viernes, 13 de diciembre de 2013




La Navidad, un cántico de salvación

 Pbro.Angel Yvan Rodríguez Pineda 
 
 Nada mejor para celebrar la Navidad con un espíritu verdaderamente cristiano que acudir al testimonio de los que vivieron de cerca el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús. En este sentido, el himno de Zacarías (Lc. 1:67-80) es no sólo una de las profecías más hermosas del Nuevo Testamento, sino también una síntesis formidable del auténtico sentido de la Navidad. Tras recuperar su capacidad de hablar, Zacarías entona un cántico majestuoso que rezuma el gozo de la salvación que Dios trae a su pueblo.

El clímax de este benedictus lo encontramos en los versículos 76 a 79 donde el lenguaje se hace claramente profético y Zacarías, lleno del Espíritu Santo, enumera las grandes bendiciones que Jesús iba a traer al mundo. Cuatro grandes «regalos» introducidos por la conjunción para:

Salvación: «para dar a su pueblo conocimiento de salvación» (Lc. 1:77)

Es el primer y más importante aspecto de la Navidad. Constituye la esencia de la venida de Jesús al mundo y es el eje alrededor del cual giran las otras tres bendiciones, consecuencia de esta salvación. Para comprender el significado de la Navidad hay que entender qué significa esta salvación que Jesús iba a traer al mundo.

Posiblemente Zacarías, como buen judío, pensaba en una salvación social, patriótica, la liberación de los enemigos de su pueblo, el final de una etapa de esclavitud con los males e injusticias que ello acarreaba. Es el concepto humano de salvación que muchas personas tienen también hoy. Hacen una lectura humanista de la Navidad donde Jesús es recordado, sí, pero sólo como un ejemplo a seguir, un modelo de compromiso social; para ellos la salvación consiste en erradicar los grandes males que nos afligen: hambre, pobreza, injusticia social, etc.

Sin embargo, la salvación de Jesús era mucho más profunda que una liberación social: era una liberación personal antes que colectiva, tenía un sentido moral antes que humanista, buscaba cambiar el corazón antes que cambiar el mundo. La esencia de la encarnación de Jesús no fue mostrarnos el camino a una sociedad más justa, la manera cómo hacer de este mundo un lugar mejor para vivir. Todo esto, como veremos después, es la consecuencia pero no la finalidad de la salvación. No es posible erradicar los males de la sociedad si antes no eliminamos la suciedad de nuestro corazón. Como el Señor Jesús mismo señaló, el problema del hombre -lo que le contamina- no está en su entorno, sino dentro de su corazón (Mr. 7:18-20). El Evangelio es un poderoso mensaje de transformación social, pero solo en la medida en que antes nos transforma a cada uno de nosotros. No podemos transformar si antes no somos transformados.

Este carácter primariamente personal e íntimo de la salvación nos viene indicado por la palabra conocimiento. Zacarías habla de «conocimiento de salvación». Para los hebreos, conocer no era tanto estar informado, saber -un conocimiento puramente cognitivo o mental-, sino experimentar; es un conocimiento vivencial que requiere apropiación, hacerlo mío. Así es exactamente con el «conocimiento de salvación»: requiere conocer a Jesús de forma personal. Es un encuentro con profundas implicaciones existenciales. Va a afectar mi vida en tres aspectos que constituyen las otras grandes bendiciones de la Navidad mencionadas en el cántico.

Perdón: «para el perdón de sus pecados»

El primer paso para conocer -apropiarse de– la salvación está en el perdón de pecados. Difícil paso en un mundo donde todo está permitido y el concepto mismo de pecado es ridiculizado como algo obsoleto. Vivimos en una sociedad con la conciencia cada vez más cauterizada: hoy nada es pecado. Incluso conductas claramente reprobables se explican y justifican por condicionantes sociales -»el ambiente me llevó a ello»-, genéticos o psicológicos. ¡Se habla incluso del gen del adulterio o de la infidelidad! Esta racionalización del pecado no es, sin embargo, un fenómeno moderno: El pueblo de Israel ya era experto en tal conducta de tal modo que Dios tiene que advertirle: «He aquí yo entraré en juicio contigo porque dijiste: No he pecado» (Jer. 2:35)

 

En este ambiente de anestesia moral conviene recordar que el pecado principal del ser humano no está tanto en el mal que le causa al prójimo, sino en el bien que no le hace a Dios (glorificarle, darle gracias, reconocerle). No son nuestros actos de ofensa al prójimo sino nuestras actitudes de omisión hacia Dios lo que origina el catálogo de faltas y pecados tal como nos enseña Romanos 1:18-32. La patología moral de nuestro carácter -el egoísmo, la vanidad, el orgullo, la agresividad, la envidia, etc.- nacen de nuestro alejamiento de Dios. De ahí la necesidad de la Navidad: Jesús abre el camino para acercarse de nuevo al Padre. El perdón no conlleva sólo la remisión de una culpa, sino el restablecimiento de una relación, una relación rota que es restaurada. El mensaje del Evangelio y de la Navidad es el mensaje de la reconciliación del hijo pródigo que vuelve a la casa de su padre después de vivir su vida. Este reencuentro es fuente inefable de alegría y de paz.

Luz: «para que brille su luz...» (Lc. 1:78)

El conocimiento de salvación implica también experimentar -apropiarse de- la luz de Cristo. Es el tercer gran regalo de la Navidad. Con su salvación, Jesús trae no sólo liberación del pecado -el perdón- sino luz, un sentido y una perspectiva nueva ante la vida. Como diría más tarde el apóstol Pablo, «las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). La salvación de Jesús nos abre la ventana a un paisaje distinto que nos ilumina y, a la vez, hace de nosotros «luz del mundo». ¡Gran privilegio y gran responsabilidad! En realidad, Jesús no sólo nos trae luz, sino que él mismo es la luz del mundo como tan bellamente expone Juan en el prologo de su Evangelio: «El Verbo era la luz verdadera que alumbra a todo hombre...» (Jn. 1:9)

El cántico es muy enfático al afirmar que esta luz va dirigida a los que «están sentados en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc. 1:79). Son las tinieblas de una vida vacía, vidas rotas, hundidas en la frustración y la desesperanza, vidas golpeadas por el dolor y el sufrimiento; o vidas llenas de actividad, pero vacuas de sentido, que son como «cisternas rotas que no retienen el agua» (Jer. 2:13). La luz de Cristo es el faro potente que ilumina no sólo con su mensaje de liberación y esperanza, sino con su misma presencia a nuestro lado, el Emmanuel, el Dios encarnado que ha prometido estar con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Es la luz que irradia «vida abundante» como prometió el Señor mismo (Jn. 10:10).

