lunes, 18 de marzo de 2024

 

SAN  JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA


 

No hay momento más importante en toda la historia que el de la Encarnación. En Él, encontramos a Cristo como centro, como unión de Dios con todos los hombres. Encontramos también a María como templo purísimo, como Virgen y Madre. Después de ellos, encontramos a san José como depositario de las promesas hechas a los padres del Antiguo Testamento y como protector de los mayores tesoros: Jesús y María. De esta cercanía con el misterio más grande vivido en el tiempo, deriva la importancia del que hizo las veces de padre de Jesús y su proclamación como patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre de 1870.

 Celebramos hoy la Fiesta de San José, esposo de la Virgen María. Y nos acercamos a su persona con veneración, con respeto, casi sin ruido, dispuestos a escuchar el callado rumor de un alma sencilla y que seduce. No es la suya una vida clamorosa. Si nos limitásemos a ver al Santo Patriarca únicamente tras los tenues acontecimientos de la historia, no sabríamos comprender el significado de su paso por la tierra; alguien que no pinta nada en la vida real de su pueblo y su familia. Hay vidas que aturden por el estruendo de sus hechos de un día. Son simple anécdota, emoción fugitiva. Otras en cambio parecen decir muy poco; pero si ahondamos, nos quedamos absortos ante el descubrimiento. Tal es la vida del humilde artesano de Nazaret. En ella, el hervor resuena dentro.

San José es un abismo de interioridad. Su vida respira cielo; vive en la cumbre de todas las elevaciones. No en vano tuvo a Jesús en sus brazos, lo meció cuando pequeño, se oyó llamar padre por la Sabiduría. Fu el hombre elegido, digno de absoluta confianza, en cuyas manos puso Dios su tesoro más preciado: la vida de su Hijo Jesucristo y la integridad de María, la Virgen. Es verdad que cuando se leen los Evangelios, José no aparece nunca en primer plano, pero su presencia silenciosa y eficaz llena la existencia de la Sagrada Familia. Por algo bebió durante una treintena de años en los ojos y en la sonrisa de su Hijo adoptivo el agua transparente que salta hasta la vida eterna.

Hoy, la Liturgia nos presenta a S. José para que nos fijemos en la obra que Dios hizo en Él y en su respuesta. De su figura, me gustaría subrayar tres cosas:

 

La responsabilidad:

 S. José es el hombre fuerte de la responsabilidad. ¿Qué puede requerir mayor respuesta que recibir el encargo de cuidar de Jesús y de María? ¿Y cómo se sentiría él pequeño ante la dimensión extraordinaria del resto de miembros de la Sagrada Familia? Pero el peso de la tarea no lo paralizó; al contrario, él supo ocupar su lugar de cabeza de familia: Organizó el viaje a Belén para empadronarse, puso el nombre a Jesús, huyó a Egipto y volvió de allí. Para Dios, el más importante no es el que manda, sino el que realiza bien su labor dentro de su plan de salvación. A S. José le tocó liderar a la Sagrada Familia, y lo hizo bien, con sencillez, eficacia, valentía y sin buscarse egoístamente. Los que son padres hoy tienen la gran responsabilidad de ser cabeza de familia en un ambiente adverso. Pidamos a san José, para que los padres  actúen con responsabilidad no buscando su  propio beneficio inmediato, sino lo que Dios quiere para vuestra familia, que es siempre lo mejor.

La fe:

 ¿Y dónde se sustentaba esa responsabilidad? En la fe. San José es el que recoge la promesa hecha a los patriarcas del Antiguo Testamento de que su descendencia reinaría para siempre. Cuando descubre la voluntad de Dios, se fía de Él y la pone por obra inmediatamente, sin titubear. Y eso que su tarea no fue nada fácil: piensa en las dificultades que se le presentaron. En todo momento, su mirada estaba puesta en lo alto, atento a lo que Dios quería. ¿Te imaginas cómo miraría san José a Jesús, con qué ternura, con qué amor, con qué complicidad, con qué agradecimiento? ¿Y cómo miraría Jesús a José? Intentemos imitar también esa mirada.

