lunes, 29 de noviembre de 2010

UNIDAD DE VIDA DEL SACERDOTE EN CRISTO

LA UNIDAD DE VIDA DEL SACERDOTE EN CRISTO



La celebración del año sacerdotal que acabamos de dar por clausurado hace un par de meses atrás, se caracterizó en todo su desarrollo y contenido por ser un año muy positivo, y a la vez propositivo en cuanto a lo que respecta al tema de la vida sacerdotal, la identidad del ministerio ordenado, su espiritualidad y concretamente en la consolidación de la madurez humana del sacerdote. Entre los aspectos más relevantes del año sacerdotal podemos mencionar; entre otros: La intensa profundización de nuestra identidad sacerdotal, el sentido sobrenatural de la vocación sacerdotal, la búsqueda constante de la consolidación espiritual del ministerio sacerdotal. De igual modo, ha sido un tiempo propicio que intentó promover el compromiso de la renovación interior, de todos nosotros como sacerdotes de Jesucristo, dando así un fuerte e incisivo respaldo a nuestra condición de testigos del mismo Jesucristo en el mundo de hoy, en nuestras comunidades a las que se nos ha designado como pastores, y al rostro vivo de Él en medio de las dificultades de nuestra actual Arquidiócesis.

Bajo este contexto eclesial y respondiendo a la necesidad de nuestra formación permanente, nos dedicaremos hoy, a reflexionar acerca del tema: La unidad de vida del sacerdote en Cristo.

Pretendiendo ubicar el tema en el contexto teológico y de su presentación sistemática, podemos afirmar que el tema no es nuevo, lo podemos ver ya desarrollado en el decreto Presbyterorum Ordinis, ( el cual trata acerca del ministerio y la vida de los presbíteros) de el Concilio Vaticano II. En dicho decreto se hace énfasis respecto a la espiritualidad sacerdotal, está, sin duda alguna en el tema de la unidad de vida. En las páginas del decreto de la Presbyterorum ordinis leemos al respecto: “Los presbíteros, implicados y distraídos en muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia, cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, por mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo el Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a completar la obra. Los presbíteros conseguirán la unidad de sus vidas uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de si mismo por el rebaño que se les ha confiado”. ( PO. 14).

Como nos lo ha recordado el Concilio Vaticano II, en el decreto antes citado, no podemos obviar que el ejercicio ministerial se realiza y concreta en medio de una serie de condicionantes, como son el secularismo, el relativismo, la inversión de principios y valores, el consumismo, el materialismo, el hedonismo, tendencias ideológicas y hasta confusión ambiental; sin embargo, dichas realidades no las podemos asumir como determinantes de nuestro estilo de vida sacerdotal y mera justificación de la imperante desarmonía interior que muchos de los sacerdotes actuales demostramos como un estilo de vida asumido.

Sacerdotalmente, nos entendemos y vivimos armónicamente desde la verdad plena de Jesucristo; sólo cuando colocamos en Él nuestro centro dinámico y convergente de nuestra existencia ministerial y humana, podemos experimentar la unidad de lo que somos y debemos expresar en nuestras actitudes de vida.

La unidad de vida centrada y concentrada en la experiencia de Cristo y no en la ordenación externa, ni en la sola practica de los ejercicios de piedad, ni en las técnicas sicológicas, aunque sean recursos que puedan ayudar mucho, encuentra su fundamento cierto y consistente en la expresión de nuestras actitudes humanas. Cuando la unidad de vida del presbítero está fundamentada desde Jesucristo, debemos de entenderlo en un doble sentido: En la comunión de vida, actual con Jesucristo resucitado; y en la contemplación imitativa del modo de vida de Jesús de Nazareht.


