jueves, 28 de julio de 2011

COHERENCIA ENTRE ORACIÓN Y VIDA



 COHERENCIA ENTRE LA ORACIÓN Y LA VIDA
 Pbro. Angel Yván  Rodríguez Pineda



            La oración es una expresión y una manifestación de la vida cristiana. Lo verdaderamente importante y decisivo es la existencia del creyente en su totalidad; una existencia en la que la oración juega un papel fundamental, pero un papel relativo al todo. Por tanto, desde este punto de vista, se puede afirmar  casos en la que se habla mucho de oración y vida espiritual, pero  esa oración y esa espiritualidad no son coherentes, hasta en el mínimo detalle, con el evangelio de Jesús. Habrá que decir también que resulta también sospechosa una vida en la que se habla mucho de compromiso y de acción, pero en la que la oración no ocupa un puesto fundamentental. Decididamente, lo verdaderamente importante es la totalidad de la combinación en nuestra existencia: vida y oración; oración y vida. Si esa existencia es auténticamente cristiana, en ella habrá compromiso y habrá oración, cada cosa en su sitio, ocupando el puesto y la importancia que le corresponden.

            Pero, ¿cuál es ese puesto y dónde hay que situar esa importancia? Para responder a  estas preguntas, es necesario recordar que tanto el compromiso cristiano como la oración cristiana se sitúan en un nivel de mediaciones humanas, las cuales intervienen necesariamente entre Dios y los hombres. El hombre no tiene, ni puede tener, acceso directo e inmediato a Dios. Pero Dios trasciende absolutamente todo lo humano. El hombre accede a Dios a través de la fe y, por consiguiente, a través de las expresiones fundamentales de su fe: el compromiso de su amor creyente y la oración en sus múltiple expresiones. Por lo que no debemos olvidar que existe siempre el peligro de “absolutizar” esas mediaciones, pensando que si hacemos oración, ya por esto sólo tenemos a Dios, o porque nos comprometemos, ya poseemos a Dios. No olvidemos que Dios no se identifica con ninguna de esas cosas, que son, a fin de cuentas, productos de nuestra actividad humana, por más que en ella intervenga la acción de la gracia y la fuerza del Espíritu Santo. Ni nuestra oración es Dios; ni tampoco nuestro compromiso. Por banal que parezca esta afirmación, se hace necesario recordarla, para evitar equívocos que constantemente se dan en las vidas de muchas personas de indudable buena voluntad.

            Entonces, vuelve la pregunta de antes: ¿qué puesto ocupa la oración en nuestra vida de creyentes y cuál es su importancia? Como respuesta establecemos las proposiciones siguientes:

          Lo que verdaderamente une al hombre con Dios es la caridad, entendida en toda su amplitud, como amor a Dios y como amor al prójimo, de tal manera que el amor a los hermanos es el criterio que los hombres tenemos para medir la sinceridad de nuestro amor a Dios.

          El hombre religioso se ve siempre amenazado de engañarse con su piedad, en cuanto que las manifestaciones de su religiosidad pueden actuar como una especie de ceguera que le impida ver lo lejos que está de Dios, si no vive de acuerdo con las exigencias de la caridad hasta sus últimas consecuencias.

          La sola caridad no basta, porque la fe que impulsa a amar, impulsa también a orar. Por lo tanto, habrá que preguntar a una persona, que afirma amar mucho pero que ora poco, si este amor es el amor que los cristianos tienen que poner en práctica en el mundo.

          Lo decisivo, por consiguiente, es la coherencia en la totalidad de la existencia: coherencia entre el amor y la oración; pero un amor que se exprese de tal manera que llegue a mostrarse como lo fundamental y que, a la vez, que se manifieste en la oración.

En consecuencia,  hay que concluir que toda posible forma de oración es relativa con respecto a esta coherencia en su totalidad. Lo importante es que la oración no llegue a alienar nunca a nadie, ni a superponerse a nadie. Lo que equivale a afirmar que cada persona debe ser soberanamente libre para encontrar sus formas peculiares de oración. Formas que sean coherentes con el todo, para que ni la oración sea un engaño; ni el compromiso sea una evasión.

