sábado, 30 de junio de 2012


 Dios Padre, rico en misericordia
Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda







"Dios rico en misericordia" (Ef 2,4) es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre. Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, una exigencia de no menor importancia en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es "misericordioso y Dios de todo consuelo" (2Cor 1,3). Efectivamente, en la Constitución Gaudium et spes leemos: "Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y descubre la sublimidad de su vocación": y esto lo hace "en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor" (GS,22).
La mentalidad contemporánea, quizá en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia...
Ante sus conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las palabras del profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ungió para evangelizar a los pobres, me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor" (Lc 4,18). Estas frases son su primera declaración mesiánica a la que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Cristo se convierte en signo legible de Dios que es amor; se hace signo del Padre, signo visible.
En base a ese modo de manifestar la presencia de Dios que es Padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación. Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje del Mesías y constituye la esencia del Evangelio.
El concepto de misericordia tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Israel fue el pueblo de la Alianza con Dios, Alianza que rompió muchas veces. Cuando a su vez adquiría conciencia de su propia infidelidad -y a lo largo de la historia de Israel no faltan profetas y hombres que despiertan tal conciencia- se apelaba a la misericordia. Es significativo que los profetas en su predicación pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con el amor por parte de Dios. La misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con Él.






En los umbrales del Nuevo Testamento resuena la misericordia divina... María, entrando en casa de Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del Señor "por su misericordia", de la que "de generación en generación" se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios. Al nacer Juan Bautista, en la misma casa su padre Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la misericordia que ha concedido "a nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza". En las enseñanzas de Cristo mismo esta imagen se simplifica y a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más evidencia en la parábola del hijo pródigo.
Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración exterior. Ocurre a veces que percibimos principalmente la misericordia como una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente la misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo pródigo demuestra cuán diversa es la realidad... el hijo pródigo comienza a verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad. Para el padre, el hijo se convierte precisamente en un bien... La misericordia... constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión.
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres termina en la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este misterio pascual si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido revelada en la historia de nuestra salvación. El que "pasó haciendo el bien" y "curando toda clase de enfermedades y dolencias", Él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelar a ella cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas, clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos. Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, y no la recibe.
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia divina que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido salvífico querido por Dios. La cruz de Cristo sobre el Calvario surge como llamada dirigida al hombre a fin de que participe en la vida divina y para que, como hijo pródigo, participe de la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios.
Pero la última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica será pronunciada en aquella alborada cuando las mujeres primero y los apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: "Ha resucitado". En esta glorificación del Hijo de Dios habla y no cesa nunca de decir que Dios Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre ya que "tanto amó al mundo -por tanto al hombre en el mundo- que le dio a su Hijo unigénito para que quien crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).
María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado -como nadie- la misericordia y también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina. Nadie como la Madre del Crucificado ha experimentado el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el "beso" dado por la misericordia a la justicia. Sabe su precio y sabe cuán alto es... En ella y por Ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. También nuestra generación está comprendida en las palabras de María cuando glorificaba la misericordia de la que "de generación en generación" son partícipes cuantos se dejan guiar por el temor de Dios.
La presente generación se siente privilegiada porque el progreso le ofrece tantas posibilidades, insospechadas hace solamente unos decenios. El hombre ha extendido su poder sobre la Naturaleza y ha adquirido un conocimiento más profundo de las leyes de su comportamiento social. El desarrollo de la informática, las nuevas técnicas de la comunicación, la ciencia biológica y psicológica... aunque este progreso sigue siendo muy a menudo el privilegio de los países industrializados pero no se puede negar que la perspectiva de hacer beneficiarios a todos los pueblos y a todos los países no es una utopía. Pero al lado de esto existen al mismo tiempo dificultades, inquietudes e imposibilidades que atañen a la respuesta profunda que el hombre sabe que debe dar. El desequilibrio fundamental hunde sus raíces en el corazón humano.