 
La llamada de Cristo Jesús al seguimiento, comporta al mismo tiempo e inseparablemente un carácter centrípeto: lo cual constituye el estar con Él; y a su vez centrífugo, el cual entendemos como enviados a predicar su Buena Nueva. Sintéticamente este doble carácter lo entendemos como una concentración en su persona “ sígueme” y una colaboración en su causa, nos ha constituido en pescadores de hombres. En aprender viviendo a Jesucristo, oyendo al maestro y enseñando lo que hemos visto y oído de labios del Maestro.

Seguir a Jesucristo, incluye como dato esencial en estar con el Señor, en mirarle y remirarle contemplativamente, en retirarnos a orar confiadamente al Padre y suplicarles por sus hijos e hijas, escuchar y rumiar su palabra, en discernir su voluntad. Un sacerdote no puede descuidar todo esto en nombre de la misión, de la evangelización o los encargos que le sean asignados, ya que de ser así, el activismo, se comerá la esencia y armonía del ministerio sacerdotal, dando como resultado un ministerio desarmónico interiormente, de poco arrastre ante los desafíos actuales y de poca hondura sacerdotal. Una de la expresiones que demuestra la unidad de vida en el sacerdocio es que nos vean como hombres de Dios, y no sólo como buenos gerentes.

Existe un principio ético-moral que reza así: “El actuar, sigue al ser”, el cual aplicado al tema que nos ocupa, podemos aplicarlo diciendo que sólo en cuanto nuestras actitudes demuestren nuestra unidad a Cristo y reflejo encarnado del sacerdocio del mismo Cristo, estaremos dando testimonio de ser lo que somos, sacerdotes de Cristo y su Iglesia. Y por el contrario, si nuestras actitudes no son sacerdotales, esto quiere decir que nuestra identidad sacerdotal se ha diluido en medio de lo secular. Hablar de la unidad de vida sacerdotal, es encarnar, reflejar y trasmitir lo que realmente somos: sacerdotes de Jesucristo. De esto se desprende que la unidad de vida no se debe reducir a un simple modelaje de apariencias externas, de aptitudes balanceadamente eficaces, de pro actividad existencial, o de excelencia gerencial, sino de la confluencia de un conglomerado de aptitudes y actitudes de la esencia ministerial del que deben brotar nuestras acciones y destrezas humanas y espirituales. Desde esta razón fundante, me atrevo a decir, que cuando nuestras actitudes, están en contra de nuestra identidad sacerdotal, estamos actuando separadamente de nuestra esencia y testimonio de lo que somos. En estos tiempos post- moderno, a los sacerdotes se nos está catalogando de una cierta perdida de identidad, de poco arraigo y capacidad de liderazgo evangélico, de una marcada falta de unción sacerdotal en la forma de presentarnos, vivir y actuar en el ministerio sacerdotal. Hoy existe en nuestro testimonio de vida ministerial, lo que podemos llamar esquizofrenia sacerdotal, lo cual refleja como esa demencia precoz del ministerio, y denota al mismo tiempo una disociación de las funciones propias del ministerio sacerdotal. Es decir, pensar de una manera y radicalmente vivir de otra.

Nuestra unidad de vida sacerdotal, bien asumida, articulada y expresada en nuestras acciones, la podemos comparar como el vaso de miel, que fácilmente atrae a las abejas. No es algo que pasa por desapercibido, o una actitud vacía, sino que encarna nuestra identidad ministerial, nuestras actitudes evangélicas y ministeriales, nuestra manera de vivir y testimoniar nuestra verdad sacerdotal. Quien vive la unidad de vida sacerdotal de Cristo, en la ejecución y vivencia, no sólo da apariencia de ser un hombre bueno, sino de aspirar a ser un hombre santo.

La unidad de vida en el sacerdote está articulada por una trilogía vivencial, la cual puede ser expresada de la siguiente manera: En lo que pensamos, en lo que vivo y el cómo actúo. Identidades estas, que deben estar al interno de la vida de cada sacerdote de una manera integrada y que deben confluir en la plena satisfacción del estilo de vida escogido como el máximo bien, entre las realidades de vida vocacional del hombre. De igual manera, la unidad de la presente trilogía denota una marcada realización humana y espiritual, una expresada ilusión en los encargos encomendados desde el ministerio, una coherencia de vida en la ejecución ministerial. Como también un desafío constante por alcanzar nuestra propia santificación, santificando a los demás.