            Según las proposiciones anteriores, al evaluar nuestro nivel de coherencia entre la oración y la vida, nos pueden surgir algunos desalientos y, por qué no, muchas frustraciones. Pero lo importante no es quedarnos sólo en la evaluación triunfalista o pesimista, sino comenzar un camino serio que dé avance a nuestros procesos personales en la unión con Dios y la consolidación espiritual como creyentes. Podemos enunciar seguidamente los criterios que nos ayudarán en este sentido:

          Un avance en el camino de la oración apostólica: Existe claramente una forma de oración a la que podemos llamar oración apostólica. Una oración que está radicalmente condicionada, no por unas consideraciones de tipo abstracto, meditaciones sacadas de libros o de las puras ideas, sino que brota de la vida y del contacto con las personas concretas que tenemos que tratar y con las que tenemos que convivir como auténticos apóstoles de Jesucristo. Siempre que el Apóstol San Pablo nos habla de la oración personal, de cómo él, en concreto, hacía oración, las referencias y las motivaciones no se localizan en torno a unas ideas, sino en torno a situaciones concretas y a personas también muy concretas. No eran los criterios o los principios abstractos lo que le llevaban a la oración; San Pablo oraba porque se preocupaba de los hombres, porque quería a los hombres. Jamás se advierte una tensión entre su dedicación a la obra apostólica y al ministerio, por una parte, y su fidelidad a Dios, por otra.

          Fuente y cause de nuestra vida de oración: Sabemos bien que el origen absoluto de nuestra oración radica en el ser de Dios. A Él va dirigida y desde Él se mueve nuestra entrega por los valores de su Reino. Conscientes de esto, en nuestra vida la oración brota del interés enorme del hombre de acción apostólica ante la vida misma de las comunidades o ante los problemas concretos de determinadas personas. Se trata de un ejercicio del amor que sentimos ante las comunidades y hacia las personas.

          Intensidad y frecuencia de nuestra vida de oración: La intensidad de nuestra vida de oración llega a tal punto que habrá que inventar palabras para darla a entender. Y hasta se llega a la redundancia en las expresiones sobre la frecuencia con que la hacemos y pedimos que se haga. El hecho de que San Pablo hable prácticamente en todas su cartas, y de una manera tan machaconamente insistente del tema de la oración apostólica, el hecho de que utilice además expresiones que puedan dar la impresión de un hombre exagerado, nos está comunicando el puesto y la importancia que el Apóstol daba a la oración en el conjunto de la existencia cristiana, más en concreto, en el conjunto de la vida apostólica.

          Nuestra experiencia de discípulos de Jesucristo: La raíz profunda de nuestras, vivencias afectivas, de nuestra entrega apostólica, de nuestra felicidad, debe afianzarse en la fe misma en Cristo Jesús. Esto quiere decir que la fuente de las alegrías y de los deseos más intensos nace de la vivencia original de la fe en el Señor. La fe, en este caso no queda localizada en la región o mundo de las ideas, como una categoría mental, sino que es expresión de una vivencia afectiva que surge y se expresa espontáneamente con una frecuencia y una intensidad que llama poderosamente la atención.

            En una vida así concebida y llevada, se unifica el quehacer apostólico y la actividad con la unión con Dios. En realidad, la distinción entre la unión con Dios y el trabajo apostólico no consiste sino en una pobre elucubración de nuestra manera imperfecta, demasiado imperfecta, de ver el reino de Dios. Las exigencias del reino se orientan hacia Dios y hacia el hermano, de tal manera que es falso pensar que cuando se ama más y es mayor el compromiso con uno de esos elementos, se va a amar menos y va a ser menor el compromiso con el otro. El apostolado, el falsamente llamado apostolado, puede ser una simple acción humana, en el sentido que, bajo la etiqueta de una acción evangélica, lo que el supuesto apóstol pretende, en el fondo, es una realización personal. En este punto, como en otras tantas cosas, se hace necesario purificar nuestra sinceridad. Solamente hay verdadera acción evangélica, cuando se busca el logro del evangelio, que es Cristo mismo en el bien del hombre.

            No se trata de suprimir en nuestra vida la oración que se expresa en forma de contemplación, de adoración o de simple presencia en nuestra pura fe. ¡No! Pero eso no basta como fórmula de oración para un hombre comprometido tanto con la oración como con los demás hombres. Ni basta, ni es la oración que le define como apóstol. Y es claro que esto es igualmente aplicable al sacerdote, al religioso y al laico. Solamente habría que hacer una excepción quizás, si es que hay que hacerla, en el caso de aquellas vocaciones especiales que en la Iglesia pueden ser llamadas a la pura contemplación, a la vida monástica, eremítica o de clausura.