Paz: «para encaminar nuestros pies por caminos de paz» (Lc. 1:79)

La última consecuencia de la salvación es la paz. La paz es inseparable del perdón y es la consecuencia natural de una vida llena de luz. Son interdependientes como los eslabones de una cadena. Ahí tenemos todos los ingredientes que le dan a la Navidad su sentido más pleno, el que proféticamente cantó Zacarías. No se trata, en primer lugar, de la paz entre los hombres, la ausencia de guerras y conflictos, algo así como un alto el fuego universal. Ante todo es paz con Dios, la paz que proviene del perdón divino: «Justificados pues por la fe tenemos paz para con Dios» (Ro. 5:1). La restauración de la relación con el Creador lleva a la paz con uno mismo y a buscar la paz con los demás. No podemos invertir el orden: la paz en nuestras relaciones sólo será posible si estamos en paz con nosotros mismos y ello sólo es posible cuando estamos en paz con Dios.

Necesitamos recordar que la paz de Jesús -»mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn. 14:27)- no consiste en la ausencia de problemas sino en la capacitación divina para afrontar y superar estos problemas. Por ello Jesús les aclara a sus discípulos: «yo no os la doy como el mundo la da». Poco después les recuerda que en Cristo tenemos la victoria porque él ha vencido al mundo y ahí radica la fuente de nuestra paz más profunda: «Estas cosas os he hablado para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis aflicción, pero no temáis, yo he vencido al mundo». La paz del creyente no es la ausencia de aflicción, sino la presencia de Cristo en medio de esta aflicción.

Todas estas bendiciones -el gran regalo de la Navidad- nos llegan «por medio de la entrañables misericordias de nuestro Dios, por las cuales nos visitó un amanecer del sol desde lo alto» (Lc. 1:78). Sí, la Navidad es un grandioso cántico de salvación, la salvación que viene de conocer a Jesús de forma personal y que nos proporciona perdón, luz y paz. ¿No es éste el mejor regalo  de Navidad para nuestro mundo doliente?

lunes, 9 de diciembre de 2013




Desfile de Navidad
PERSONAJES BÍBLICOS QUE NOS AYUDAN A LA VENIDA DEL MESÍAS



Pbro. Angel Yván Rodriguez Pineda








El curso implacable del tiempo nos sitúa una vez más ante el magno acontecimiento del nacimiento de Jesús. ¿Qué decir sobre el mismo que no se haya dicho ya? Renunciando a todo intento de originalidad por nuestra parte, nos limitamos a convocar a seis personajes, los más destacados por su protagonismo en la encarnación del Hijo de Dios. Los situaremos imaginariamente en un escenario virtual. Con tal carácter vendrán a ser representantes de todo el pueblo cristiano en una marcha todavía inacabada. En él estamos llamados a participar nosotros hoy, haciendo nuestra la bendición que entraña el advenimiento de Cristo al mundo. Las seis figuras bíblicas que «desfilan» en los primeros capítulos de los Evangelios de Mateo y Lucas, en experiencia singular, destacan la gloria incomparable del Hijo de Dios que asume naturaleza humana. Y cada uno de ellos muestra una faceta radiante de la experiencia cristiana.
Zacarías: El sacerdote-profeta anunciador de la salvación mesiánica (Lc. 1:67-79)
El sacerdote Zacarías había sido favorecido con el anuncio milagroso de su hijo Juan (el Bautista), quien sería precursor del Mesías. Por revelación divina, entiende que el nacimiento de tal Mesías es el de un poderoso Salvador (Lc. 1:69). Este acontecimiento es el cumplimiento de lo prometido por Dios a los «padres» del antiguo Israel y confirmado mediante pacto (Lc. 1:72-74). La salvación que el Ungido divino traería al mundo no se limitaría a una liberación física de inveterados enemigos (Lc. 1:74). Lo más glorioso sería que «librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de él todos nuestros días». ¡Todo un sistema de vida acorde con los principios del Reino de Dios!
Y Zacarías resume su mensaje profético con palabras dignas de ser inscritas en una pancarta altamente significativa. El Cristo de Dios viene «para que brille su luz sobre los que están en tinieblas y en sombra de muerte». Zacarías explica lo esencial de su mensaje con palabas que revelan el contenido de la salvación: el perdón de los pecados (Lc. 1:77), «la santidad de vida y rectitud de conducta» (Lc. 1:75), luz para los que están en tinieblas. Y para nuestros pies, guía que nos conduzca por camino de paz» (Lc. 1:79).
Con razón el ángel declaró a los pastores de Belén: «Os doy noticias de gran gozo: os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, Cristo el Señor» (Lc. 2:11). ¿Podía haber motivo más justificado para regocijarse?