El día a día:

 De san José no conocemos milagros, ni grandes escritos, ni palabra alguna. Su santidad se fraguó en el silencio, en la sombra, en el día a día. Ese día a día del que nosotros a veces queremos huir, pensando: “Ojalá llegue el fin de semana”. Y como no nos llena, pensamos: “Ojalá lleguen las vacaciones”. Y luego: “Ojalá llegue la jubilación”… Y así nos podemos pasar la vida esperando algo que nunca llega. En cada uno de los días de tu vida, tienes a tu lado a Jesús y a María, igual que S. José. Búscalos, que el que los busca, los encuentra.

Santa Teresa fue la moldeadora del prodigio. Ella tomó a San José como abogado, cantó sus excelencias, comenzó bajo su protección sus FUNDACIONES y puso al cobijo de su nombre los primeros conventos.

Aún podemos agregar el ejemplo del Fundador de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, D. Manuel Domingo y Sol, colocando los Seminarios a la sombra de San José y la aparición de la revista de Estudios Josefinos.

Pidamos, finalmente, a S. José por nosotros, por nuestras familias, por los padres. Pidamos también por toda la Iglesia, que necesita mucho de nuestra oración: que san José la proteja del mal, y que todos sus miembros nos dejemos iluminar por Dios y cumplamos siempre su voluntad.


martes, 12 de marzo de 2024

 


¿Cómo vivir la Semana Santa?





Semana Santa es el momento litúrgico más importante del año. Revivimos los momentos decisivos de nuestra redención. La Iglesia nos guía desde el Domingo de Ramos a la Cruz y a la Resurrección sobre cómo vivir la Semana Santa.

Una vez finalizada la Cuaresma, en la Semana Santa conmemoramos la crucifixión, muerte y resurrección del Señor. Toda la historia de la salvación gira en torno a estos días santos. Son días para acompañar a Jesús con oración y penitencia. Todo encaminado a la Pascua donde Cristo con su resurrección nos confirma que ha vencido a la muerte y que su corazón anhela gozar del hombre por toda la eternidad. Repasamos en este artículo cómo vivir la Semana Santa.

Para vivir bien la Semana Santa tenemos que poner a Dios en el centro de nuestra vida, acompañándole en cada una de las celebraciones propias de este tiempo litúrgico que comienza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Pascua.

El Domingo de Ramos

Este umbral de la Semana Santa, tan próximo ya el momento en el que se consumó sobre el Calvario la Redención de la humanidad entera, me parece un tiempo particularmente apropiado para que tú y yo consideremos por qué caminos nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para que contemplemos ese amor suyo.

El Domingo de Ramos recordamos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén en la que todo el pueblo lo alaba como rey con cantos y palmas. Los ramos nos hacen recordar la alianza entre Dios y su pueblo, confirmada en Cristo.

En la liturgia de este día leemos estas palabras de profunda alegría: "los hijos de los hebreos, llevando ramos de olivo salieron al encuentro del Señor, clamando y diciendo: Gloria en las alturas".

 

TRIDUO PASCUAL

El jueves Santo

Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca.

El Triduo Pascual comienza con la Santa Misa de la Cena del Señor. El hilo conductor de toda la celebración es el Misterio pascual de Cristo. La cena en la que Jesús, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el testamento de su amor e instituyó la Eucaristía y el sacerdocio. Al terminar, Jesús se fue a orar al Huerto de los Olivos donde después fue prendido.

Por la mañana, los obispos se reúnen con los sacerdotes de sus diócesis y bendicen los santos óleos. El clero hace la renovación de sus promesas sacerdotales.El lavatorio de los pies tiene lugar durante la Misa de Cena del Señor.

El viernes Santo

Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus llagas. Necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas santísimas heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa sangre redentora, para fortalecernos.

El viernes Santo llegamos al momento culminante del Amor, un Amor que quiere abrazar a todos, sin excluir a nadie, con una entrega absoluta. Ese día acompañamos a Cristo recordando la Pasión: desde la agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos hasta la flagelación, la coronación de espinas y la muerte en la Cruz. Lo conmemoramos con un Vía Crucis solemne y con la ceremonia de la Adoración de la Cruz.

