viernes, 12 de agosto de 2011

NUESTRA VIDA REFLEJADA EN LA ORACIÓN


  


  NUESTRA VIDA REFLEJADA EN LA ORACIÓN

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda




          Una buena definición de la oración podría ser ésta: ver la vida a fondo. Expliquemos los términos. Por vida, entendemos el conjunto de las relaciones humanas, desde el tipo de relación más sencilla a nivel individual hasta las formas más complicadas en el ámbito de lo social, lo económico o lo político. No se trata, por tanto, de la vida en el sentido meramente biológico, claro está, sino de la vida en su conjunto de relaciones de dependencia o de dominación de unos hombres frente a otros, de unos grupos con respecto a otros. Así solemos decir que “la vida es un engaño”; o que “hay que ver cómo se ha puesto la vida”; aludiendo a que las relaciones humanas no son sinceras o son demasiado artificiales; o nos referimos a que la gente lo está pasando mal porque quienes tienen y pueden se aprovechan más de la cuenta de los que no tienen o pueden defenderse.

          Por otra parte, ver todo eso a fondo es verlo, no tal como aparece, sino tal como es. Esta distinción entre “lo que aparece” y lo que “es “tiene su razón de ser en que si miramos las cosas con cierta profundidad, enseguida nos damos cuenta de que la vida consiste en un entramado complicadísimo de relaciones de dominación y dependencia de unos frente a otros: unas veces será la dominación descarada y por la fuerza; otras veces, la dominación que proviene del dinero y el prestigio; y en pocos casos, la dominación que se engendra a partir del falso amor. De todo lo cual resultan las infinitas dependencias que los hombres padecemos y sufrimos: la dependencia del débil frente al poderoso; la dependencia del pobre frente al rico, la dependencia del ignorante frente al sabio; o también la dependencia del falsamente querido frente al que le quiere mal, porque de sobra sabemos que en esto del amor ocurre con frecuencia que se esconda lo que se pretende: retener y dominar, absorber y poseer, más que dejar y permitir al otro que sea el mismo, estar en posesión de su propia iniciativa y de su propia libertad.

          Vista así las cosas, el fondo de la vida se sitúa al nivel de la libertad. Lo que es lo mismo que decir que el problema de la vida es el problema de la auténtica libertad. No de la libertad que consiste en hacer cada uno lo que quiere, sino de la libertad que consiste en no atarse a nada ni a nadie. Desgraciadamente, mucha gente suele pensar que la libertad consiste en hacer cada uno lo que quiere; pero a lo mejor resulta que lo que quiere es seguir encadenado a su propio capricho, a su propia necesidad de dominar a otros o dejarse dominar por las exigencias sociales o por los imperativos de cada situación. Es claro que en esos casos no tenemos a un hombre libre, sino a un esclavo. Y de sobra sabemos que, desde este punto de vista, la vida está plagada de esclavos. Es más, se puede afirmar, sin género de duda, que la vida está montada sobre la esclavitud. Porque queremos esclavizarnos, no podemos pasar sin esclavizarse, por eso la vida es como es y las cosas están como están. El día que renunciemos a seguir esclavizados a los imperativos del dinero o de la política, a las exigencias sociales o a los convencionalismos del momento –por poner algunos ejemplos- ese día asistiremos a la revolución más insospechada. Porque ese día comprenderemos prácticamente dónde está el fondo de la vida o, dicho de otra manera, ese día empezaremos a ver la vida a fondo.

          Estoy casi seguro de que muchas personas de oración se sientan desorientadas o, incluso, desconcertadas de que en un libro acerca de la oración se hable de estas cosas. ¿Qué tiene todo esto que ver con la vida de oración y el crecimiento espiritual? ¿A qué viene hablar de estos problemas cuando de lo que se trata es de rehacer la vida de oración? Hasta tal punto la oración se ha distanciado de la vida, que es perfectamente comprensible que haya personas que se sienten turbadas o hasta escandalizadas de que en los libros de vida espiritual se aborden directamente estos temas.

