II
DE ADVIENTO
QUITAR
TODO OBSTÁCULO QUE IMPIDA LA SANTIDAD
El
eco de la predicación del Bautista llega hasta nosotros en este segundo Domingo
de Adviento. El Precursor, que recibió
de Dios la misión de preparar al pueblo elegido para la venida del Salvador
prometido, nos renueva también hoy el llamado a la conversión, a disponer los
corazones para salir al encuentro del Señor que viene.
Para
acoger al Señor es necesario enderezar las sendas torcidas y allanar los
caminos. La buena obra de nuestra
reconciliación, iniciada por Dios en cada uno de nosotros, no debe detenerse ni
descuidarse ningún día. Debe avanzar y
progresar hasta que alcancemos la plena madurez de Cristo, de tal modo que cada
cual pueda repetir con el Apóstol: «vivo yo, más no yo, sino que es Cristo
quien vive en mí» (Gál 2,20).
La
necesaria preparación consiste en “abajar los montes y colinas”, es decir,
quitar todo obstáculo del camino que conduce a la santidad, despojarnos de todo
lo que retarda o impide la llegada del Señor a nuestros corazones. Por otro lado, consiste asimismo en “rellenar
los valles y abismos”, es decir, en revestirnos de las virtudes que apresuran
la llegada del Señor a nuestra casa.
¿De
qué debemos despojarnos y de qué debemos revestirnos? Debo despojarme de la impaciencia con que
suelo tratar a algunas personas y revestirme de paciencia y de un trato más
afable; debo despojarme del egoísmo y apego a los bienes materiales para
revestirme de actitudes de generosidad y desprendimiento; debo despojarme de la
búsqueda desordenada de mi propia satisfacción sensual para revestirme de
actitudes que custodien la pureza y castidad; debo despojarme de la
insensibilidad frente a las necesidades del prójimo y revestirme de la
solidaridad concreta; debo despojarme de los chismes, de la difamación, de
palabras desedificantes o groseras para revestirme de un silencio reverente y
de palabras que busquen siempre la edificación del prójimo; debo despojarme de
resentimientos y rencores para revestirme de sentimientos de perdón y
misericordia con quien me ha ofendido.
Si
de verdad quieres que el Señor venga a ti y permanezca en tu casa, limpia tu
corazón de todo aquello que es obstáculo para que Él venga y permanezca en ti,
revístete de Cristo mismo cada día, de su justicia, de su caridad, de su
paciencia, de todas las virtudes que ves brillar en Él.
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