La liturgia nos enseña cómo vivir la Semana Santa el Viernes Santo. Comienza con la postración de los sacerdotes, en lugar del acostumbrado beso inicial. Es un gesto de especial veneración al altar, que se halla desnudo, exento de todo, evocando al Crucificado en la hora de la Pasión. Rompe el silencio una tierna oración en la que el sacerdote apela a la misericordia de Dios.

El Sábado Santo y la Vigilia Pascual

Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.

¿Cómo vivir la Semana Santa el Sábado Santo? Es un día de silencio en la Iglesia: Cristo yace en el sepulcro y la Iglesia medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros el Señor. Sin embargo, no es una jornada triste. El Señor ha vencido al demonio y al pecado, y dentro de pocas horas vencerá también a la muerte con su gloriosa Resurrección. “Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver” Jn 16, 16. Así decía el Señor a los Apóstoles en la víspera de su Pasión. Este día, el amor no duda, como María, guarda silencio y espera. El amor espera confiado en la palabra del Señor hasta que Cristo resucite resplandeciente el día de Pascua.

La celebración de la Vigilia Pascual en la noche del Sábado Santo es la más importante de todas las celebraciones de la Semana Santa, porque conmemora la Resurrección de Jesucristo. El paso de las tinieblas a la luz se expresa con diferentes elementos: el fuego, el cirio, el agua, el incienso, la música y las campanas.

La luz del cirio es signo de Cristo, luz del mundo, que irradia y lo inunda todo. El fuego es el Espíritu Santo, encendido por Cristo en los corazones de los fieles. El agua significa el paso hacia la vida nueva en Cristo, fuente de vida. El aleluya pascual es el himno de la peregrinación hacia la Jerusalén del cielo. El pan y del vino de la Eucaristía son prenda del banquete celestial.

Mientras participamos en la Vigilia pascual reconocemos que el tiempo es un tiempo nuevo, abierto al hoy definitivo de Cristo glorioso. Este es el día nuevo que ha inaugurado el Señor, el día “que no conoce ocaso” (Misal Romano, Vigilia Pascual, Pregón Pascual).

Domingo de Resurrección

El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos.

Este es el día más importante y más alegre para los católicos, Jesús ha vencido a la muerte y nos ha dado la Vida. Cristo nos da la oportunidad de salvarnos, de entrar al Cielo y vivir en compañía de Dios.

¿Cómo vivir la Semana Santa?

Pidamos a Dios que esta semana que está a punto de comenzar nos llene de esperanzas renovadas y fe inquebrantable. Que nos transforme en mensajeros de Dios para proclamar un año más que Cristo, el Divino Redentor, se entrega por su pueblo en una cruz por amor.

 

Cómo vivir la Semana Santa según el papa Francisco

«Vivir la Semana Santa es entrar cada vez más en la lógica de Dios, en la lógica de la Cruz, que no es en primer lugar la del dolor y la muerte, sino la del amor y la de la entrega de sí mismo que da vida. Es entrar en la lógica del Evangelio».

 

Papa Francisco, 27 de marzo de 2013.


viernes, 1 de marzo de 2024

 

¿Qué significa rezar: “padre nuestro”?



 

– Descubrimos “en germen” las grandes realidades del Cristianismo: La Paternidad de Dios, Jesucristo, el Espíritu Santo, el reino, la gracia, nuestra filiación divina, la fraternidad, el perdón…

 – Experimentamos de alguna manera la presencia del Padre que nos ama, y nos estremecernos al saber que es el mismo Padre que está en los cielos, el Dios trascendente y soberano, el que nos ha incorporado por puro amor y gracia a su familia…

– Sentimos en el alma la presencia de Jesús, el Hijo de Dios, gracias al cual somos hijos de Dios en Él, con Él y por medio de Él.

– Percibimos de algún modo la acción del Espíritu Santo, que “nos hace exclamar: ¡abba, Padre!” (Rm 8,15) y nos guía hacia la Casa del Padre.

 – Nos sentimos vinculados a la familia de los hijos de Dios, compartiendo y haciendo nuestras las alegrías y las penas, las esperanzas y sufrimientos de todos para aliviarlos y liberarlos de todo lo que los hace sufrir.