Vivir la identidad de vida sacerdotal, inspirado por la dimensión de la unidad de vida, consolida nuestra tarea y entrega en el ministerio sacerdotal. Cuando reflexionamos en torno a la unidad de vida en nuestro sacerdocio, se nos sugiere al mismo tiempo una serie de interrogantes, que aunque pareciendo triviales en nuestra existencia poseen una honda dimensión de revisión y replanteamiento existencial y sobrenatural. Entre estos interrogantes podemos mencionar: ¿ Qué nos alegra en nuestra existencia? ¿Qué nos asusta o nos da temor? ¿ Que logra quitarnos el sueño?¿Cuál es la jerarquía de valores que dominamos?¿Dónde está el centro de gravedad de nuestra propia existencia?¿Por qué somos capaces de entregar la vida?....

De igual manera, el tema en cuestión nos centra también en nuestra dimensión espiritual en cuanto que nos hace ver a nuestra interioridad e identidad cristiana, sopesando así nuestra actitudes desde la realidad de nuestro diario vivir. Nosotros que somos hombres que rezamos a diario, que comulgamos y celebramos la Eucaristía, que predicamos y le hablamos a la gente de la salvación, del perdón, de la justicia y la caridad; qué está encontrando la gente en nuestras acciones ministeriales.

Figuradamente, y quizás de una manera infeliz podemos afirmar que el tema de la unidad de vida, nos marca una identidad y una forma de ser y actuar en nuestra condición ministerial, es como una comparación con la hallaca, no se trata de que ella tenga buen aspecto, o esté bien amarrada, se trata que tenga sustancia. La simple apariencia ministerial no basta, debemos mostrar la sustancia de nuestro ser sacerdotal. Las falsas apariencias encantan pero, a su vez espantan a nuestros fieles de lo que encuentra en algunas oportunidades en nuestras actitudes como sacerdotes. La unidad de vida, no es simple modelaje exterior, sino una consistencia interior de cómo vivir, ejercer y demostrar nuestra identidad sacerdotal. Tampoco la unidad de vida debe ser comprendida como una camisa de fuerza, como algo impuesto que nos asfixie, que nos cause la incomodidad existencial; sino debe ser aceptada y vivida como una realidad integrada entre lo que somos y aspiramos: Ser y vivir como auténticos sacerdotes de Cristo y su Iglesia, hombres que estamos procurando alcanzar nuestra propia santificación y la de muchos que el mismo Señor nos ha confiado.

Descendiendo un poco a nuestra experiencia de vida sacerdotal, y como sacerdotes jóvenes curiosamente me quisiera detener en los siguientes aspectos en cuanto a la necesidad imperante de buscar una mejor unidad de vida en nuestro ministerio:

• Una de las grandes preocupaciones de los sacerdotes es el modo de vivir la actividad. Más de una vez aparece un cierto cargo de conciencia porque la actividad evangelizadora ya no es vivida con fervor y ganas. Los cansancios, los fracasos, la rutina, el temor al desgaste y a ser absorbidos, y otras dificultades ligadas a la actividad, muchas veces terminan quitando el gozo de evangelizar. Detrás de esta problemática, está la fragmentación del mundo moderno entre la privacidad y la entrega a una misión. Por eso en la práctica, no siempre en el modo explicito de pensar, hay una dicotomía entre la actividad pastoral y los espacios personales. Quizás se buscan recursos espirituales para sentirse bien, para estar mejor, para resolver los problemas psicosomáticos, para descansar un poco, pero la actividad apostólica es sentida con preocupación como algo desgastante, hasta peligroso. De ahí que corramos el riesgo de dedicarnos a un determinado sector pastoral para el que nos sentimos más seguros, más cómodos, donde es menos cuestionado o interpelado.

