COHERENCIA ENTRE LA ORACIÓN Y LA VIDA
La oración es una expresión y una manifestación de la vida cristiana. Lo verdaderamente importante y decisivo es la existencia del creyente en su totalidad; una existencia en la que la oración juega un papel fundamental, pero un papel relativo al todo. Por tanto, desde este punto de vista, se puede afirmar casos en la que se habla mucho de oración y vida espiritual, pero esa oración y esa espiritualidad no son coherentes, hasta en el mínimo detalle, con el evangelio de Jesús. Habrá que decir también que resulta también sospechosa una vida en la que se habla mucho de compromiso y de acción, pero en la que la oración no ocupa un puesto fundamentental. Decididamente, lo verdaderamente importante es la totalidad de la combinación en nuestra existencia: vida y oración; oración y vida. Si esa existencia es auténticamente cristiana, en ella habrá compromiso y habrá oración, cada cosa en su sitio, ocupando el puesto y la importancia que le corresponden.
Pero, ¿cuál es ese puesto y dónde hay que situar esa importancia? Para responder a estas preguntas, es necesario recordar que tanto el compromiso cristiano como la oración cristiana se sitúan en un nivel de mediaciones humanas, las cuales intervienen necesariamente entre Dios y los hombres. El hombre no tiene, ni puede tener, acceso directo e inmediato a Dios. Pero Dios trasciende absolutamente todo lo humano. El hombre accede a Dios a través de la fe y, por consiguiente, a través de las expresiones fundamentales de su fe: el compromiso de su amor creyente y la oración en sus múltiple expresiones. Por lo que no debemos olvidar que existe siempre el peligro de “absolutizar” esas mediaciones, pensando que si hacemos oración, ya por esto sólo tenemos a Dios, o porque nos comprometemos, ya poseemos a Dios. No olvidemos que Dios no se identifica con ninguna de esas cosas, que son, a fin de cuentas, productos de nuestra actividad humana, por más que en ella intervenga la acción de la gracia y la fuerza del Espíritu Santo. Ni nuestra oración es Dios; ni tampoco nuestro compromiso. Por banal que parezca esta afirmación, se hace necesario recordarla, para evitar equívocos que constantemente se dan en las vidas de muchas personas de indudable buena voluntad.
Entonces, vuelve la pregunta de antes: ¿qué puesto ocupa la oración en nuestra vida de creyentes y cuál es su importancia? Como respuesta establecemos las proposiciones siguientes:
• Lo que verdaderamente une al hombre con Dios es la caridad, entendida en toda su amplitud, como amor a Dios y como amor al prójimo, de tal manera que el amor a los hermanos es el criterio que los hombres tenemos para medir la sinceridad de nuestro amor a Dios.
• El hombre religioso se ve siempre amenazado de engañarse con su piedad, en cuanto que las manifestaciones de su religiosidad pueden actuar como una especie de ceguera que le impida ver lo lejos que está de Dios, si no vive de acuerdo con las exigencias de la caridad hasta sus últimas consecuencias.
• La sola caridad no basta, porque la fe que impulsa a amar, impulsa también a orar. Por lo tanto, habrá que preguntar a una persona, que afirma amar mucho pero que ora poco, si este amor es el amor que los cristianos tienen que poner en práctica en el mundo.
• Lo decisivo, por consiguiente, es la coherencia en la totalidad de la existencia: coherencia entre el amor y la oración; pero un amor que se exprese de tal manera que llegue a mostrarse como lo fundamental y que, a la vez, que se manifieste en la oración.
En consecuencia, hay que concluir que toda posible forma de oración es relativa con respecto a esta coherencia en su totalidad. Lo importante es que la oración no llegue a alienar nunca a nadie, ni a superponerse a nadie. Lo que equivale a afirmar que cada persona debe ser soberanamente libre para encontrar sus formas peculiares de oración. Formas que sean coherentes con el todo, para que ni la oración sea un engaño; ni el compromiso sea una evasión.
Según las proposiciones anteriores, al evaluar nuestro nivel de coherencia entre la oración y la vida, nos pueden surgir algunos desalientos y, por qué no, muchas frustraciones. Pero lo importante no es quedarnos sólo en la evaluación triunfalista o pesimista, sino comenzar un camino serio que dé avance a nuestros procesos personales en la unión con Dios y la consolidación espiritual como creyentes. Podemos enunciar seguidamente los criterios que nos ayudarán en este sentido:
• Un avance en el camino de la oración apostólica: Existe claramente una forma de oración a la que podemos llamar oración apostólica. Una oración que está radicalmente condicionada, no por unas consideraciones de tipo abstracto, meditaciones sacadas de libros o de las puras ideas, sino que brota de la vida y del contacto con las personas concretas que tenemos que tratar y con las que tenemos que convivir como auténticos apóstoles de Jesucristo. Siempre que el Apóstol San Pablo nos habla de la oración personal, de cómo él, en concreto, hacía oración, las referencias y las motivaciones no se localizan en torno a unas ideas, sino en torno a situaciones concretas y a personas también muy concretas. No eran los criterios o los principios abstractos lo que le llevaban a la oración; San Pablo oraba porque se preocupaba de los hombres, porque quería a los hombres. Jamás se advierte una tensión entre su dedicación a la obra apostólica y al ministerio, por una parte, y su fidelidad a Dios, por otra.