José, hijo de David: La fe supera a la razón (Mt. 1:18-25)

Para José no había lugar a dudas. La doncella con la que estaba desposado (María) había concebido y esperaba el nacimiento de un hijo. ¡Mayúsculo problema! La única explicación razonable era que María había tenido una relación ilícita con otro hombre. José, que respetaba y amaba a la virgen de Nazaret, no queriendo denunciarla -esta decisión la habría expuesto a muerte por lapidación-, «resolvió dejarla secretamente» (Mt. 1:19). Según toda lógica, no había disyuntiva a la decisión de José. Podemos imaginarnos la perplejidad, la angustia agónica de aquel justo varón. Pero Dios estaba obrando de modo sobrenatural: la concepción del niño alojado en el seno de María era fruto del Espíritu Santo (Mt. 1:20).
La experiencia de José nos enseña que la razón humana tiene unos límites. Quien no tiene límites es Dios, infinito en recursos para cumplir sus propósitos, lo entiendan los hombres o no-

María: «He aquí la sierva del Señor» (Lc. 1:38)

El incomparable cántico conocido como el Magnificat de María es una expresión de fe, gozo y sumisión a los propósitos divinos. Cuando el ángel acaba de afirmar que «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc. 1:37), María declara: «He aquí la sierva del Señor: hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lc. 1:38), frase que se completa con el texto del cántico: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador» (Lc. 1:47). El cántico es también una exaltación de la gracia soberana de Dios. Se ve María como un ser débil, insignificante, comparable en su condición a una esclava sobre la cual ha puesto Dios sus ojos con complacencia. (Lc. 1:48). El Dios que en su justicia «deshizo los planes de los orgullosos y derribó a los reyes de sus tronos» es «el que puso en alto a los humildes» (Lc. 1:51-53). María agradece lo que Dios le está concediendo, y se siente feliz; así lo expresa: «pues he aquí que desde ahora me tendrán por dichosa todas las generaciones» (Lc. 1:48). A sus propios ojos era muy poca cosa; pero se le concede el gran privilegio de ser la madre del Hijo de Dios.
En el Reino de Dios, todo lo concerniente a ensalzamiento por obra del Altísimo viene precedido del anonadamiento de quienes han de ser sus siervos. El que se ensalza a sí mismo carece de sabiduría espiritual; sólo el humilde es honrado por el Señor y encumbrado al privilegio insuperable de estar a su servicio. Esto con frecuencia implica renovada entrega y doloroso sacrificio, pero también entra en el plan divino. A María le fue dicho: «Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan y muchos se levanten. Será un signo de contradicción (...). Todo esto va a ser para ti como una espada que te atraviese el alma» (Lc. 2:34-35). La crucifixión del amadísismo Hijo revelaría lo acertado de aquella espada.
¡Cuántas lecciones admirables nos enseña María! Si queremos ser co-participes de su dicha, hemos de pagar el precio: humildad, fe, amor, abnegación, entrega; cueste lo que cueste.

Los pastores de Belén: Testigos maravillados de lo visto y oído (Lc. 2:8-20)
Plácidamente aquella noche habían estado guardando sus rebaños en las cercanías de Belén cuando súbitamente hizo su aparición el ángel del Señor que les comunicó el gran acontecimiento: el Salvador acababa de nacer. También habían visto la multitud de ángeles que habían alabado a Dios con la exclamacción que resonaría en el mundo entero a lo largo de los siglos: «¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!». Maravillados por la experiencia que acababan de vivir, deciden sin titubeos ir a Belén para comprobar la veracidad de lo que habían visto y oído los pastores. Éstos «regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc. 2:20). A partir de aquel momento, los pastores se convirtieron en testigos del «Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como la del unigénito del Padre» (Jn. 1:14).
Si algo necesita hoy la Iglesia cristiana es la presencia de testigos de Cristo. No tanto testigos de nuestras experiencias como de la obra que Cristo realizó para nuestra salvación. Infinitamente más importante que lo experimentado por los salvados es lo que hizo y dijo el Salvador.
La profetisa Ana: Evangelista infatigable (Lc. 2:36-38)
Es uno de los testigos a los que hemos aludido. El texto bíblico no nos da muchos detalles de lo que hizo, pero hay en ella facetas de su vida realmente aleccionadoras. Mujer viuda hondamente piadosa, a sus 84 años es un ejemplo admirable de perseverancia: «Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones» (Lc. 2:37). Ejemplo admirable.
No es difícil ver creyentes que en tiempos pasados de su vida cristiana fueron ejemplo notable de celo, dedicación, servicio abnegado, entusiasmo santo; pero con el paso de los años, quizás a causa de desengaños, de dudas no superadas o simplemente de fatiga física, han ido decayendo. Dichoso el creyente que, con Pablo, puede decir: «Nuestro hombre exterior se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día» (2 Co. 4:16).

Sin duda, el momento más luminoso en la vida de Ana es el vivido en el templo con motivo de la presentación del hijo de María, momento en que comenzo a dar gracias a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén (Lc. 2:38).
Hoy la celebración de la Navidad es una excelente ocasión para que todos los creyentes testifiquemos de Cristo dando a conocer su naturaleza divino-humana, su carácter, sus palabras pletóricas de sabiduría divina, sus obras de poder y bondad, su muerte expiatoria en la cruz para limpiarnos de todo pecado, su resurrección gloriosa, fundamento de nuestra esperanza eterna. Nadie a nuestro alrededor debería ignorar el significado de la Navidad. Todo ser humano debería enfrentarse seriamente con Jesucristo, con lo que Cristo ofrece y lo que demanda. En la decisión de seguirle radica la suprema dignificación de toda persona.
Simeón: El varón justo y devoto (Lc. 2:25-35)
Poco se sabe de este hombre aparte de lo que se indica en el texto de Lucas; pero la parvedad biográfica respecto a él en nada empaña su lustre espiritual. Tres son los rasgos principales que lo caracterizan: a) Era justo y piadoso, es decir, recto en su conducta ante los hombres y fervoroso en su relación con Dios. b) El Espíritu Santo estaba sobre él de modo especial. c) Vivía en la esperanza mesiánica que animaba a los fieles de Israel. Fue por particular revelación del Espíritu Santo que Simeón tuvo conocimiento de su privilegio: «no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc. 2:26). El anciano tiene la certidumbre de que ese momento precioso ha llegado. Por eso, cuando el niño en brazos de su madre es introducido en el templo para cumplir lo preceptuado en la ley mosaica, el anciano, con ternura y emoción inefable toma en sus brazos al niño para invocar sobre él la bendición divina. Este acontecimiento le inspira uno de los cánticos más bellos que se hallan en la Biblia. Conocido con el título de Nunc dimitis, está cargado de lirismo y emotividad: Simeón ha estado esperando la llegada del Mesías. Ahora el Mesías está ahí. Simeón ya puede morir en paz. Sus ojos han visto la salvación que Dios ha empezado a realizar (Lc. 2:29-32).
¡Dichoso el creyente que persevera hasta el fin en su fe y en su dedicación a Cristo! ¿Qué más bello que una vida consagrada al Salvador y una partida de este mundo «en paz»?