• Vivimos ciertas identidades de servicio ministerial a la defensiva. Al existir una permanente tensión defensiva, la actividad ministerial cansa más de lo razonable, y ya no se vive como respuesta de Amor de Dios que nos convoca a la misión, sino como una mera obligación.

• Tenemos un cuidado excesivo de la privacidad. Con normalidad hemos hecho nuestro un lenguaje de impenetrables, escuchamos a muchos hermanos sacerdotes hablar de sus “espacios personales”, de lugares donde respirar tranquilos sin que me exijan cosas. Pero en la mayoría de los casos esos espacios privados pasan a ser los más importantes. Para mucho de los sacerdotes, los escapes de la sede parroquial, el refugio en internet, las amistades particulares, las agendas sociales, conforman el mundo de prioridad ministerial; logrando así que la entrega apostólica deje de ser lo que es, y solo pase a ser una función pasajera.

• Existe en nuestra vida sacerdotal una mala utilidad del tiempo y el control del tiempo, que al no saber priorizar o jerarquizar los encargos encomendados en la vida sacerdotal, le damos prioridad a empeños triviales y pasajeros. Existe una desenfrenada búsqueda de escape de lo que nos exige el ministerio, de lo que nos compromete humanamente el ser sacerdotes hoy. En mi impresión vivimos como asfixiados en los espacios ministeriales o parroquiales. Inventamos distintas maneras de escaparnos de los encargos ministeriales, como son los viajes, algunas peregrinaciones, supuestas tareas u opciones supra parroquiales, encuentros, búsqueda de refugio en una familia, algún afecto particular, hasta en algunas ocasiones irse a estudiar fuera o sacar alguna carrera tangencialmente incompatible con el oficio sacerdotal. No importa lo que se haga, lo importante es no estar donde se tiene y se debe estar como sacerdote.

• Amoldados de manera perfecta a las ofertas mundanas. Existe en nosotros como una tendencia muy bien marcada de tener lo que tiene todo el mundo, de vestir a la moda, de viajar donde nadie nos identifique como sacerdotes, de asistir a centros y lugares donde ejerzamos un marcado anonimato, a no perdernos nada de lo que la modernidad ofrece. Nos caracterizamos por tener una obsesión por ser como todos. Esta obsesión, que es un modo de aplazar la propia conversión, también, es altamente desgastante, porque se trata de escapar de aquello que precisamente nos otorga la identidad que le da sentido a la actividad, y sin la cual las tareas se vuelven forzadas.

• Separación de la identidad personal y la vida exigencia sacerdotal. Al parecer la misión que Dios nos confía no termina de marcar a fondo la identidad personal. Por una parte nos presentamos con apariencia sacerdotal y en lo oculto y privado de nuestro universo personal nos presentamos como hombres como los demás. Lo cual es la prehistoria de muchos casos de deserción ministerial de mucho de nuestros hermanos. Hemos comenzado a negociar el ministerio con las cosas del mundo, que acabamos teniendo un mayor gusto e identidad con las cosas mundanas.

• Un desmesurado interés por la profesionalidad no propia del ministerio. En esta línea, en algunos hermanos sacerdotes aparece el deseo de estudiar otra carrera o maestrías (psicología, gerencia administrativa, periodismo, literatura, derecho etc.) para mostrarle a la sociedad que ellos no se reducen solo a las cosas ligadas a la religión y que también somos competentes en otras áreas intelectuales. En todo esto subyace un fuerte complejo de inferioridad, que se deja contagiar por el escepticismo de ciertos sectores y muy presente en los medios de comunicación. Si no se estudia otra carrera, quizás encauce de otro modo esta obsesión por demostrar que él es capaz de algo más que el ministerio, tratando de sobresalir en el deporte, tocando algún instrumento, haciendo programas de opinión especializada en temas sociales o políticos, o albergando su deseo de dominio en una seudo carrera militar, asimilándose al ejercito de la nación. Esta obsesión lleva muchas veces a dedicarle más tiempo a estas cosas que al ministerio sacerdotal.