            Por otra parte, cuando para un hombre la vida se va convirtiendo, poco a poco, en una sucesión ininterrumpida de deseos y alegrías que, de una manera o de otra, vienen provocados por la realización de la fe en las personas con las que se relaciona y a las que se ha consagrado su trabajo; cuando esos deseos y esas alegrías se traducen en oración, y esto de tal manera que se hace una experiencia inefable, entonces, cabe pensar que empieza a existir un verdadero apóstol.

Por lo demás, en esta oración, así entendida, se da el criterio de constatación y de convencimiento más seguro de que el apostolado no puede ser una evasión de la propia intimidad ni del propio vacío personal, en el caso del hombre que es incapaz de quedarse consigo mismo, a solas con Dios. Ni es tampoco una especie de sucedáneo para llenar el ansia de realización personal que humanamente tiene todo hombre en este mundo. No se trata de ahogar este impulso de realización humana, sino de trascenderlo. Y el vértice de esa trascendencia coincide exactamente con el momento en que el dolor y la alegría del creyente se convierten en insumo de oración

viernes, 22 de julio de 2011

LA ORACIÓN: EXPERIENCIA DE FE

LA ORACIÓN: EXPERIENCIA DE LA FE
Pbro. Ángel Yván Rodríguez P- 




          Cuando tratamos de argumentar en pro de la oración, solemos concebirla como un ejercicio -todo lo necesario que se quiera-, pero a fin de cuentas un ejercicio más en la vida del creyente. Al plantear así el problema  cometemos un error de base. Este error consiste en plantear el problema de la oración desde el terreno de la religiosidad; es decir como un ejercicio de la piedad personal que busca en Dios solución y respuesta. Ahora bien, lo específicamente cristiano no se basa en la en la religiosidad, sino en la fe.

Hay, por consiguiente, en la oración cristiana una originalidad que la especifica y la distingue radicalmente de cualquier otra experiencia religiosa. Al afirmar esto, no se trata de distinguir un cristianismo sin religión, ni siquiera se pretende decir que en la oración no se dé una expresión de nuestra piedad hacia Dios. Pero, debemos tener siempre presente que en la oración de un cristiano tiene que haber siempre un elemento decisivo que la especifica y la distingue de la oración que pueda hacer cualquier otro hombre religioso; este elemento es la fe. Esta oración, por consiguiente, es oración cristiana en cuanto es expresión de la propia fe del creyente.

Por otra parte, esta conexión entre la fe y la oración es hasta tal punto intensa, que podemos afirmar sin titubeos que hay vida de fe en la medida en que hay vida de oración. Es decir, que la oración es la expresión de la intensidad de la fe en una persona. Oración y fe son dos realidades que se aclaran y expresan mutuamente.

Afirmar que somos libres para orar puede dar la impresión de ser una ironía o una inconsciencia. Extraña libertad, por cierto. Añadida todavía a la fatiga y a la tensión nerviosa de la vida moderna y la falta de tiempo que alegamos continuamente, ¿qué libertad es esa, se preguntarán los que han renunciado a la complejidad y a la aridez de ese esfuerzo interior, cuando la vida moviliza todas nuestras fuerzas y nos invita a existir apasionadamente?

Sin embargo, ¿qué pasaría si fuera verdad que la oración puede ser en nuestras vidas de hombres ese acto eficaz que crea una situación nueva?, y ¿qué ocurriría si fuera un aprendizaje de silencio que nos hiciera entrar igualmente en un mundo nuevo? ¿Y qué tal si más que nunca, en nuestro mundo secularizado, fuéramos capaces de orar, libres y responsables de nuestra oración?