Reflexión final
Por la calzada de la revelación bíblica (el testimonio de dos evangelistas) hemos visto el «desfile de Navidad», es decir, la participación de hombres y mujeres temerosos de Dios que dejaron su huella de fe. A ellos debemos unirnos incorporándonos al «desfile» con gratitud y gozo en el corazón, un cántico en los labios y rectitud en nuestra conducta, proclamando la buena nueva de salvación a cuantos de algún modo estén cerca de nosotros, anunciando que «en el cumplimiento del tiempo Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para que redimiese a los que están bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Gá. 4:4-5).
Con esa disposición de ánimo, en nuestra celebración de la Navidad, digamos a los primeros protagonistas del desfile: «Con la ayuda de Dios, seguiremos con firmeza vuestras pisadas, camino marcado por vuestras huellas».
Gloria a Dios en las alturas

y en la tierra paz.

jueves, 17 de octubre de 2013




CATEQUESIS DEL PROFETA JEREMÍAS ANTE LAS DUDAS

 

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 


«Duda de tus dudas y cree tus creencias;
pero nunca creas tus dudas ni dudes de tus creencias.»

Estas palabras, que recibí de mí padre siendo muy joven, siempre me han acompañado y me han fortalecido en momentos de prueba. ¿Por qué es tan importante saber afrontar las dudas de forma adecuada?

La prueba, por lo general, purifica y fortalece nuestra fe como se nos enseña reiteradamente en las epístolas de Pablo y de Pedro; pero en ocasiones puede debilitarnos. Ya el mismo Señor Jesús nos advierte de ello en la parábola del sembrador: «los que fueron sembrados en pedregales... cuando viene la tribulación o la persecución a causa de la palabra, luego tropiezan...» (Mr. 4:17). No siempre el sufrimiento nos acerca a Dios, por lo menos en un primer momento. A veces produce el efecto contrario: el golpe nos deja tan perplejos que nos lleva a «dudar de todo», incluidas nuestras creencias más firmes. Nos preguntamos « ¿dónde está la bondad de Dios?, ¿No será la fe una ilusión?, ¿Por qué Dios parece tan lejano?» Si te sientes así, estás en sintonía con algunos de los gigantes de la fe. David, por ejemplo, con frecuencia exclamaba «¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre?» (Sal. 13:1); «Oye mi oración, oh Señor, y escucha mi clamor. No calles ante mis lágrimas» (Sal. 39:12). Incluso Juan el Bautista, de quien el Señor dijo »entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que él» (Mt. 11:11), agobiado por su situación de cárcel y muerte inminente llegó a dudar de la identidad de Jesús: « ¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro?» (Lc. 7:19). Sí, en momentos de crisis, Dios parece lejano, sus silencios se hacen largos, todo parece derrumbarse. Es el terreno fértil para las dudas que empiezan a crecer como espinos en el campo de las creencias.

¿Cómo evitar que estas dudas incipientes lleven a un naufragio de la fe? La clave está en saber afrontarlas de forma adecuada. La ilustración de la picadura de una serpiente nos ayuda a entenderlo: hay que hacer todo lo posible para que el veneno no quede dentro.

 De la misma manera, lo peor cuando la duda nos invade es encerrarse cada vez más dentro de uno mismo, ignorando las preguntas que surgen de la perplejidad. El reprimir las dudas equivale a guardar el veneno tras la picadura: tarde o temprano, acabará haciendo daño.

Por esta razón hemos escogido el ejemplo de Jeremías. Nos sentimos muy identificados con el llamado «profeta llorón» y sus aparentes «peleas» con Dios. Sus altibajos constituyen un espejo de la vida espiritual de muchos creyentes.

Un aspecto clave de la vida del profeta fue su relación con Dios, una relación íntima y fecunda, pero salpicada de protestas y lamentos. En ocasiones su fe entraba en crisis porque no entendía ciertos aspectos de la voluntad divina. Sin embargo, la fe de Jeremías no era una fe débil, todo lo contrario: Era la fortaleza de su fe lo que le capacitó para ser –en palabras de Dios mismo- «como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce contra toda esta tierra» (Jer. 1:18). Una fe fuerte, sin embargo, no excluye altibajos, momentos de perplejidad ante los misterios de la providencia. Las preguntas de Jeremías encuentran eco en muchos creyentes hoy: «¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Dónde está Dios cuando permite que ocurran estas cosas?». Sus oraciones se convertían a veces en protestas encendidas. Volcaba todo el peso de su corazón sobre el Señor. En sus lamentos vehementes usaba incluso un lenguaje judicial: «alegaré mi causa ante ti» (Jer. 12:1). ¿Hay algo de malo en ello? ¿No es pecado el dudar?

¿Cómo afrontó Jeremías sus dudas y luchas espirituales? ¿Qué aprendemos de sus sinceras oraciones en las que vierte todas sus preguntas al Todopoderoso?

Entre otras, cinco lecciones que nos ayudan a enfocar nuestras propias dudas.