• Una espiritualidad orientada más por subjetivismo que por la interioridad. Existe en los sacerdotes actuales, una creciente introspección, que no implica tanto revisar la propia respuesta a Dios en la oración, sino escrutar quien soy, si soy feliz o no lo soy, si me dan afectos o no. Más que de una profunda interioridad, se trata de un marcado subjetivismo egocéntrico. El sueño de responder a Dios con toda la vida se somete a la necesidad imperiosa de disfrutar la vida mientras sea posible. El lado positivo es que los curas jóvenes son más abiertos y espontáneos en hablar de sus angustias y dificultades internas.

• El mundo afectivo mal canalizado. El hombre posmoderno es un ser centrado en sus necesidades inmediatas y frecuentemente insatisfechas con sus relaciones humanas. Nosotros como sacerdotes jóvenes, de igual manera tendemos a desarrollar este estilo de vida individualista que nos lleva a escapar de la comunión con los que sufren. Buscamos amistades que nos complazcan en distintos aspectos humanos, nos valemos de las debilidades humanas para sacar provecho afectivo. Damos la impresión de inestabilidad psico afectiva. Hacemos acepción de personas, propiciamos las amistades particulares y los favoritismos. Jugamos con los sentimientos de los demás en marcadas ocasiones.

• Confusiones en el orden de la afectividad. Existe una gran ingenuidad que a veces tiende a reducir las causas de los problemas a los condicionamientos psicológicos que exculpan, y olvida que siempre es necesaria una cuidadosa prudencia, la previsión y ciertas renuncias cotidianas, no menos de las que se pide a una persona casada, muchas veces sometida a la tentación de la infidelidad. Son frecuentes las actitudes permisivas y el consumo de estímulos, que a su vez llevan a cierta ambigüedad en el intercambio afectivo. Es ingenuo, porque olvida que una gratificación lleva a necesitar más. Hoy es frecuente que las mujeres se presten a relaciones ocasionales y desinhibidas, sin exigirnos como sacerdotes el abandono del ministerio.

• El frenesí de un mundo de sensaciones. Hoy los sacerdotes, más allá de una forma de pensar somos afectados por una característica de estos tiempos. Lo sensible se vive como más importante del razonamiento, que la decisión o el esfuerzo, que la educación de la voluntad y las pasiones. Hoy, en nosotros los sacerdotes, el placer, la distensión, lo permisivo y hasta lascivo, la necesidad de reconocimiento parece tener prioridad absoluta, por sobre el esfuerzo, la entrega y el discernimiento de lo debemos hacer.

Con la finalidad de no quedarnos en un mero diagnóstico infecundo en cuanto al tema, veamos brevemente algunas líneas de acción que nos pueden ayudar a consolidar el ministerio y la búsqueda deseada de la unidad de vida en nuestro sacerdocio de modo personal y comunitario en nuestro presbiterio.

En primer lugar se trata de ayudar a encontrar a Dios en lo cotidiano, en la tarea ordinaria. Esto podemos hacerlo en nuestras reuniones zonales por arciprestazgos o grupos sacerdotales, a través de lecturas de interés y planes de formación permanente por etapas de vida ministerial.

Buscar la ocasión , para que como clero joven podamos conversar acerca de las dificultades en las tareas encomendadas, los cansancios, las tensiones, ayudarnos entre nosotros a discernir mejor las tareas necesarias, y seleccionarlas para poder centrarnos en lo esencial y vivir más humanamente y profundamente el ministerio.