A muchos de nosotros, tanto si nos hemos aventurado a orar, como si no lo hemos hecho, la oración nos parece una experiencia extraña. Tal vez no nos imaginamos que la oración es, al mismo tiempo, simplemente humana y totalmente obra de Dios. Acudimos a la oración como a una actividad a parte y de manera personal. Pero entonces ¿quién es él que ora? No parece que seamos nosotros mismos. Y, como no vamos a orar por necesidad, o por deber, no acabamos nunca de descubrir que es Cristo el que ora en cada uno de nosotros. Para abrir el camino a la oración y encontrar la fuente de agua viva –Cristo-, preguntémonos de nuevo, antes que caigamos en vicios y nos lleguen los prejuicios, si es verdad que es muy posible orar, y por qué es posible.

1.       ¿Cómo orar?

          Ora el hombre; pero con todo el hombre.

          El tener un método de orar puede siempre ayudarnos, pero sólo hasta cierto punto. Ciertamente es importante comprender que nunca hacemos en la oración más de lo que hacemos cada día espontáneamente o con esfuerzo. Traigamos a la mente esas experiencias comunes y cotidianas de nuestra vida.

Cuántas veces, por ejemplo, nos sucede que, después de un trabajo intenso y de un torbellino de actividades, al respirar a fondo y desperezarnos, encontramos así -aun cuando solo sea por un momento-, un poco de distensión y de calma. En ese intervalo breve de descanso, ¿habrá algo más que interrupción de actividad y algo más que un volver la hoja de un deber cumplido? No. En ese sencillo regresar hacia nosotros mismos, podemos percibir un rumor, un fluir tenue de agua que corre, nuestro yo, tan inasible pero percibido como entretejido con los demás o, al contrario, nos encontramos para tomar una resolución sobre una idea nueva o una que teníamos ya. Eso realmente nos moviliza y repercute en nuestro espíritu; evoca otros datos, otras convicciones y los reordena; o rompe y reestructura nuestro modo de tomar la realidad y sugiere comportamientos nuevos.

          A veces lo que hacemos es rumiar una idea acariciada, un tema cien veces desarrollado. ¿Nos aburrirnos al hacerlo? Al revés, eso nos conforta y nos reanima. Otras veces, un simple objeto, un espectáculo, un rostro, una situación, nos aparece como algo significativo de lo real, algo que está más allá y que, sin embargo, es real; existe y nos entrega un sentido de la profundidad que está bajo la superficie. Hay vida, y hay hombre.

Y el hombre que recuerda ¿se dispersa o se concentra? Se distiende y se recoge a la vez al darse cuenta de su continuidad interna y surge, de esa zambullida, más consciente de la existencia de una profundidad que de ordinario no llega a habitar plenamente. Y hay más: por algo que acabamos de ver, de oír, repentinamente no somos más que alegría, indignación, agradecimiento, asombro, simpatía, enorme tristeza; sorprendidos por la vida, por los otros, para no hablar de otros momentos en que esos sentimientos brotan en nosotros sin causa conocida.

También leemos mucho y de prisa, si queremos estar al día. Pero hay lecturas que nos sirven de alimento, porque el hombre en su historia y en su actualidad, en su vida medio alocada con lo que ella vale; con sus promesas no cumplidas, aunque tal vez jamás negadas, está ahí, frente a nosotros; a cada página, nos sale al encuentro, y nos detenemos momentáneamente para gozar de esa presencia reveladora de nosotros mismos, siempre diferentes de lo que creíamos y los otros siempre tan semejantes a nosotros.

También la manera como nos dirigimos a los otros, al decirle “Tú”, en intimidad y respeto, o con angustia, ¿no es a veces como una oración? Entonces, no estamos solos, sino vinculados entre nosotros. (y/o vinculados a Cristo). ¿Que sitio ocupa Él en nuestro corazón? ¿Cómo llegamos a pensar en Él? y ¿cómo podemos continuar pensando en Él?




jueves, 14 de julio de 2011

PEDAGOGIA DE LA FE

     Pedagogía de la Fe


 Pbro. Ángel  Yván  Rodríguez  P
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          Existe una crisis de adolescencia espiritual cuyo comienzo y símbolo, cuyo esbozo y promesa se manifiesta en la crisis psicológica de nuestra pubertad. Pero la transformación  y evolución que, de un niño, hacen un hombre, están regidas por determinismos psicofisiológicos: se llevan a cabo a lo largo de unos cuantos años. La crisis, en cambio, exige nuestra intervención inteligente y libre para llevarse a cabo; y no todos somos capaces de colaborar eficazmente en nuestra propia maduración.