          Hacer oración es hablar con Dios, en el encuentro del alma sola con el Señor solamente. De ahí que traer estas cosas a la oración puede parecer, cuando menos, distractivo, si no es que se llega a considerarlas como elemento directamente perturbador y relajante. Se piensa que las preocupaciones de la oración deben flotar siempre por encima de las preocupaciones de la vida, en una especie de región artificial en la que sólo tienen cabida las consideraciones espirituales y los motivos del alma alejada del mundo. Baste echar la mano a cualquier libro de meditación para convencernos de que lo que vamos diciendo refleja el concepto que generalmente tenemos de la oración.

          Ahora bien, una oración y, en general, una vida de oración concebida de esta manera no podrá sino desencadenar unas consecuencias que debemos tener muy en cuenta. En primer lugar, se requeriría de condicionamientos ambientales: instalaciones, ubicación de esas instalaciones, un horario de trabajo, una economía, en general, una organización de la vida que permitiese transcurrir el tiempo sin preocupaciones distractoras. En un segundo lugar, todo eso configuraba, por lo general, a las personas espirituales de tal manera que crecían en un auténtico sentido crítico ante los verdaderos y serios problemas que determinan decididamente la vida de los hombres y de la sociedad. De ahí la cantidad -demasiado considerable- de personas muy espirituales que no han tenido, o no tienen, el debido sentido crítico de los acontecimientos que se desarrollaron en los ámbitos de la cultura, la economía, la política o simplemente de la religión, mientras la vida y el mundo siguen su camino y las fuerzas del mal se imponen por todos lados, o hasta se sirven de nuestra ingenuidad para el logro de sus intereses malsanos.

          Sería falso y hasta calumnioso echar la culpa de estas cosas a la oración en sí misma, como si ella fuese responsable de que los que la practicamos carezcamos del debido sentido crítico de la vida o estemos especialmente dificultadas para ver la vida a fondo. Pero, para entendernos debidamente, debemos hacer tres observaciones fundamentales que nos pueden ayudar a entender cómo hacer de la oración una experiencia de revisión a fondo de nuestra vida.

          En primer lugar y, ante todo, es evidente que  puede darse verdadera y profunda oración en personas que carecen de sentido crítico ante los acontecimientos de la vida y la sociedad. La experiencia lo confirma así. Y no tenemos derecho a negar el valor y la autenticidad de la oración de tantas personas de buena voluntad que han vivido y viven quizás ingenuamente en su fe sin complicarse con las problemáticas de la crítica social, cultural o política. Por otra parte, no debemos olvidar que la oración consiste esencialmente en el encuentro y el diálogo del hombre con Dios, sean cuales sean los condicionamientos culturales y mentales de la persona que ora.

          En un segundo lugar, debemos dejar también bien asentado que puede darse, y de hecho se da, un sentido profundamente crítico en personas que ni hacen oración ni siquiera tienen fe. Los hombres más lucidamente críticos de la sociedad y de la cultura no han surgido, por lo general, de los monasterios y de los centros de oración, sino de los ámbitos del pensamiento y la acción, allí donde se han gestado los problemas y de donde se ha tenido que enfrentarse a esos problemas y a las situaciones más punzantes.

          En tercer lugar, - y llegamos con esto al fondo del problema- parece cada día más importante tener muy en cuenta la profunda coincidencia que existe entre el dinamismo del sentido crítico ante la vida, por una parte, y el dinamismo que es propio de la oración, por otra parte. No queremos afirmar con esto que el sentido crítico por sí mismo, el hecho de percibir con claridad y objetividad los intereses del dinamismo que juegan la cara decisiva en la vida de la sociedad y de los hombres, sea en sí oración. Semejante afirmación sería extravagante, claro está.  Tampoco queremos decir que la oración tenga que ser necesariamente un ejercicio de reflexión crítica sobre la vida. Lo que sí queremos reiterar es que, si miramos a fondo y comparamos lo que significa la oración y lo que es una reflexión auténticamente crítica, descubrimos con sorpresa la convergencia profunda existente entre esos dos movimientos del espíritu humano (dinamismo de la oración y dinamismo de toda reflexión verdaderamente crítica).