  • Las dudas de Jeremías nacen de la perplejidad, no de la incredulidad. Son el fruto de un corazón atribulado, no de una mente altiva o de un corazón endurecido; como en el caso de muchos ateos. El profeta protesta, pero siempre desde una postura de lealtad y confianza en Dios. Aún en los momentos más oscuros, cuando su alma desfallece y su fe parece en crisis, está del lado del Señor. Por ello no vemos ni una palabra de reprensión de parte de Dios.
  • Las dudas que nacen de la perplejidad son señal de vida espiritual. Por lógica, no puede existir duda sin una creencia previa. La comparación con el dolor físico nos ayuda a entenderlo: un muerto no puede sentir dolor porque no tiene vida; solo puede dolerse el que está vivo. En este aspecto, las preguntas y dudas lejos de ser algo negativo estimulan el crecimiento del creyente y le van creando sus propias defensas espirituales. Alguien que nunca ha tenido preguntas sobre su fe está en riesgo de tener un «sistema inmunitario» espiritual muy débil.
  • Jeremías no se queja de Dios sino a Dios. La diferencia es importante. No es pecado decirle a Dios cómo nos sentimos porque Él se complace más en la honestidad de una oración osada que en la frialdad de un corazón altivo. El pecado radica en desafiar a Dios, no en protestar ante Él. No olvidemos el significado original de la palabra protestar que es afirmar delante de alguien.
  • La expresión de la duda es positiva y necesaria porque previene males mayores. Nos referimos, por supuesto, a la duda que surge de la tribulación. Aunque parezca paradójico, es la mejor manera de evitar crisis de fe. No hace falta ser psicólogo para conocer el gran valor terapéutico de la catarsis -compartir, descargar- aquellas emociones o pensamientos que nos abruman. Podríamos decir que la impresión sin la expresión produce depresión.
  • Lo malo no es dudar, sino persistir en la duda. De ahí la importancia de exponer y no esconder las dudas nacidas del corazón atribulado. Es como una herida contaminada: lo peor que podemos hacer es taparla si antes no la hemos limpiado bien, con el consiguiente riesgo de infección. Ocultar las dudas es como tapar una herida sin haberla limpiado. En este caso el equivalente de la infección es la crisis espiritual. No pocas personas han visto su fe muy mermada a causa de un trato deficiente de este tipo de dudas. El mejor antídoto para una crisis de fe es ventilar, exponer las dudas ante alguien que puede comprendernos y darnos repuestas. Así lo hacía Jeremías por cuanto había aprendido que protestar no es incompatible con acercarse al Señor.

lunes, 7 de octubre de 2013


CUANDO SE ORA, ALGO SUCEDE

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
  
 
 

«Nada hay más poderoso que la oración; nada puede compararse con ella». Con esta cita de una Crisóstomo da comienzo Olive Wyon a su libro Prayer (Oración). Y no cabe la menor duda de que todo cristiano reconoce la verdad expresada por el distinguido obispo de Constantinopla.

Sin embargo, no hay unanimidad en cuanto al modo de interpretar la naturaleza y el alcance del poder de la plegaria. ¿Se trata simplemente de un ejercicio de autosugestión o tiene efectividad exterior? ¿Actúa sólo subjetivamente en la persona que ora, a modo de saludable gimnasia espiritual, o influye de algún modo en Dios y en sus actos? ¿Cambia únicamente nuestro interior o -usando conocida frase- también «cambia las cosas»?

Es obvio que la oración ejerce una acción poderosa en el espíritu de quien la practica. Descargar ante el trono de Dios nuestras congojas, temores e inquietudes nos reporta «la paz de Dios que excede a todo conocimiento» (Fil. 4:6-7). La confesión de nuestros pecados libera nuestra conciencia del sentimiento de culpa y, sobre la base de las promesas de Dios, nos infunde el gozo del perdón (Sal. 32:5; 1 Jn. 1:9). La acción de gracias nos hace más conscientes de la bondad de Dios manifestada en las experiencias de nuestra vida (Sal. 103). La adoración hace más nítida nuestra visión espiritual de la gloria de Dios, de sus atributos y de sus obras (Sal. 95-100). La intercesión ensancha los horizontes de nuestros intereses y nos hace más solidarios en relación con las personas por las cuales oramos; nos hace más «humanos». Todo esto equivale a un enriquecimiento espiritual preciadísimo. Pero ¿es eso todo lo que de la oración podemos esperar? Según algunos teólogos liberales, sí. Pero tanto la Escritura como la experiencia nos muestran que la expectativa del creyente puede incluir resultados objetivos, además de los meramente subjetivos, pues «en respuesta a la oración tienen lugar hechos en el mundo exterior que no se producirían de no haber sido precedidos por la oración»(abundantes ejemplos bíblicos corroboran la aseveración precedente. Por la oración intercesora de Abraham, Abimelec y su familia fueron sanados (Gn. 20:17). Las fervorosas súplicas de Ana obtuvieron como respuesta el nacimiento del hijo insistentemente pedido (1 S. 1:10-18). En contestación al clamor de Elias, Dios le concedió una resonante victoria sobre el baalismo (1 R. 18:36-40), y fueron las oraciones del mismo profeta las que influyeron decisivamente en la sequía y en la lluvia (Stg. 5:17-18). Por la oración de Elíseo fue resucitado el hijo de la sunamita (2 R. 4:33). Las súplicas del rey Ezequías le libraron de la invasión de Sennaquerib (2 R. 19:15-37) y de la enfermedad (2 R. 20:2-11). El arrepentido Manases, exiliado y cautivo en Babilonia, oró a Dios «y habiendo orado a él, fue atendido, pues Dios oyó su oración y lo restauró a Jerusalén, a su reino» (2 Cr. 33:12-13). Daniel oró y Dios le reveló el sueño de Nabucodonosor (Dn. 2:17-19). Atendiendo a las oraciones de Nehemías, Dios inclinó el corazón del rey persa Artajerjes para autorizar y favorecer la reconstrucción de Jerusalén (Neh. 1:4-11; Neh. 2:4), Y no son menos impresionantes algunas de las respuestas a la oración mencionadas en el Nuevo Testamento. Recuérdese la liberación milagrosa de Pedro, encarcelado y condenado a muerte (Hch. 12), o lo acontecido en la cárcel de Filopos mientras Pablo y Silas «oraban y cantaban himnos a Dios» (Hch. 16:25-40).