          ¿Qué de adolescentes prolongamos y aún de niños tenemos en las cosas del Espíritu? La misma sagrada Escritura nos recuerda la necesidad de crecer: “Cuando era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre dejé todas las cosas de niño” (1Cor. 13,11). San Pablo, nos recuerda aquí la ley del crecimiento de toda la vida cristiana.

          ¿Cómo discernir, pues, lo que es comportamiento espiritual infantil  -y que debe rechazarse- de lo que es propiamente maduro, viril, femenino, evangélico? Sólo por un adecuado ejercicio del tacto espiritual, fruto sin duda de la vida de gracia y educación espiritual, podemos crecer en nuestra intimidad con Dios. El secreto de la pedagogía de crecimiento, nos ha sido revelado en una escena evangélica: el episodio del joven rico. Veamos como actúa el Señor y procuremos asimilar su pedagogía en cuanto al crecimiento espiritual, en cuanto que hace pasar a los cristianos de la infancia “carnal” a la actitud adulta “espiritual”.

          “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener la vida eterna? Atentos únicamente a su rechazo y a su partida, calumniamos ordinariamente a este joven acusándolo de falta de generosidad. Sin embargo, su pregunta sería incomprensible si no hubiese sido profundamente generoso. Cristo lo atraía, lo seducía; él observaba ya todos los mandamientos y quería hacer de su vida algo grande. No era un mediocre. Jesús no lo hubiese mirado con amor si no hubiese visto en él esa riqueza. Pero todavía era un niño, sensible, impresionable, impulsivo e irreflexivo en su sincero entusiasmo. Cualquiera de su edad –los evangelistas nos dejan inciertos–, espiritualmente era todavía joven y no un hombre. No se había desprendido de la infancia. Algunos signos que no dejan lugar a duda han sido retenidos por el relato evangélico: su precipitación al caer a los pies de Jesús, su pregunta ingenua: ¿Qué he de hacer….? Su seguridad cuando declara ser fiel a todos los mandamientos…. Para transformar esta generosidad de niño, en generosidad de adulto, ¿Qué va a hacer Cristo?

          Tres veces, Jesús se enfrenta a su entusiasmo, y lo obliga a criticarse. Al desconocido, que desde el principio se atreve a llamarlo “Maestro bueno”, responde: ¿Por qué me llamas bueno?  Sólo Dios es bueno”. Al adolescente que sueña con una vida grande, con hazañas singulares, responde: “Guarda  los mandamientos”. ¿Cuáles?, responde el joven. Quizás hay algunos que no los conoce todavía, reservado a los perfectos. Los mandamientos ordinarios, válidos para todos, responde Jesús: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honrarás a tu padre y madre….”. Desconcertado, el joven no se desanima y responde con seguridad: Todo eso lo he observado cuidadosamente desde mi infancia. Jesús le dice finalmente: “Te falta una cosa: ve vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. (Mc 10, 17-22).

       Respetuoso de la libertad de su interlocutor, Cristo no lo trata como niño, sino como hombre. No alaba su sensibilidad, sino cautiva su entusiasmo, confía en él y lo hace, por un llamado a un libre don, responsable de su propio crecimiento. Poco importa el fracaso inmediato, la triste partida de joven. Esta fuga no es una negación lúcida y decidida: es signo de que Jesús ha encontrado un niño, cuya sensibilidad, generosa a pesar de todo, se ha asustado frente a la pobreza real y sin escapatoria. Pero Jesús ha puesto en este corazón una inquietud que puede ser decisiva en la evolución de una crisis que, sin duda, ha precipitado la entrevista. El resultado inmediato interesa poco a Cristo, que reconoce la lentitud de las maduraciones humanas.

          Este episodio nos revela la verdadera actitud que hay que tomar frente a las reacciones de una sensibilidad generosa. No se trata de halagarla o despreciarla, sino de superarla. Cualquier crisis de adolescencia espiritual se resuelve con una superación de la sensibilidad; desconfiamos de ella y nos olvidamos que es el punto de partida de la evolución espiritual. Y a la inversa, ¿No corremos el riesgo muchas veces de exaltarla peligrosamente, viendo sobre todo un fácil entusiasmo?