A partir del Concilio, las tensiones y amenazas allí delineadas se han ido revelando mayormente y han confirmado aquel peligro que no permiten nutrir ilusiones. Aumenta la sensación de amenaza y la perspectiva de un conflicto que, teniendo en cuenta los actuales arsenales atómicos, podría significar la auto-destrucción parcial de la humanidad. El hombre contemporáneo tiene miedo de que con el uso de los medios inventados por esta civilización materialista, cada individuo, lo mismo que las naciones, puede ser víctima del atropello de otros individuos o sociedades. Los medios técnicos a disposición de la civilización actual ocultan no sólo la posibilidad de una auto-destrucción por vía de un conflicto militar, sino también la posibilidad de una subyugación "pacífica" de los individuos, de sociedades enteras y de naciones por quienes disponen de medios suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin escrúpulos. Se piensa también en la tortura todavía existente en el mundo, ejercida sistemáticamente por la autoridad como instrumento de dominio y de atropello, y practicada impunemente por los subalternos. Todo ello junto a la conciencia de la amenaza biológica...
La Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente deseo de una vida justa... No obstante, sería difícil no darse uno cuenta de que no raras veces los programas que parten de la idea de justicia en la práctica sufren deformaciones. La experiencia demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad, han tomado la delantera a la justicia. En tal caso, el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción. En efecto, es obvio que en nombre de una presunta justicia, se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos...
Debemos también preocuparnos por el ocaso de tantos valores fundamentales de la moral humana, del respeto a la vida humana, del respeto al matrimonio y a la estabilidad de la familia, donde va unida la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas. Existe la desacralización que a veces se transforma en "deshumanización": el hombre y la sociedad para quienes nada es "sacro", van decayendo moralmente a pesar de las apariencias.
Con esta imagen de nuestra generación que no cesa de suscitar una profunda inquietud, vienen a la mente las palabras de María que, con la encarnación del Hijo de Dios, resonaron en el Magnificat. La Iglesia debe dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo, profesándola y tratando después de introducirla y encarnarla en la vida de sus fieles y de todos los hombres de buena voluntad. También implorándola frente a todas las amenazas que pesan sobre el horizonte de la humanidad actual.
La Iglesia vive una vida auténtica cuando -como María- profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia de las que es depositaria y dispensadora sobre todo en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación.
El camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña es mucho más rico de lo que podemos observar en los comunes juicios humanos que consideran la misericordia como un proceso que presupone y mantiene las distancias. Deriva de ahí la pretensión actual de liberar de la misericordia las relaciones interhumanas y sociales y basarlas únicamente en la justicia. La misericordia auténticamente cristiana es la más perfecta encarnación de la justicia y de la igualdad entre los hombres. La misericordia es indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres. Es imposible establecer los vínculos de fraternidad únicamente con la justicia. El amor misericordioso es indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación, pero no acaba aquí su término. Pablo VI indicó en más de una ocasión la "civilización del amor" como fin al que deben tender los esfuerzos. En tal dirección nos conduce el Concilio cuando habla repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano solamente si en todas las relaciones recíprocas introduce el momento del perdón que es la condición fundamental de la reconciliación. Por esto la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes principales es el de proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado en sumo grado en Cristo Jesús.
La Iglesia considera como deber propio custodiar la autenticidad del perdón y proclama la verdad de la misericordia de Dios revelada en Cristo crucificado y resucitado. La Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir a la misericordia "con poderosos clamores" cuando el hombre contemporáneo no tiene la valentía de pronunciar siquiera la palabra "misericordia". Es pues necesario una ferviente plegaria: un grito al Dios que no puede despreciar nada de lo que ha creado. Al igual que los profetas, recurramos al amor que tiene características maternas y que, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos, a toda oveja descarriada, aunque hubiese millones de extraviados, aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese sobre la honestidad, aunque la humanidad contemporánea mereciese por sus pecados un nuevo "diluvio", como mereció en su tiempo la generación de Noé. Recurramos al amor paterno que Cristo nos ha revelado y recordando las palabras del Magnificat de María, imploremos la misericordia divina para la generación actual. Elevemos nuestras súplicas guiados por la fe, la esperanza y la caridad que Cristo ha injertado en nuestros corazones para gritar, como Cristo en la cruz: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen". Esto es amor a los hombres, a todos los hombres sin excepción o división alguna. La Iglesia debe guiarse por la conciencia de que no le es lícito en modo alguno replegarse sobre sí misma.
Supliquemos por intercesión de Aquella que no cesa de proclamar "la misericordia de generación en generación" y también de aquellos en quienes se ha cumplido las palabras del sermón de la montaña: "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5,7).