También la historia de la Iglesia abunda en hechos que confirman la eficacia objetiva de la oración, tanto en el orden físico como en el espiritual e incluso en el político. Serían incontables los casos de curación de graves enfermedades o de liberación asombrosa de otros peligros no menos graves, hechos que habían sido objeto de oración previa. Por supuesto, no todas las peticiones en favor de enfermos han sido contestadas del mismo modo. En muchos casos la curación no se ha producido. Como vimos al considerar los requisitos de la oración, debemos someternos a la soberanía de nuestro Padre, tan sabio como misericordioso. La diversidad de respuestas, positivas o negativas (a nuestro juicio), no invalida el poder de la oración. La fe que nos mueve a ella tiene en sus resultados una doble vertiente: la de los prodigios, a veces milagrosos, y la del poder espiritual para resistir las mayores adversidades. Éste es el gran mensaje de Hebreos 11:32-40.

Con razón escribió Santiago; «La oración eficaz del justo puede mucho» (Stg. 5:16).

martes, 17 de septiembre de 2013



EVANGELIZAR EN TIEMPOS DE INCREENCIA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda




 

            Estamos hoy ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso y espiritual del hombre de hoy, realidad ésta que nos ubica delante de un gran desafío como Iglesia. Este diagnóstico dado por el Papa Emérito Benedicto XVI, nos obliga a responder a una pregunta que no es nueva: ¿Sigue siendo la fe la posibilidad más radical y humana para el hombre, justo en un momento en el que parece alcanzar sus deseos más mundanos y secularizado?

            Más allá  de la respuesta, lo que nos debe interesar es la pregunta misma por esa posibilidad misma de la fe, lo cual nos permitirá descubrir la situación nueva que vivimos: La increencia como mentalidad dominante y una sociedad donde lo que se cuestiona precisamente, es la fe en Dios.

            La crisis de fe es cultural. No es una actitud determinada contra ella, sino una atmosfera que ha logrado conformar una mentalidad de esta época, que ofrece una mentalidad desvinculada de valores, de reglas, de normas objetivas, y que invita ha rechazar todo lo que supone un límite de deseos momentáneos. Pero este tipo de propuestas, en lugar de conducir a la verdadera libertad, lleva a la persona a ser esclava de sí mismo y de sus bajos instintos libertinos.

            Podemos decir que no hay un problema  de herejías doctrinales, sino de indiferencia existencial entorno a la fe y a su forma explícita de confesión eclesial. La cultura y el andamiaje social sobre el que estaba asentada la fe cristiana como un conjunto unitario o base común, se ha roto.

            Ahora es un momento nuevo. La cultura y la sociedad, sin ser pre-cristianas, ya no son decididamente cristianas, sino post-cristianas y hasta anti-cristianas.

            Algunos siguen siendo tradicionalmente cristianos, pero de hecho viven en medio de una sociedad como si no lo fuesen, dejan esta realidad exclusivamente para el ámbito de lo privado y familiar, sin convicción ni decisión para que esta forma de vida impregne la vida cotidiana en el ámbito donde se juegan las decisiones fundamentales.

            En este contexto cultural, es donde se nos plantea el desafío de la Nueva Evangelización, es una invitación propicia para que todo dirigente del MCC, se sienta interpelado ante el llamado de ser inexcusable ante el firme deseo de Dios para con el hombre.

            Con esta apreciación de la realidad no quisiera dejar la impresión de negatividad o desaliento, sino todo lo contrario. Conocer la realidad y asumirla nos ofrecerá la posibilidad de enfrentar esta problemática y prepararnos adecuadamente bajo un sentido integral de lo humano y lo espiritual.

            Evangelizar la increencia, es hacer vida el mandato mismo de Cristo de proclamar el Evangelio a todo hombre. Un interpelación que ha de resonar en toda nuestra acción apostólica como dirigentes del MCC; es decir discernir a corazón abierto delante del mismo Cristo; si estamos haciendo lo que Él quiere que hagamos, o si estamos acostumbrados solo con predicar a los más cercanos.

            Evangelizar la increencia es dar vida a unas cuantas inquietudes del mismo mandato evangelizador que nos ha propuesto Cristo: ¿Cómo puede el Evangelio ser noticia y noticia buena para nuestras comunidades cristianas? ¿Cómo anunciar a Cristo a hombres y mujeres que, habiendo oído hablar de Él, hoy le dan la espalda? ¿Cómo hacer creíble el Evangelio a personas que después de haberlo escuchado lo rechazan? ¿Cómo presentar la fe cristiana a quienes no parecen necesitarla?. En definitiva, ¿Cómo anunciar y ofrecer al hombre de hoy el Evangelio de la vida y la salvación de Jesucristo de tal manera que pueda ser acogido, vivido y experimentado ya desde ahora, dentro de los límites y fragilidad de nuestra existencia, como promesa de Vida Eterna?

            Que María Madre del Primer Evangelizador, que, con el testimonio de su fe en la Palabra de Dios y su actitud de servicio, supo llevar la Buena Nueva de su Hijo a su prima Santa Isabel, inspire y sostenga nuestra tarea evangelizadora.