          Con frecuencia ignoramos la verdadera medida de nuestra generosidad. El egoísmo que la cubre nos persuade de que no podemos superar nuestra mezquindad cotidiana.  Necesitamos que un soplo de ideal venga a sacudirnos, a despertarnos de nuestro sopor y adormecimiento. Pero ese entusiasmo no tiene lugar cuando se trata de traducir en resoluciones concretas el impulso que ha suscitado. La libertad, que no sufre violencia y pide determinarse en la calma, tiene entonces la palabra.

          El problema planteado es grave. Pues, si no podemos ignorar ni despreciar la sensibilidad, sin la cual nada grande se realiza, no hay derecho para apoyarse en ella y utilizarla como una especie de embargo de las conciencias. La vida espiritual es finalmente docilidad inteligente y libre a la gracia, no saltos repentinos de generosidad entusiasta. La sensibilidad es una preciosa sirvienta, pero una mala ama.

          Muchos de nuestros buenos cristianos, laicos comprometidos o sacerdotes, conocen lo que podemos llamar las crisis periódicas de desaliento. Y esos niños grandes, generosos, pero guiados todavía por su sensibilidad, piden ante todo -en los retiros o encuentros de crecimiento espiritual- que les devuelvan un entusiasmo que, en sus vidas y honduras espirituales, fue siempre ilusorio. Se les ha mantenido en la adolescencia. Se recurrió demasiado a su sensibilidad. No se les enseñó a reflexionar, a estar atentos a la voz de Dios, receptivos a su gracia y capaces de obrar como adultos.

          A ese tipo de cristianos adolescentes, que reclaman la renovación de impulso y entusiasmo, debemos tener el valor de hablarles con franqueza y decirles: No se queden mirando sólo a la sensibilidad cuántica de lo espiritual, eso es glotonería y hasta egolatría espiritual y el más sutil egoísmo en su exquisita prudencia.

          Ciertas depresiones espirituales son necesarias para conocerse a sí mismo; el impulso que parece irresistible está siempre, más o menos, gravado en la ilusión. La desolación, dicen los maestros espirituales, es escuela de verdad; solo a través de la noche llegan los místicos a la verdadera unión con Dios.

          La pedagogía del Señor –como lo prueba su actitud frente al joven rico- consiste en poner la verdad en los corazones generosos, con el fin de liberarlos de sus infantilismos. En los tiempos de crisis se opera el verdadero discernimiento y se llevan a cabo, si el alma es consciente, los progresos decisivos. Solo el Señor puede provocar la crisis; a nosotros nos toca utilizarla para hacer reflexiones, suscitar el compromiso verdaderamente libre y personal, desprendido de las ilusiones y los entusiasmos. ¿No vamos a veces, al revés de esta corriente divina, excitando a los espíritus generosos que convendría, más bien, sanar de sus entusiasmos fáciles?

          En un retiro, el principio es importante: –es necesario que los ejercitantes comiencen con generosidad-, pero el final cuenta más todavía. Después de algunos días en que el alma ha vivido en una atmósfera necesariamente sobrecalentada, la salida del retiro puede parecer una caída brutal, una recaída en la rutinaria realidad cotidiana. Unos más sentimentales tomarán entonces una actitud de abstención y soportarán con disgusto las ocupaciones monótonas, los deberes austeros de las existencias sin brillo; ¡conocerán la nostalgia del Tabor! Otros, más clarividentes y más críticos, se preguntarán si el retiro ha sido una ilusión, un sueño, una evasión piadosa. De todas maneras, el retiro habrá suscitado un doloroso choque entre la vida y la fe.

          La finalidad de un retiro, por el contrario, es hacer posible la reflexión; ayudar a descubrir la belleza sobrenatural de la vida cotidiana y poner en el corazón de los ejercitantes el gusto tranquilo y lúcido del compromiso ante Dios y la vida. En consecuencia, la fe dará sentido a las tareas ordinarias y cotidianas y, a la vez, hará sentir el valor para el establecimiento del Reinado de Dios. Sería grave que los ejercicios espirituales provocasen un mero entusiasmo, que decepcionaría en un futuro cercano, convirtiendo la generosidad en timidez, escepticismo y amargura, mientras que la verdad sin ilusión generaría desesperanza y desánimo.