 – Descubrimos la dignidad de ser hijos del Padre, la responsabilidad de vivir nuestra filiación divina y la misión de construir la fraternidad en el mundo. –

 Nos sentimos vacilantes como un niño, al pronunciar “abba” y, al mismo tiempo, seguros porque este abba nos quiere, nos ha tomado de la mano y podemos apoyarnos en Él.

 – Sentimos la certeza ante la duda, la fe ante la incertidumbre, la alegría consoladora de la Resurrección ante la amenaza sombría de la muerte.

 – Pedimos perdón de nuestros pecados al Padre que nos ama y nos perdona, y nos comprometemos a perdonar y construir un mundo reconciliado, fraterno, agradable y humano, en el que desaparezcan para siempre las guerras, la violencia…

¡Que no la recemos por mera costumbre! ¡Qué oremos siempre con confianza y gozo!


martes, 30 de enero de 2024

 


QUE LA LUZ DE CRISTO ILUMINE NUESTROS CORAZONES.

 


En esta liturgia todo habla de la luz. Es paradójico. Para nosotros los creyentes, la luz tiene un valor profundo. Todo comienza con la palabra de Jesús cuando dijo: “Yo soy la luz del mundo”. Para comprender, entonces, lo que estamos celebrando y su significado para nuestras vidas, debemos volver a la Palabra de Dios que ilumina nuestro camino y lo sostiene en su búsqueda de la verdad.

 

Desde la primera página de la Biblia, en el libro del Génesis, hasta el último libro, el Apocalipsis, nos vemos colocados ante la luz. El primer acto del Creador es separar la luz de las tinieblas: “La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: «Exista la luz». Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla” (Gén 1,2-4). Al final de la historia y del mundo, cuando existirá la nueva creación, el Apocalipsis nos dice: “La ciudad no necesitará del sol ni de la luna que alumbre, pues la gloria del Señor la iluminará, y su lámpara será el Cordero. Y las naciones caminarán a su luz” (Ap 21,23-24).

 

De la luz física, se pasará a la luz que no conoce el ocaso: la de Dios mismo que es luz. Entre el principio y el fin del mundo, se encuentra nuestra vida, tensada entre la oscuridad del pecado y la luz del amor. No hay alternativa: nuestra vida es una elección continua entre vivir en la luz y huir de las tinieblas. Consideremos porqué en nuestro lenguaje común cuando una persona nace se dice: “¡Ha dado a luz!”. Instintivamente relacionamos la luz con la vida y las tinieblas con la muerte. Por lo demás, no es casualidad que los médicos aseguren que una de las cosas que sufren los niños cuando son pequeños es el miedo a la oscuridad. La oscuridad anula el sentido de la orientación. En medio de la oscuridad no sabemos dónde nos encontramos, tenemos que ir a tientas para tomar valor y salir lo más rápido posible hacia la luz. La experiencia de la oscuridad permite tipificar el valor de la luz. A la luz, en efecto, todo se aclara; todo toma forma; percibimos los colores y reconocemos la dirección a seguir… en definitiva, sabemos lo que significa vivir en la luz y en las tinieblas.

En la lectura del Evangelio hemos escuchado las palabras del viejo Simeón que se refiere a Jesús, presentado en el templo, como “luz para alumbrar a las naciones”. Es la misma expresión utilizada por el evangelista Juan al principio de su Evangelio, y que escuchamos el día de Navidad: «La luz verdadera vino al mundo, la que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). En Jesús, hijo de Dios, la luz es la vida. En él descubrimos que ya no hay ninguna diferencia: luz y vida se identifican. El que quiera la vida y desee vivir en la luz, debe entonces creer en el Hijo de Dios.

