­mo les pasó a los Apóstoles antes de la Pa­sión del Salvador, de procurarnos los pri­meros sitios y lo que brilla más a los ojos de los hombres. En esto también el papel de la modestia es moderar en nosotros este deseo de grandezas según el mundo, o más bien hacer que las despreciemos como hizo Cris­to, nuestro modelo, para estar apegados sólo a lo que es del agrado del Padre.

¡Qué importa estar aquí o allí, cumplir tal función o tal otra! Ni siquiera ambicio­nemos un mejor puesto en el cielo. Que nues­tro único deseo sea hacer en todo instante la voluntad de Dios y glorificarlo, ahora y en la eternidad, de la manera que a Él le parezca bien.

 Lo que debemos querer es lo que Dios quiere, como El lo quiere y porque El lo quiere.

La modestia, fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas, nos inclinará también a confor­mar en todo los afectos de nuestro corazón con los afectos del Corazón de Jesús, y a mo­derar con este fin nuestra sensibilidad y nuestra imaginación.

Las fuerzas de un corazón ávido de amar se desperdician enormemente en afectos desordenados y en amistades frívolas, cuando podría amar grande y santamente con ese amor puro y desinteresado que abrasa al Corazón de Jesús .De esta manera regula la modestia todos los movimientos de nuestra alma.

Pero su acción no queda en eso. Se ex­tiende a toda actividad exterior, a los ojos, a la lengua, a los oídos, a la manera de andar y a los gestos, a la forma de tratar a las perso­nas y a las cosas, al alimento y al descanso, al vestido y al arreglo personal, al juego y a las diversiones; modera toda esa actividad exterior y previene al alma que la posee de todo exceso en uno y otro sentido, de manera que ésta se comporta en todas circunstan­cias no sólo como exige la recta razón, sino como no lo exige radicalmente el Evangelio.

Es evidente que tal perfección, que admi­ramos en los santos, supera las fuerzas de la naturaleza humana abandonada a sí misma y requiere una asistencia continua del Espí­ritu Santo. Por eso, el único modo de conse­guirla es abandonarnos a la acción del Espíri­tu divino; y para eso hacerse cada vez más pequeño. Reconociendo humildemente la propia pequeñez y miseria es como se com­bate a la soberbia y nos disponemos a la ac­ción del Espíritu Santo.