          ¡Temible es el predicador que se confía a su elocuencia! La palabra del enviado de Cristo no pone su confianza ni en la elocuencia ni en la lógica (Cf 1Cor. 1,17-25 y 2, 1,1-15). Es un testimonio que, por su verdad, despojada de artificio y prestigio, permite al oyente escuchar la palabra del único Maestro. Y la palabra interior, en cambio, da testimonio de la verdad del testigo. La elocuencia, si no procede de una emoción sincera y espontánea, constituye un abuso de confianza; impide la reflexión al oyente y mantiene la fe bajo el nivel del infantilismo espiritual.

          La pedagogía de la fe es, pues, inseparable de una pedagogía de la sensibilidad. A través de sus múltiples reacciones, atractivos y repugnancias, se manifiesta y se discierne poco a poco la voluntad de Dios.

 El deber no es ya un imperativo arbitrario o una broma, sino un sentirse llamado y lleno de confianza hacia Dios, que nos invita a asemejarnos al Amado “no de palabras ni con la boca, sino con obras de verdad” (Cf Juan 3,18). Dios quiere que aprendamos a amar como Él nos ama, y Él nos da la fuerza puesto que “nos amó primero”, (Cf Jn 4,19); no hay otro mandamiento sino el amor.

Aprender a amar descubriendo, a través y más allá de los impulsos generosos de la sensibilidad, el llamado de la conciencia, el deber, es aprender a creer en Dios, a creer en Jesucristo, el Hijo Único del Padre.


miércoles, 6 de julio de 2011

ESTRÉS EN NIÑOS Y ADOLESCENTES




ESTRÉS EN NIÑOS Y ADOLESCENTES
Pbro. Ángel Yván Rodríguez P.



            A pesar de que se ha relacionado el estrés con los adultos –más del 15% de la población sufre de algún trastorno de ansiedad a lo largo de la vida-, parece que no solo es inherente a los mayores. Los últimos datos disponibles señalan que entre 6% y un 20% de los niños y adolescentes de 9 a 17 años también padecen de ansiedad.
            En la patología mental diagnosticada, después de los trastornos de comportamiento, como sucede en los adultos, el estrés es más frecuente en niñas que niños. Además, alrededor de la mitad de los niños y adolescentes afectados sufren un segundo trastorno de ansiedad u otro trastorno mental o de comportamiento, como la depresión. Estos males pueden desarrollarse junto con otros problemas de salud físicos  que necesitan tratamiento.
            Los expertos aseguran que el  9% al 15% de los menores, entre 7 y 11 años, que acuden a las consultas de atención primaria, reúnen criterios de trastornos de ansiedad  generalizada, separándolos por: estrés postraumático, fobias y trastorno obsesivo compulsivo.
            Los resultados de investigaciones señalan una gran estabilidad diagnóstica para trastornos como la fobia, ansiedad social y estrés postraumático. Por el contrario, esta estabilidad disminuye en los casos de ansiedad generalizada y el trastorno de pánico. Los expertos apuntan que estos dos últimos son más difíciles de diagnosticar.
            Aunque todos los niños sienten ansiedad y temor en algún momento de su vida –al separarse de sus padres cuando aún son pequeños, por un examen, cuando aprenden a dormir a oscuras-, si esta inquietud interfiere en su vida cotidiana es necesario consultar con un especialista. Es el experto quien debe discernir entre los miedos que son inherentes a determinadas etapas evolutivas del niño y otros problemas que son trastornos en sí.
            Sufrirlos, sin tratamiento, devalúa la calidad de vida de los niños y adolescentes. Algunos estudios asocian, incluso, la ansiedad en edades precoces a depresión y a trastornos de conducta. La ansiedad sin tratamiento provoca baja autoestima, deterioro en las relaciones interpersonales, deficiente rendimiento escolar, falta de atención y mayor consumo de sustancias tóxicas.  Señalan, además, que sufrir ansiedad en la infancia es un factor de riesgo, que aumenta las posibilidades de desarrollar trastornos mentales en la edad adulta.
            Si los padres, responsables o allegados, detectan algún síntoma repetitivo relacionado con la ansiedad, deben acudir a una consulta para que el médico determine qué ocurre y, si fuera necesario, remitir al niño (niña o adolescente), por lo menos, a un especialista en salud mental. Sólo si se consigue un diagnóstico adecuado de esta enfermedad, se podrá comenzar el tratamiento apropiado.