 

Jesús hablaba a menudo de la luz. Pero vuelven a la mente por su especial significado las palabras con las que asegura: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Nos encontramos ante una enseñanza profunda por la cual Jesús no sólo revela quién es, sino que al mismo tiempo nos muestra el camino que estamos llamados a seguir. Para entender bien estas palabras del Señor, necesitamos conocer el contexto en el que fueron pronunciadas, porque de esta manera entenderemos mejor su significado. Jesús se encuentra en Jerusalén para la fiesta de los tabernáculos. En esa ocasión, se colocaban cuatro candelabros de oro sobre las murallas del templo, que podían contener sesenta y cinco litros de aceite cada uno. La luz que emanaban iluminaba toda Jerusalén: no había lugar en la ciudad que no quedara iluminado. Jesús se remite a este hecho, pero lo amplía: él es la luz del mundo entero, no sólo de Jerusalén. En la vida de Jesús, todo habla de la luz.

 

Pensemos en el milagro del ciego de nacimiento, que le permite a Jesús afirmar una vez más que él es la luz. De nuevo es el evangelista Juan quien narra que Jesús, justo a la salida del templo, se encuentra con un hombre ciego de nacimiento. Sus palabras son muy significativas: “Mientras es de día tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado; cuando llega la noche, nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo” (Jn 9, 1-4). Mientras en el mundo esté, el mundo podrá ver la luz y tendrá la vida. Por cierto, no en vano toda la narración de este milagro pone en primer plano el contraste entre creer y no creer. El evangelista quiere enseñarnos que quien no cree, está ciego; no ve. No sabe adónde ir y no puede tener una vida autónoma, así que no es libre. No sólo eso. En la narración también se nos habla de muchos otros que presencian el milagro, pero que no quieren creer. También son ciegos y no pueden explicar lo que ha sucedido. La conclusión de la historia del milagro es hermosa porque nos permite comprender su significado profundo. Jesús encuentra el ciego sanado y le pregunta: “«¿Tú crees en el Hijo del hombre?» Él respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» Jesús le dijo: «Le has visto. Es el que está hablando contigo». A lo que él contestó: «Creo, Señor.» Y se postró ante él. Entonces dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos»” (Jn 9,35-39). Estas últimas palabras son verdaderamente dramáticas y nos hacen pensar a nuestro tiempo.

 

Debemos preguntarnos: ¿Jesús sigue siendo la luz de este mundo? ¿O es la cultura que respiramos, y que a menudo nos engaña a nosotros y a muchas de las personas con las que nos encontramos, la que está decidida a excluir a Dios de la propia vida? A menudo vemos a más y más personas que ya no sienten la ausencia de Dios como una carencia y privación para sus vidas. Se tiene la ilusión de ser libres e independientes porque hemos abandonado a Dios y a la fe; y no nos damos cuenta de que estamos cayendo cada vez más en nuevas formas de esclavitud y violencia, donde el más fuerte o el más astuto piensa que tiene el derecho de imponer su visión de la vida sin mayor respeto por los demás. Nos vemos casi que obligados a guardar silencio; forzados a observar impotentes la violencia cotidiana hecha de prepotencia, sólo porque se ha abandonado la fe. ¡En qué gran ilusión vive el hombre de hoy que no quiere creer! Cree que no necesita a Dios, y en cambio se ha perdido a sí mismo. Donde no hay Dios, no es cierto que el hombre subsista. Cuando Dios desaparece, entonces el hombre también se vuelve huérfano y deja de saber quién es realmente.

 

            No podemos olvidar, de hecho, que los cristianos, desde el día de nuestro bautismo, nos hemos convertido en hijos de la luz. La fiesta de la Presentación del niño Jesús en el templo recuerda de muchas maneras la fiesta de nuestro bautismo. Cuando el Papa Sergio I en el siglo VII instituyó la fiesta que hoy celebramos, introduciendo la procesión con velas, pensaba justamente en hacer recordar a los cristianos su bautismo. El día del bautismo, en efecto, se entrega una pequeña vela a los padres para que la enciendan del cirio pascual, que es un signo de Cristo resucitado. El sacerdote dice las palabras: “Recibid la luz de Cristo. A vosotros, padres y padrinos, se os confía acrecentar esta luz. Que vuestros hijos, iluminados por Cristo, caminen siempre como hijos de la luz. Y perseverando en la fe, puedan salir con todos los santos al encuentro del Señor.” ¡Qué hermoso sería si esa vela se conservara siempre en nuestra casa, para acompañarnos y recordarnos cada vez que la miramos, que somos hijos de la luz!