          Para comprender más profundamente lo anterior, se debe tener en cuenta que la oración puede ser de alabanza, acción de gracias, súplica o reflexión sencillamente. Todo eso referido a Dios como ser personal. Pero, de una manera u otra, referido también al mundo, en cuanto que el mundo procede de Dios y en cuanto que todo lo que acontece en el mundo tiene algo que ver con Dios. En consecuencia, el creyente alaba a Dios por las maravillas divinas que se manifiestan en la creación y en la vida de los hombres; y da gracias al Señor por los incesantes beneficios que el mundo recibe de Él; a la vez que acude suplicante al Padre del cielo en las situaciones apuradas o simplemente en todos los momentos en que la esperanza cristiana tiene algo que decir y, finalmente, reflexiona desde su fe acerca del sentido y del alcance de la palabra de Dios, que nos hace descubrir no sólo a Dios sino también al mundo y la vida. Todo esto es oración y va necesariamente asociado a la oración cristiana.

          Ahora bien, todo esto nos confirma que la oración cristiana tiene en si misma un dinamismo y una orientación según los cuales se hace constantemente presente al mundo y a sus situaciones todas. Es decir, la oración cristiana no es una evasión de la vida, sino una presencia a la vida, mirada en profundidad, para ver en ella la acción y la intervención de Dios, en los acontecimientos buenos y en los adversos, en los peligros y en las alegrías, en los triunfos y en las derrotas. La oración cristiana no es una mirada superficial a la vida, tal como puede parecer, sino una mirada a la vida tal como es, en cuanto que ella es el ancho campo de la acción de Dios. Evidentemente esta manera de comprender la oración supone un correctivo a nuestras concepciones superficiales de lo que es orar. Orar no es alejarse de la vida, a no sé qué región artificial en la que sólo se elaboran consideraciones “espirituales” que tienen muy poco que ver con lo que es la trama de la existencia humana.

          Orar es comprender y captar la vida a fondo. Y por eso, orar es comprender, en cada momento y en cada situación, lo que es y lo que lleva consigo la alienación de la libertad humana, en la opresión que lleva consigo tantas veces la política, la economía, la propaganda, la tiranía de unos hombres frente a otros, la dominación de la tecnocracia y, en general, todos aquellos factores verdaderamente decisivos de lo que es, de hecho, la existencia de los mortales. Una oración que no esté consciente de todas estas cosas y que no tiene nada que ver con ellas, ¿dónde se sitúa? ¿A qué se refiere? ¿Qué es lo que cree y qué es lo que espera? ¿Qué ama y qué busca?

          Ver la vida a fondo es ver en ella la presencia de Dios como único absoluto. Como el último absoluto que necesariamente revitaliza todo lo que no es Dios en sí mismo. Por eso, ver la vida a fondo es poner  cada cosa en su sitio. Y es ver el sentido exacto que tiene todo lo humano: el sentido que tienen nuestras ideas sobre Dios; y nuestros proyectos religiosos; y nuestros sistemas de organización; ver el sentido que tiene la política de los hombres y la cultura y el dinero; ver lo que es el sufrimiento, el fracaso y el triunfo: ver lo que valen las leyes incluso religiosas, lo que vale el compromiso de cada persona, su religiosidad y su misma oración. Cuando somos capaces de relativizar todas las cosas, para comprenderlas en función del único que las trasciende enteramente, y cuando, por consiguiente, situamos a la persona y su libertad en el sitio que le corresponde, entonces empezamos a ver la vida a fondo, en definitiva: empezamos a hacer la verdadera oración.

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