La búsqueda de una mejor capacitación para el ejercicio ministerial. Como es el caso de una profundización en temas como espiritualidad sacerdotal, el tema de responsabilidad y conciencia, el derecho parroquial, la catequesis y las pastorales básicas de toda organización parroquial. Digo esto, en cuanto que sin una adecuada capacitación el clero joven experimenta mucha inseguridad, sentimiento de culpa, y se termina escapando de las tareas y sufriendo mucho el apostolado. Además de la capacitación practica, hace falta un entrenamiento para aprender a enfrentar las nuevas dificultades psicológicas ante determinadas tareas pastorales: se generaliza una falta de resistencia ante las contrariedades o en el sentirse muy afectados por no poder dar soluciones, o una resistencia interior ante los imprevistos o los reclamos de tiempo de la gente.

También hay que tener en cuenta que hay un valioso estimulo y un sano control para el sacerdote en una vida comunitaria rica en carismas y ministerios, con los laicos que tengan cierta autoridad, crecimiento y creatividad pastoral, y un lugar para dialogar con nosotros los sacerdotes. Así se pueden evitar ciertos círculos reducidos que cuando dejen de apoyarlo, dejan al sacerdote a la deriva. La mayor amplitud pastoral es siempre mucho más sana y brinda mayor contención, riqueza y estimulo pastoral, evitando que nosotros los sacerdotes nos estanquemos o nos cerremos en nuestros esquemas personales. Fomentando la variedad y la riqueza de los carismas y ministerios, los sacerdotes podremos dedicarnos más a lo específico de nuestro ministerio.

Es necesario que como sacerdotes jóvenes, propiciemos la pastoral orgánica y comunitaria. Es importante los lazos de la comunión pastoral. Para la plena ejecución de nuestro ministerio se vuelve indispensable una pastoral orgánica diocesana o arquidiocesana, la cual nos ayudaría a tener mayor sentido de pertenencia a la Iglesia particular. Cada vez es más válido en el ministerio, propiciar un proyecto atractivo y convincente, que congregue, entusiasme, apasione como búsqueda común, que estimule las ganas de trabajar juntos por algo que vale la pena, que implique instancias comunitarias de discernimiento, aplicación, búsqueda y celebración. Esto supera a los párrocos, pero les compete su aplicación práctica, sin la cual los planes se enfrían o quedan en la nada. Una forma de aniquilar los planes diocesanos es ignorarlos en las parroquias.

La necesaria ascesis de la pastoral orgánica, nos exige tener unas miras pastorales amplias, ya que si al momento de preparar o evaluar un plan diocesano cada uno piensa en su pequeña estancia, es imposible hacer un proyecto común. Debemos ir hacia el aporte común de los talentos o especializaciones de los distintos ámbitos diocesanos.

Para captar en toda su integridad el alcance intelectual como existencial de las afirmaciones que acabamos de hacer en cuanto al tema que nos ocupa; es necesario subrayar una realidad a la que he aludido, pero que ahora conviene que nos detengamos, pues sin ella, el tema podría quedar en el aire, e incluso resultar ilusorio, engañoso o inalcanzable. Esta realidad puede ser expresada en pocas palabras: la intima conexión que existe, o al menos debe existir, en cuanto que la vida espiritual no es una vida diversa de la vida en cuanto tal, sino una dimensión de vida, o más exactamente la vida vivida con conciencia de todas sus dimensiones, desde las materiales y empíricas hasta las teologales. La vida espiritual es, ciertamente, el fruto de un proceso de interiorización. En un ser dotado de inteligencia y voluntad como es el hombre, los acontecimientos no acaecen fuera de él, sólo desde el exterior, como el viento afecta a las ramas de un árbol o el agua a una piedra a la que arrastra, sino, al mismo tiempo, en él, dentro de él, de modo, que siendo conscientemente y asumidos, se personalizan, y en uno u otro grado, se convierten en propios. Todo ello reclama a su vez densidad interior, conciencia de la propia espiritualidad, para desde ella poder dominar el acontecer y estar en condiciones de volver sobre uno mismo. En suma, para reflexionar, y, en términos cristianos y sacerdotales, para situarse ante Dios y entrar en relación personal con Él, como fuente esencial de nuestra unidad de vida ministerial.







Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda

OPERARIO DIOCESANO









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