 

Ser hijos de la luz, sin embargo, no es una jactancia ni una presunción, es una tarea y una responsabilidad que se nos confía. En efecto, estamos llamados a ser testigos de la luz que viene de la fe y que ha dado sentido a nuestra vida. No podemos escapar de esta misión que el mismo Jesús ha confiado a sus discípulos y, personalmente, a cada uno de nosotros. La luz que estamos llamados a hacer brillar es la esperanza que debemos ofrecer al mundo de hoy. No podemos esconder nuestra fe dentro de nuestras iglesias o vivirla sólo dentro de nuestras comunidades. Quien ha encontrado Cristo debe comunicarlo. Si realmente hemos encontrado al Señor Jesús, que ha cambiado nuestras vidas, entonces lo único que podemos hacer es compartir esta gran alegría con todos. Aquí comienza la nueva evangelización. Así descubrimos que somos verdaderamente hijos de la luz.

 

Mantengamos la mirada fija en la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Candelaria. Que su luz brille siempre sobre nosotros y nos sintamos confiados, sereno y protegidos por su amparo maternal. Que todos acrecentando la luz de Cristo, iluminemos a nuestros hermanos.

 Mantengamos siempre alzadas nuestras lámparas, asegurémonos de que la luz pueda resplandecer y juntos, al calor que emana de la llama, reavivemos los corazones de las personas que encontramos con un testimonio de fe y amor que haga brotar la esperanza.

Que viva la Luz de Cristo… ¡ Que viva!...

Que viva nuestra Señora de la Candelaria…¡ Que viva!...


viernes, 3 de noviembre de 2023

 






El recuerdo de un ser querido nos alegra el corazón…

Recordar en nuestra oración a nuestros difuntos ofrece paz en el corazón

 

Hoy la Santa Madre Iglesia de todo el mundo conmemora los fieles difuntos. Las Misas que celebramos hoy son oraciones para pedirle perdón a Dios en nombre de todos nuestros hermanos y hermanas difuntos. Esto es especialmente para aquellos que todavía están en el Purgatorio y necesitan la misericordia de Dios.

Debemos pausar un momento para preguntarnos, ¿por qué orar por los muertos, cuando la carta a los hebreos dice que: “Después de la muerte viene el juicio” (Heb 9:27). Cuando hay un refrán que dice: “No hay arrepentimiento en la tumba.” ¿Esto no significa que estamos perdiendo tiempo aquí? ¡No, no lo estamos perdiendo tiempo!

Como católicos, creemos en la comunión de los Santos. Esta comunión o compañerismo incluye a los Santos de la iglesia triunfante, la Iglesia militante y la Iglesia sufriente. Por lo tanto, estamos en una comunidad en la que podemos ayudarnos mutuamente a través de nuestras oraciones. La iglesia que sufre en el Purgatorio necesita purificación para finalmente alcanzar su destino eterno.

El libro de  2do.Macabeos atestigua que Judas Macabeo, jefe de Israel, hizo una colección. “Así que, ofrecieron un sacrificio de expiación por los pecados de los que habían muerto en batalla. Orar por los muertos para que sean liberados de sus pecados, es una acción santa y adecuada “(Mac 12:46).

Según la enseñanza católica, orar por los vivos y los muertos (especialmente, las almas en el Purgatorio) es la séptima obra espiritual de la misericordia. Sin embargo, mientras que la doctrina del Purgatorio está bien fundamentada y plausible, debemos esforzarnos arduamente por la santidad y la perfección para entrar directamente al cielo al final de nuestra vida terrenal.

¿Nuestra vida termina en la muerte? El libro de la sabiduría responde a esta pregunta: “Las almas de los justos están en las manos de Dios, y ningún tormento les alcanzará. Las personas tontas, que no tienen fe, pensaron que todos se acabó para ellos. Pero los justos están en paz.” Mientras estaban vivos, eran víctimas de los pecados, el egoísmo y la injusticia. Ahora están en manos de Dios. En las manos de un padre que es amor y que está dispuesto a perdonarlos.