Caracas 13 de Septiembre 2013

Festividad de San Juan Crisóstomo, Obispo y Doctor de la Iglesia

I Taller Nacional de Dirigentes  del MCC

           

viernes, 26 de julio de 2013






 

EL EJERCICIO DE LA TOLERANCIA
 
Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 
 

 

“Cuando me hice miembro de la iglesia, mi círculo era muy grande… porque incluía a todos aquellos que, como yo, habían creído. Estaba feliz con la idea de que los creyentes eran muchos. Pero, siendo del tipo observador, pronto aprendí que muchos creyentes cometían errores. Yo sólo podía tolerar dentro de mi círculo a quienes, como yo, hicieran lo correcto acerca de todos los puntos de doctrina y en la práctica. Algunos hicieron lo malo y pecaron. ¿Qué podía hacer yo? Tracé mi círculo otra vez… dejando fuera a publicanos y pecadores y, dentro conmigo, a los rectos y humildes. Luego escuché rumores malos acerca de algunos de estos. Noté que algunos poseían una mente terrenal y que sus pensamientos continuamente eran sobre cosas mundanas. Mi deber, para salvar mi reputación, fue volver a trazar mi círculo… dejando dentro sólo aquellos que tenían reputación de poseer una mente espiritual. Me di cuenta que sólo mi familia y yo habíamos quedado dentro del círculo. Tenía una buena familia, pero para mi sorpresa, mi familia finalmente estuvo en desacuerdo conmigo. Yo siempre estoy en lo correcto. Un hombre debe sostenerse firme en sus creencias. Así que con determinación férrea, volví a trazar mi círculo… quedándome solo.” Anónimo.


Si creemos que todos los demás deben comportarse en forma impecable, como Cristo, invariablemente nos quedaremos solos, como la persona de la historia, por la sencilla razón de que nadie ha llegado, ni en el pasado ni en el presente, a la estatura de Cristo; ni llegará nadie en el futuro. Y déjeme decirle, esperando que no se ofenda, que eso lo incluye a usted.


Como nadie es perfecto, es importante comprender la cualidad de la tolerancia.

 

Comencemos por la definición del diccionario:


Tolerancia = Permitir los puntos de vista, prácticas y creencias de los demás. Ser libre de prejuicios. Grado de variación permisible de un estándar. En medicina, tolerancia es la habilidad de resistir el daño que produce la exposición a una droga o virus. En mecánica, tolerancia es el grado en el que una máquina puede funcionar fuera de las condiciones ideales.


Todos nos desarrollamos de manera individual y sucede que, en este proceso, cometemos errores y fallamos frecuentemente. Nadie recorre la misma senda que otro en la vida. Por lo tanto, los puntos de vista, prácticas y creencias serán también diferentes, ya no de cultura a cultura, o de país a país, sino de persona a persona. Tolerancia, entonces, es la cualidad que apoya al individuo, a pesar de las faltas de su carácter, y no permite que las fallas se interpongan en el desarrollo de una relación. La persona de la historia se quedó sola porque no permitió ni siquiera los puntos de vista de su propia familia.


Sin embargo, debemos tener cuidado de no abusar del concepto. No es conveniente perdonar todas las fallas en el carácter o rebajar los estándares de comportamiento en nombre de la tolerancia; eso es comprender erróneamente la tolerancia; muchas personas recurrirán a ella para saltarse los valores morales. Tolerancia es, quizá, permitir que nuestros hijos elijan colores que no combinan en su vestuario, pero nadie nos puede tachar de intolerantes por no permitirles vivir en promiscuidad.


La tolerancia no es rebajar los altos estándares morales para hacer que los demás se sientan más a gusto, sino que consiste en mantener los altos estándares y motivar a los demás a desarrollar un carácter aceptable sin rechazarlos cuando fallen. No se trata de perdonar el fracaso, sino de comprender que el fracaso es necesario en la vida de todos y que es inevitable en el crecimiento.


¿Cuál es el límite para conocer lo que es permisible aceptar y lo que no se puede tolerar?  La respuesta la podemos encontrar en la Biblia:
 

Lo que nos dice la Sagrada Escritura:


“No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus apetitos; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Rm 6, 12-13).


Es claro entonces que no podemos permitir el pecado, pero podemos alentar a las personas que los cometen a que se arrepientan, sin rechazarlas por sus fallos.


Regresando a lo que sí es tolerancia, debemos tener cuidado de no juzgar. Nadie nos erigió en jueces y carecemos de la autoridad moral (recuerde que todos somos pecadores) para dictar una sentencia. ¿Le molestan las ideas de los demás muy fácilmente? ¿Le estorban las peculiaridades y características de los demás? ¡Cuidado! Quizá le esté faltando algo de tolerancia. Recuerde que tendemos a ser muy tolerantes con los propios errores y críticos con los de los demás. Jesús dijo: "¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que está en tu propio ojo?” (Lucas 6, 41).


Veamos un ejemplo en el hogar. Existe un miembro de la familia que no recoge sus posesiones (de hecho las deposita en los lugares más inapropiados) y esto irrita a los demás miembros de la familia. ¿Conoce a alguien así?: quien no deja las cosas en su lugar; tiene su cuarto en completo desorden; no colabora con los deberes familiares o lo hace de mal modo y sin cuidado, etc. ¿Qué debe hacer un padre? Antes de responder, recuerde que una explosión de mal carácter no ayuda al crecimiento, lo atrofia. El niño/adolescente que atestigua la violencia verbal de sus padres, terminará contestando eventualmente de la misma manera. Un padre debe responder con palabras suaves pero firmes y claras de que se recoja el desorden o se realice la tarea.


Otro punto delicado acerca de la tolerancia es no usarla para evitar conflictos. Unos padres que aceptan que sus hijos hagan lo que desean, podrán quizá presumir de ser tolerantes, pero sin duda están renunciando a lograr el crecimiento de sus hijos.


Resumiendo, tolerancia es permitir puntos de vista, aceptando al individuo, no sus fallas, entendiendo que hay diferentes grados de madurez y diferentes rutas para lograrla.

martes, 7 de mayo de 2013



JESÚS VUELVE A SU GLORIA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 

                Al final del evangelio de Marcos leemos: “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios Padre” (Mc.16,19). Mateo termina el suyo con la aparición en el monte de Galilea. Dice a sus discípulos: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos”… (Mt. 28,18-20).  El apóstol San Juan  se detiene en el relato de las apariciones para presentarnos a Jesús como “dador de Espíritu”, y “Señor”. Una vez resucitado, envía a los suyos, por medio de María Magdalena, este mensaje: “Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”( Jn.20,17).

