jueves, 14 de julio de 2011

PEDAGOGIA DE LA FE

     Pedagogía de la Fe


 Pbro. Ángel  Yván  Rodríguez  P
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          Existe una crisis de adolescencia espiritual cuyo comienzo y símbolo, cuyo esbozo y promesa se manifiesta en la crisis psicológica de nuestra pubertad. Pero la transformación  y evolución que, de un niño, hacen un hombre, están regidas por determinismos psicofisiológicos: se llevan a cabo a lo largo de unos cuantos años. La crisis, en cambio, exige nuestra intervención inteligente y libre para llevarse a cabo; y no todos somos capaces de colaborar eficazmente en nuestra propia maduración.

          ¿Qué de adolescentes prolongamos y aún de niños tenemos en las cosas del Espíritu? La misma sagrada Escritura nos recuerda la necesidad de crecer: “Cuando era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre dejé todas las cosas de niño” (1Cor. 13,11). San Pablo, nos recuerda aquí la ley del crecimiento de toda la vida cristiana.

          ¿Cómo discernir, pues, lo que es comportamiento espiritual infantil  -y que debe rechazarse- de lo que es propiamente maduro, viril, femenino, evangélico? Sólo por un adecuado ejercicio del tacto espiritual, fruto sin duda de la vida de gracia y educación espiritual, podemos crecer en nuestra intimidad con Dios. El secreto de la pedagogía de crecimiento, nos ha sido revelado en una escena evangélica: el episodio del joven rico. Veamos como actúa el Señor y procuremos asimilar su pedagogía en cuanto al crecimiento espiritual, en cuanto que hace pasar a los cristianos de la infancia “carnal” a la actitud adulta “espiritual”.

          “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener la vida eterna? Atentos únicamente a su rechazo y a su partida, calumniamos ordinariamente a este joven acusándolo de falta de generosidad. Sin embargo, su pregunta sería incomprensible si no hubiese sido profundamente generoso. Cristo lo atraía, lo seducía; él observaba ya todos los mandamientos y quería hacer de su vida algo grande. No era un mediocre. Jesús no lo hubiese mirado con amor si no hubiese visto en él esa riqueza. Pero todavía era un niño, sensible, impresionable, impulsivo e irreflexivo en su sincero entusiasmo. Cualquiera de su edad –los evangelistas nos dejan inciertos–, espiritualmente era todavía joven y no un hombre. No se había desprendido de la infancia. Algunos signos que no dejan lugar a duda han sido retenidos por el relato evangélico: su precipitación al caer a los pies de Jesús, su pregunta ingenua: ¿Qué he de hacer….? Su seguridad cuando declara ser fiel a todos los mandamientos…. Para transformar esta generosidad de niño, en generosidad de adulto, ¿Qué va a hacer Cristo?

          Tres veces, Jesús se enfrenta a su entusiasmo, y lo obliga a criticarse. Al desconocido, que desde el principio se atreve a llamarlo “Maestro bueno”, responde: ¿Por qué me llamas bueno?  Sólo Dios es bueno”. Al adolescente que sueña con una vida grande, con hazañas singulares, responde: “Guarda  los mandamientos”. ¿Cuáles?, responde el joven. Quizás hay algunos que no los conoce todavía, reservado a los perfectos. Los mandamientos ordinarios, válidos para todos, responde Jesús: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honrarás a tu padre y madre….”. Desconcertado, el joven no se desanima y responde con seguridad: Todo eso lo he observado cuidadosamente desde mi infancia. Jesús le dice finalmente: “Te falta una cosa: ve vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. (Mc 10, 17-22).

       Respetuoso de la libertad de su interlocutor, Cristo no lo trata como niño, sino como hombre. No alaba su sensibilidad, sino cautiva su entusiasmo, confía en él y lo hace, por un llamado a un libre don, responsable de su propio crecimiento. Poco importa el fracaso inmediato, la triste partida de joven. Esta fuga no es una negación lúcida y decidida: es signo de que Jesús ha encontrado un niño, cuya sensibilidad, generosa a pesar de todo, se ha asustado frente a la pobreza real y sin escapatoria. Pero Jesús ha puesto en este corazón una inquietud que puede ser decisiva en la evolución de una crisis que, sin duda, ha precipitado la entrevista. El resultado inmediato interesa poco a Cristo, que reconoce la lentitud de las maduraciones humanas.

          Este episodio nos revela la verdadera actitud que hay que tomar frente a las reacciones de una sensibilidad generosa. No se trata de halagarla o despreciarla, sino de superarla. Cualquier crisis de adolescencia espiritual se resuelve con una superación de la sensibilidad; desconfiamos de ella y nos olvidamos que es el punto de partida de la evolución espiritual. Y a la inversa, ¿No corremos el riesgo muchas veces de exaltarla peligrosamente, viendo sobre todo un fácil entusiasmo?

          Con frecuencia ignoramos la verdadera medida de nuestra generosidad. El egoísmo que la cubre nos persuade de que no podemos superar nuestra mezquindad cotidiana.  Necesitamos que un soplo de ideal venga a sacudirnos, a despertarnos de nuestro sopor y adormecimiento. Pero ese entusiasmo no tiene lugar cuando se trata de traducir en resoluciones concretas el impulso que ha suscitado. La libertad, que no sufre violencia y pide determinarse en la calma, tiene entonces la palabra.