Ahora están en las manos de Dios, quien los protegió a lo largo del camino de esta vida terrenal. Ahora, están donde, “no habrá tormento, donde habrá inmensa felicidad, descanso, luz, paz e inmortalidad. Allí, Dios mismo enjugará todas sus lágrimas. Allí no habrá más llanto o muerte (Ap. 21, 3-4).

Así que, unidos en la oración, pidamos a nuestro Señor Jesucristo, que murió y resucitó, que los lleva a su reino, donde todos reuniremos un día con ellos para vivir para siempre.

¡La paz sea con ustedes!


viernes, 27 de octubre de 2023

 


HOMILIA DE LA FIESTA DEL BEATO DR. JOSÉ GREGORIO HERMANDEZ

“UN HOMBRE AUTENTICO TIENE COMO IDEAL MORAL HACER EL BIEN EN EL HOMBRE”  (Frase del Beato Dr. José Gregorio Hernández)

 

            Nos hemos reunido en esta tarde como comunidad  orante, para festejar entorno al banquete de la Eucaristía, la vida y estela de bien de nuestro Beato Dr. José Gregorio. Hoy hacemos comunitariamente una acción de gracias por un año más de su vida (156 años) y a la vez encomendamos a su intercesión nuestra patria, nuestra diócesis,  nuestra comunidad parroquial  y a todos los enfermos que piden su sanación física y espiritual.

            Hoy en su memoria litúrgica alzamos una acción de gracias a Dios, por el regalo de un laico ejemplar nacido en nuestras tierras venezolanas, modelo de vida integra en lo humano, espiritual y profesional. Toda su vida siempre estuvo al servicio de los demás. Nunca se cansó de hacer el bien y demostrar solícitamente la práctica de la Caridad. Hizo de su vida un Evangelio vivo, demostró con sus obras que se vive para los demás, entendió que en el más necesitado estaba la verdad encarnada del Cristo vivo.

            Un hombre que nació y creció en nuestro pueblo, que siempre vivió para agradar a Dios. Su historia personal nos demostró que la mejor escuela de santidad se cultiva en el seno familiar. Grabado quedó en su corazón la enseñanza de la caridad y los deberes para con Dios. Demostró que la santidad se vive en lo ordinario de la vida y en el cumplimiento de los deberes como profesional. Hombre de ciencia y modelo de un ejercicio profesional inspirado por Dios. Fue el buen samaritano para todo aquel que Dios, le colocó en su camino. “Cada mañana ofrecía a Dios su vida, su profesión y su encuentro con Jesús en la Eucaristía”. Nos demostró que el sufrir es una ocasión com-padecer por el amor de Cristo.

            Lo titulamos como el médico de los pobres…porque fue un hombre bueno, un autentico testimonio de caridad, solidaridad y fe en Cristo…No se quedo en lo imposible..la santidad le llevó a la creatividad de instrumentos para buscar soluciones…Ante la situación mísera del los tiempos de entonces se ingenio el llamado cepillo de los pobres..una bolsa común de la cual los enfermos podían con toda libertad y responsabilidad para sus medicinas y alimentos..

            Su muerte paralizó toda la ciudad, se funeral y sepelio fue de ríos de gentes.. “ ha muerto el médico de los pobres”… Hoy podemos decir: Si el grano de trigo no cae y muere nunca dará su fruto…José Gregorio vivo en el Señor, trabajo en su viña, planto el valor del evangelio en muchos. Y hoy seguimos recogiendo los frutos de sus entrega de santidad y entrega generosa.

            Damos infinitas gracias por modelos de vida y santidad en la Iglesia. José Gregorio un modelo para los laicos, para los profesionales de la medicina, para los que buscan a Dios y encuentran una mano extendida solo por el Amor de Dios. Que su modelo de santificación haga mella en nuestros compromisos  como cristianos comprometidos. Que hoy siga elevando a nanos llenas su  intercesión por tantos necesitados, por tantos enfermos de nuestra patria, por la paz del mundo entero.