• Fuente y cause de nuestra vida de oración: Sabemos bien que el origen absoluto de nuestra oración radica en el ser de Dios. A Él va dirigida y desde Él se mueve nuestra entrega por los valores de su Reino. Conscientes de esto, en nuestra vida la oración brota del interés enorme del hombre de acción apostólica ante la vida misma de las comunidades o ante los problemas concretos de determinadas personas. Se trata de un ejercicio del amor que sentimos ante las comunidades y hacia las personas.
• Intensidad y frecuencia de nuestra vida de oración: La intensidad de nuestra vida de oración llega a tal punto que habrá que inventar palabras para darla a entender. Y hasta se llega a la redundancia en las expresiones sobre la frecuencia con que la hacemos y pedimos que se haga. El hecho de que San Pablo hable prácticamente en todas su cartas, y de una manera tan machaconamente insistente del tema de la oración apostólica, el hecho de que utilice además expresiones que puedan dar la impresión de un hombre exagerado, nos está comunicando el puesto y la importancia que el Apóstol daba a la oración en el conjunto de la existencia cristiana, más en concreto, en el conjunto de la vida apostólica.
• Nuestra experiencia de discípulos de Jesucristo: La raíz profunda de nuestras, vivencias afectivas, de nuestra entrega apostólica, de nuestra felicidad, debe afianzarse en la fe misma en Cristo Jesús. Esto quiere decir que la fuente de las alegrías y de los deseos más intensos nace de la vivencia original de la fe en el Señor. La fe, en este caso no queda localizada en la región o mundo de las ideas, como una categoría mental, sino que es expresión de una vivencia afectiva que surge y se expresa espontáneamente con una frecuencia y una intensidad que llama poderosamente la atención.
En una vida así concebida y llevada, se unifica el quehacer apostólico y la actividad con la unión con Dios. En realidad, la distinción entre la unión con Dios y el trabajo apostólico no consiste sino en una pobre elucubración de nuestra manera imperfecta, demasiado imperfecta, de ver el reino de Dios. Las exigencias del reino se orientan hacia Dios y hacia el hermano, de tal manera que es falso pensar que cuando se ama más y es mayor el compromiso con uno de esos elementos, se va a amar menos y va a ser menor el compromiso con el otro. El apostolado, el falsamente llamado apostolado, puede ser una simple acción humana, en el sentido que, bajo la etiqueta de una acción evangélica, lo que el supuesto apóstol pretende, en el fondo, es una realización personal. En este punto, como en otras tantas cosas, se hace necesario purificar nuestra sinceridad. Solamente hay verdadera acción evangélica, cuando se busca el logro del evangelio, que es Cristo mismo en el bien del hombre.
No se trata de suprimir en nuestra vida la oración que se expresa en forma de contemplación, de adoración o de simple presencia en nuestra pura fe. ¡No! Pero eso no basta como fórmula de oración para un hombre comprometido tanto con la oración como con los demás hombres. Ni basta, ni es la oración que le define como apóstol. Y es claro que esto es igualmente aplicable al sacerdote, al religioso y al laico. Solamente habría que hacer una excepción quizás, si es que hay que hacerla, en el caso de aquellas vocaciones especiales que en la Iglesia pueden ser llamadas a la pura contemplación, a la vida monástica, eremítica o de clausura.
Por otra parte, cuando para un hombre la vida se va convirtiendo, poco a poco, en una sucesión ininterrumpida de deseos y alegrías que, de una manera o de otra, vienen provocados por la realización de la fe en las personas con las que se relaciona y a las que se ha consagrado su trabajo; cuando esos deseos y esas alegrías se traducen en oración, y esto de tal manera que se hace una experiencia inefable, entonces, cabe pensar que empieza a existir un verdadero apóstol.
Por lo demás, en esta oración, así entendida, se da el criterio de constatación y de convencimiento más seguro de que el apostolado no puede ser una evasión de la propia intimidad ni del propio vacío personal, en el caso del hombre que es incapaz de quedarse consigo mismo, a solas con Dios. Ni es tampoco una especie de sucedáneo para llenar el ansia de realización personal que humanamente tiene todo hombre en este mundo. No se trata de ahogar este impulso de realización humana, sino de trascenderlo. Y el vértice de esa trascendencia coincide exactamente con el momento en que el dolor y la alegría del creyente se convierten en insumo de oración
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