          El problema planteado es grave. Pues, si no podemos ignorar ni despreciar la sensibilidad, sin la cual nada grande se realiza, no hay derecho para apoyarse en ella y utilizarla como una especie de embargo de las conciencias. La vida espiritual es finalmente docilidad inteligente y libre a la gracia, no saltos repentinos de generosidad entusiasta. La sensibilidad es una preciosa sirvienta, pero una mala ama.

          Muchos de nuestros buenos cristianos, laicos comprometidos o sacerdotes, conocen lo que podemos llamar las crisis periódicas de desaliento. Y esos niños grandes, generosos, pero guiados todavía por su sensibilidad, piden ante todo -en los retiros o encuentros de crecimiento espiritual- que les devuelvan un entusiasmo que, en sus vidas y honduras espirituales, fue siempre ilusorio. Se les ha mantenido en la adolescencia. Se recurrió demasiado a su sensibilidad. No se les enseñó a reflexionar, a estar atentos a la voz de Dios, receptivos a su gracia y capaces de obrar como adultos.

          A ese tipo de cristianos adolescentes, que reclaman la renovación de impulso y entusiasmo, debemos tener el valor de hablarles con franqueza y decirles: No se queden mirando sólo a la sensibilidad cuántica de lo espiritual, eso es glotonería y hasta egolatría espiritual y el más sutil egoísmo en su exquisita prudencia.

          Ciertas depresiones espirituales son necesarias para conocerse a sí mismo; el impulso que parece irresistible está siempre, más o menos, gravado en la ilusión. La desolación, dicen los maestros espirituales, es escuela de verdad; solo a través de la noche llegan los místicos a la verdadera unión con Dios.

          La pedagogía del Señor –como lo prueba su actitud frente al joven rico- consiste en poner la verdad en los corazones generosos, con el fin de liberarlos de sus infantilismos. En los tiempos de crisis se opera el verdadero discernimiento y se llevan a cabo, si el alma es consciente, los progresos decisivos. Solo el Señor puede provocar la crisis; a nosotros nos toca utilizarla para hacer reflexiones, suscitar el compromiso verdaderamente libre y personal, desprendido de las ilusiones y los entusiasmos. ¿No vamos a veces, al revés de esta corriente divina, excitando a los espíritus generosos que convendría, más bien, sanar de sus entusiasmos fáciles?

          En un retiro, el principio es importante: –es necesario que los ejercitantes comiencen con generosidad-, pero el final cuenta más todavía. Después de algunos días en que el alma ha vivido en una atmósfera necesariamente sobrecalentada, la salida del retiro puede parecer una caída brutal, una recaída en la rutinaria realidad cotidiana. Unos más sentimentales tomarán entonces una actitud de abstención y soportarán con disgusto las ocupaciones monótonas, los deberes austeros de las existencias sin brillo; ¡conocerán la nostalgia del Tabor! Otros, más clarividentes y más críticos, se preguntarán si el retiro ha sido una ilusión, un sueño, una evasión piadosa. De todas maneras, el retiro habrá suscitado un doloroso choque entre la vida y la fe.

          La finalidad de un retiro, por el contrario, es hacer posible la reflexión; ayudar a descubrir la belleza sobrenatural de la vida cotidiana y poner en el corazón de los ejercitantes el gusto tranquilo y lúcido del compromiso ante Dios y la vida. En consecuencia, la fe dará sentido a las tareas ordinarias y cotidianas y, a la vez, hará sentir el valor para el establecimiento del Reinado de Dios. Sería grave que los ejercicios espirituales provocasen un mero entusiasmo, que decepcionaría en un futuro cercano, convirtiendo la generosidad en timidez, escepticismo y amargura, mientras que la verdad sin ilusión generaría desesperanza y desánimo.

          ¡Temible es el predicador que se confía a su elocuencia! La palabra del enviado de Cristo no pone su confianza ni en la elocuencia ni en la lógica (Cf 1Cor. 1,17-25 y 2, 1,1-15). Es un testimonio que, por su verdad, despojada de artificio y prestigio, permite al oyente escuchar la palabra del único Maestro. Y la palabra interior, en cambio, da testimonio de la verdad del testigo. La elocuencia, si no procede de una emoción sincera y espontánea, constituye un abuso de confianza; impide la reflexión al oyente y mantiene la fe bajo el nivel del infantilismo espiritual.

          La pedagogía de la fe es, pues, inseparable de una pedagogía de la sensibilidad. A través de sus múltiples reacciones, atractivos y repugnancias, se manifiesta y se discierne poco a poco la voluntad de Dios.

 El deber no es ya un imperativo arbitrario o una broma, sino un sentirse llamado y lleno de confianza hacia Dios, que nos invita a asemejarnos al Amado “no de palabras ni con la boca, sino con obras de verdad” (Cf Juan 3,18). Dios quiere que aprendamos a amar como Él nos ama, y Él nos da la fuerza puesto que “nos amó primero”, (Cf Jn 4,19); no hay otro mandamiento sino el amor.

Aprender a amar descubriendo, a través y más allá de los impulsos generosos de la sensibilidad, el llamado de la conciencia, el deber, es aprender a creer en Dios, a creer en Jesucristo, el Hijo Único del Padre.


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