            Ayudamos José Gregorio a trabajar como comunidad por un mundo más humano,  más justo y fraterno. Que entendamos desde la vida del beato José Gregorio que al cielo no se llega solo. Sino las manos llenas de vidas y nombres a los cuales pudimos hacer el bien.

            Que viva la Iglesia….que viva nuestro beato José Gregorio…Que viva…..

 

 


jueves, 13 de julio de 2023

 






EL DON DE LA FE EN LA COMUNIDAD PARROQUIAL

Una comunidad parroquial es una comunidad de Fe, o mejor dicho es la comunidad que vive de la Fe, la experimenta y la comparte. Pero ¿Qué es la fe?, ¿Cómo vive la FE una Comunidad Parroquial?, qué hacer cuando la FE, en medio de una crisis puede llegar a perderse? De entrada, no son preguntas fáciles de responder, pero en este tiempo de Crisis es importante aclarar el significado de la FE para no dejar de compartirla, pero sobre todo para no perderla.

¿Qué es la FE?

La FE es una Virtud Teologal que nos conecta con Dios. “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1).

La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él, “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad” (DV 5). La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre.

La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. La FE por lo tanto es la respuesta del Hombre a la Revelación de Dios, con el auxilio del Espíritu de Dios.

¿Cómo vive la FE una Comunidad Parroquial?

Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo.

l creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes.

Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros. La Iglesia (presente en cada cristiano y en cada Comunidad Parroquial) es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor. La FE se vive a través de los Sacramentos en una Comunidad Parroquial.

¿Qué hacer cuando la FE, en medio de una crisis puede llegar a perderse?

El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 162 nos dice:

La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe” (1 Tm 1,1819). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (Cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe “actuar por la caridad” (Ga 5,6; Cf. SST 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (Cf. Rom 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

 

El Catecismo en este número nos da unas pautas para vivir en comunidad nuestra Fe, y estas pautas nos pueden ayudar a conservar la Fe en tiempos de Crisis; son cinco cosas que podemos realizar para vivir, hacer crecer y preservar la FE:

Alimentarla con la Palabra de Dios. Hoy más que nunca debemos recurrir a la Palabra de Dios. Estudiar, meditar, orar con la Palabra de Dios nos dará la fuerza para vivir la crisis.

Pedirle al Señor que aumente nuestra Fe. De manera sencilla pero confiada podemos pedir al Señor nos aumente la Fe como lo suplicaron muchos personajes que aparecen en la Palabra de Dios. Esto lo podemos hacer a través de oraciones comunitarias.

Actuar por la caridad. Cuando la Fe es compartida se acrecienta, el compartir con los más necesitados fortalece nuestra Fe. A través de actos de caridad por medio de las Obras de Misericordia fortalece nuestra Fe.

Ser sostenida por la Esperanza. Es elevarnos, confiar en los bienes futuros, saber que el mal, la enfermedad, la crisis no tienen la última palabra. Tener la certeza de que tenemos un Dios que es Poderoso y que él no nos da más allá de lo que pueden soportar nuestras fuerzas. Saber que Dios es Padre.

Estar enraizada en la Fe de la Iglesia. Tener la certeza de que nos estamos solos, que somos familia y que toda una Iglesia con su historia nos respalda. Debemos en estos momentos estar más unidos a la Iglesia que es nuestra Madre.

Conclusión

La Fe explica lo que la razón no puede explicar. La Fe sana lo que la medicina no ha podido sanar. La Fe espera lo que humanamente ya no se puede esperar. La Fe alcanza lo que con nuestra fuerza no podemos alcanzar.

Los que tienen Fe se mantienen en pie cuando otros se derrumban, encuentran caminos cuando a otros se les cierran, avanzan mientras otros retroceden, tiene fuerza para seguir luchando cuando otros aceptan la derrota, tienen esperanza y creen en la Eternidad cuando otros piensan que la muerte es el final de todo. Volver a la Fe es dejar que un rayo de luz penetre en nuestras sombras, nos devuelva la esperanza. Es reconocer nuestros límites y aceptar que necesitamos ser protegidos, ya que somos capaces de creer, sobre todo creer en Dios que es Creador, Padre, Amigo y Hermano. ¡Qué importante es la Fe!