                El que más claramente habla de la ascensión es Lucas, quien termina su primer libro con estas palabras: “Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos y fue llevado al cielo” (Lc.24,50-51). El comienzo de su segundo libro nos describe el acontecimiento con mayor hecho.

                Existe una relación intima entre la resurrección de Jesús y su ascensión al cielo, como la hay también entre estas y la pasión y muerte del Señor. Son cuatro los momentos de un mismo drama y acción misteriosa; escenas diversas de un único acontecimiento: El paso de Jesús de este mundo al Padre”. (Jn13,1).

                Se trata de una verdadera ascensión. Este es el sentido que da Lucas al largo viaje de Jesús a Jerusalén cuando dejaba decididamente su ministerio en galilea. Inicia su relato con estas palabras. “Como se iban cumpliendo los días de su ascensión, Él afirmó su voluntad de ir a Jerusalén”. (Lc. 9,51).

                Jesucristo entró en su gloria en el momento mismo de la resurrección. (Lc.24,26). En realidad la ascensión nada añadió a la gloria del Resucitado. Más convenía a los discípulos presenciar aquella nueva y definitiva manifestación gloriosa para alcanzar el significado profundo de su exaltación. “ Dios ha exaltado a su Siervo Jesús” ( Hech. 3,13; Jn,3,14).

                Al mismo tiempo, la subida de Jesús al cielo era para ellos el final de una gozosa experiencia que el maestro les proporcionó durante aquel lapso de tiempo para confirmarlos en la fe y encender en sus corazones la esperanza y el amor.

                Jesús ha entrado al cielo “por nosotros como precursor” (Heb. 6,20). Por eso su figura nos señala la dirección en nuestro caminar. Y nos libra a un tiempo de todo triunfalismo humano, porque el que subió es el mismo que bajo. (Ef. 4, 9-10; Lc .14,11).


martes, 30 de abril de 2013



SAN JOSE OBRERO:

 UN ESPECTÁCULO DE SANTIDAD

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda

Fiesta instituida por Pío XII el 1 de mayo de 1955, para que -como dijo el mismo Pío XII a los obreros reunidos aquel día en la Plaza de San Pedro - "el humilde obrero de Nazaret, además de encarnar delante de Dios y de la Iglesia la dignidad del obrero manual, sea también el próvido guardián de vosotros y de vuestras familias".
 



San José, descendiente de reyes, entre los que se cuenta David, el más famoso y popular de los héroes de Israel, pertenece también a otra dinastía, que permaneciendo a través de los siglos, se extiende por todo el mundo. Es la de aquellos hombres que con su trabajo manual van haciendo realidad lo que antes era sólo pura idea, y de los que el cuerpo social no puede prescindir en absoluto. Pues si bien es cierto que a la sociedad le son necesarios los intelectuales para idear, no lo es menos que, para realizar, le son del todo imprescindibles los obreros. De lo contrario, ¿cómo podría disfrutar la colectividad del bienestar, si le faltasen manos para ejecutar lo que la cabeza ha pensado? Y los obreros son estas manos que, aun a través de servicios humildes, influyen grandemente en el desarrollo de la vida social. Indudablemente que José también dejaría sentir, en la vida de su pequeña ciudad, la benéfica influencia social de su trabajo.

            Sólo Nazaret -la ciudad humilde y desacreditada, hasta el punto que la gente se preguntaba: "¿De Nazaret puede salir alguna cosa buena?"- es la que podría explicarnos toda la trascendencia de la labor desarrollada por José en su pequeño taller de carpintero, mientras Jesús, a su lado, "crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres".

            En efecto, allí, en aquel pequeño poblado situado en las últimas estribaciones de los montes de Galilea, residió aquella familia excelsa, cuando pasado ya el peligro había podido volver de su destierro en Egipto. Y allí es donde José, viviendo en parte en un taller de carpintero y en parte en una casita semi excavada en la ladera del monte, desarrolla su función de cabeza de familia. Como todo obrero, debe mantener a los suyos con el trabajo de sus manos: toda su fortuna está radicada en su brazo, y la reputación de que goza está integrada por su probidad ejemplar y por el prestigio alcanzado en el ejercicio de su oficio.

            Es este oficio el que le hace ocupar un lugar imprescindible en el pueblo, y a través del mismo influye en la vida de aquella pequeña comunidad. Todos le conocen y a él deben acudir cuando necesitan que la madera sea transformada en objetos útiles para sus necesidades. Seguramente que su vida no sería fácil; las herramientas, con toda su tosquedad primitiva, exigirían de José una destreza capaz de superar todas las deficiencias de medios técnicos; sus manos encallecidas estarían acostumbradas al trabajo rudo y a los golpes, imposibles de evitar a veces. Habiendo de alternar constantemente con la gente por quien trabajaba, tendría un trato sencillo, asequible para todos. Su taller se nos antoja que debía de ser un punto de reunión para los hombres -al menos algunos- de Nazaret, que al terminar la jornada se encontrarían allí para charlar de sus cosas.

            José, el varón justo, está totalmente compenetrado con sus conciudadanos. Éstos aprecian, en su justo valor, a aquel carpintero sencillo y eficiente. Aun después de muerto, cuando Jesús ya se ha lanzado a predicar la Buena Nueva, le recordarán con afecto: "¿Acaso no es éste el hijo de José, el carpintero?", se preguntaban los que habían oído a Jesús, maravillados de su sabiduría. Y, efectivamente, era el mismo Jesús; pero José ya no estaba allí. Él ya había cumplido su misión, dando al mundo su testimonio de buen obrero. Por eso la Iglesia ha querido ofrecer a todos los obreros este espectáculo de santidad, proclamándole solemnemente Patrón de los mismos, para que en adelante el casto esposo de María, el trabajador humilde, silencioso y justo de Nazaret, sea para todos los obreros del mundo, especial protector ante Dios, y escudo para tutela y defensa en las penalidades y en los riesgos del trabajo.