lunes, 29 de noviembre de 2010


¿DÓNDE PONEMOS NUESTRA ATENCIÓN?

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda


 


La atención, definida sin más, es la aplicación de la mente a un objeto. Desde el punto de vista psicológico, es un proceso consciente en enfocar ciertos aspectos de una experiencia, prescindir de otros. La atención tiene un foco en que los acontecimientos se pierden con claridad, un área marginal en la que se perciben con menor claridad. Factores internos, exterrnos a la persona determinan la calidad de la atención. Entre los externos, el ruido amenaza con debilitarla, destruirla. Nosotros vivimos en una civilización llena de ruido. El ruido está tomando carta de naturaleza en nuestra vida, estamos perdiendo la costumbre de crear una atmósfera propicia para la reflexión, a la interiorización. Estamos incapacitándonos para el sosiego interior y nos estamos acostumbrando a que, desde fuera, nos llenen la vida que deja de ser, de ese modo, en gran medida, vida propia. Todo nos viene ruidosamente impuesto desde fuera y quizás sin tiempo para filtrarlo, nos va configurando poco a poco.

En nuestras vidas es necesario el silencio, para la reflexión, para la búsqueda de nuestra interioridad, la búsqueda tranquila del origen de nuestros actos, de nuestros deseos. No se puede madurar sin grandes ratos de interiorización, de pensar por nuestra cuenta, de pensar quizás a solas, en silencio, de leer pausadamente sin conformarse las noticias de agencia que se ojean con rapidez.

La vida espiritual, la vida cristiana, tiene las mismas exigencias del silencio, de la reflexión, de búsqueda interior. Es verdad que el Evangelio reclama constantemente nuestra acción, nuestra entrega decidida por el prójimo. Es verdad que nos pide un compromiso serio, eficaz en la vida, en el lugar, en el momento en que vivamos. Es absolutamente cierto que Jesucristo no hizo otra cosa que trabajar en su vida, que recorrió los caminos de la tierra curando, hablando con las gentes, repartiendo a su alrededor la palabra, el consejo, el perdón, la vida, el conocimiento, la comida. Es verdad que también nos dijo que seríamos examinados de nuestras propias obras. No hay duda, pues, que un cristiano tiene que actuar siempre para merecer el nombre de cristiano.

Si todo lo anterior es verdad, no lo es menos que la acción cristiana tiene que tener una raíz profunda que se alimenta en el silencio, en la reflexión, en el contacto diario, personal con Dios; en todo que hemos llamado (y que es) oración. Jesucristo también fue expresivo en este respecto y, como en todo lo suyo, ejemplar. Las grandes decisiones de su vida fueron siempre precedidas del silencio, del recogimiento, de la conversación exclusiva con el Padre. Y era cuando volvía de ese ambiente de oración cuando daba lo mejor de lo suyo. Jesucristo necesitaba callar, orar. Cuando más apremiante era la multitud más aparece el deseo de retirarse, sólo con sus íntimos, para repasar con el Padre los grandes acontecimientos de su existencia.

Hoy la vida y los distintos acontecimientos de la vida, de la historia, de nuestros mundo personal y social, del momento histórico de nuestra patria, nos pide, o mejor dicho nos reclama que es fundamental sentarse a los pies del Maestro, de escuchar en silencio y mediata sus enseñanzas. Escucharle atentamente, silenciosamente, lejos del trabajo y el afán cotidiano, de las preocupaciones, de los acontecimientos, de las inquietudes e infortunios. Es necesario que nos sentemos a sus pies, búsquenos las raíces de nuestra actividad cristiana para adecuarla a su estilo. No podemos actuar en cristiano si no sentimos la urgente necesidad de orar, de estar quietamente delante del Señor para escucharle, para ver las cosas, los acontecimientos, las personas con sus ojos, para llenarnos en la quietud, de un deseo inseparable de hacer por los demás, de actuar por los demás, de defender los principios éticos y morales sin menoscabo, de testimoniar que la Verdad de Cristo no pasa, que su Verdad es eterna e inspiradora de los designios de nuestra historia.





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