viernes, 23 de diciembre de 2011

MENSAJE DE NAVIDAD 2012



MENSAJE DE NAVIDAD A TODOS USTEDES

Pbro. Ángel Yván Rodríguez  P.







            Es para mí motivo de profunda alegría humana y cristiana poder compartir con cada uno de ustedes, el mensaje de Navidad a través de este medio.
            Dios no entorpece la acción del hombre que en forma sincera, honesta y comprometida, busque el progreso espiritual y material de todos los hombres, de cada hombre, por el contrario, lo anima y fortalece y le encomienda que perfeccione lo que ya está creado para beneficio y provecho del mismo hombre.  Los invito a que juntos busquemos el sentido verdadero de la Navidad cristiana que pronto vamos a celebrar. Muchos de ustedes tendrán ya su pesebre o nacimiento en sus casas, otros lo  desean pero por diferentes razones no lo han logrado todavía, no importa de una u otra manera todos podemos contemplar algún pesebre durante estos días de Navidad.
            Por bonito que esté el pesebre, fíjense que la primera casa (sobria y pobre) del Dios hecho hombre, es un campanazo que nos invita a aceptar en forma comprometida, lo que este misterio del nacimiento del “ Dios hecho hombre” significa para nosotros: pide a cada hombre, trabajar para crear un ambiente, un clima de verdadera justicia para que se dé la paz verdadera.
            Volvamos hacia el pesebre de Belén y descubramos en la pequeñez del Niño la presencia de Dios, Inclinémonos hacia el pesebre y descubramos en el recién nacido a nuestro hermano que llora en su necesidad, que clama en medio de las injusticias un compromiso solidario al que nos sentimos llamados para remediarlo. Si quisiéramos encontrar a Dios, allí está Él con todas las limitaciones que sólo puede imponer el Amor. Si queremos encontrar al hombre, allí está Él con toda la grandeza del Niño de Belén, Dios y hombre entre nosotros.
            Fijemos nuestras miradas, en el silencio de María y José, elegidos de Dios, seguros de la confianza de Dios. Depositarios de la mirada de Dios para cumplir su obra de salvación.
            No nos cansemos y pensemos en este anuncio que hace el Ángel del Señor a aquel grupo de pastores:  “Les ha nacido un Salvador” y ofrece al mismo tiempo un signo, “ Un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Seamos pregoneros en ésta Navidad, que el nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho del pasado. Jesús renace en cada corazón que encuentra el Amor de hermanos.

lunes, 19 de diciembre de 2011

¿Por qué Jesús se hace hijo de mujer?



¿POR QUÉ JESÚS SE HACE HIJO DE MUJER?

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda



           
El apóstol San Pablo nos entrega, en su carta a los Gálatas, uno de los mejores fundamentos bíblicos de la Maternidad espiritual y universal de María. Cristo nace de Mujer. Cristo, el Hijo de Dios, nace súbdito de la ley. Al nacer de María, el Hijo de Dios se inserta en la historia de la Salvación. Es solidario con los judíos, es solidario con toda la raza humana. ¿Por qué se sujeta a la ley? Para “librarnos”. ¿Por qué se hace Hijo de Mujer? Para darnos la filiación de la divinidad. Para que seamos llamados “hijos de Dios”. ¡Y lo seamos! (1Jn 3,1). No somos esclavos, somos hijos; somos “herederos por gracia de Dios”. Cristo es el Señor, el nacido de Mujer. Cristo es el fruto de María. María ha gestado la Palabra de Dios en su seno;  por obra del mismo Espíritu María ha sido hecha Madre de Dios.

Cristo es el don de María. La promesa de Dios de darnos un Redentor se cumple en Cristo Jesús. Dios nos envía al Mesías y María nos lo entrega. En Belén, en Nazaret, en el Calvario. María nos dio al Mesías prometido y esperado. María lo gestó en su seno, pero continuó ejerciendo su oficio de Madre mientras “el niño crecía”. Jesús tuvo que ser criado y educado por su Madre. Sus cualidades humanas y su carácter se formaron influenciados por las virtudes de su Madre. La participación maternal en las virtudes del Señor ha debido de ser grande. Si los rasgos de la madre se reconocen en el hijo, los rasgos de Jesús nos llevaran a conocer los de María. La tarea de María, la Madre de Dios, fue continua. El Hijo de Dios, “nacido de mujer” recibió la formación humana de María, la Madre de Dios. Toda la actividad de María, todo su ser, redunda en beneficio de su hijo. Como Madre, adaptaba constantemente sus expresiones maternales a los pensamientos, deseos, sentimientos y obras de Cristo con respecto a nuestra salvación. 

La Mujer, de quien es Hijo este Hermano nuestro, es también nuestra Madre. Si somos hijos de Dios en Cristo, somos a la vez hijos de María en Cristo. En el designio de Dios, Jesús, era no sólo el Unigénito del Padre (Jn 3,16), sino también el Primogénito entre muchos Hermanos (Rm 8, 29). Él estaba destinado a ser la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia (Col.1, 18). María es, por eso mismo, la Madre de la Iglesia, la Madre del Cristo total.

La presencia de María al pie de la Cruz tiene un significado especial: es el momento en que, en medio de los dolores difícilmente imaginables, fuimos dados a luz por María. Somos, pues, en el sentido más hondo y comprometedor del término, “Hijos de María”. De nuestra filiación mariana se desprende, entre otras muchas cosas, lo siguiente: - como hijos debemos parecernos a nuestra Madre; -debemos copiar en nosotros los rasgos fundamentales que configuran la personalidad de nuestra Madre: Fe íntegra, esperanza sólida, caridad sincera; -debemos ser prolongación de María en la aceptación apostólica; - hacer, por nuestra forma de vivir, que el mundo conozca a Jesús.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

MARÍA MODELO DE CREYENTES




MARÍA MODELO DE CREYENTES

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda



¿Qué lugar ocupa María en la historia de la Salvación?  Por supuesto, un lugar central, ya que está siempre al lado de Cristo, nuestro centro. Y ocupa este lugar particular también en la Iglesia. La Biblia no nos habla mucho de María y, sin embargo, vista a la luz de la Sagrada Escritura su imagen resalta de manera especial.

Cuando contemplamos la imagen de la Virgen a la luz de los rasgos sentimentales de una religiosidad barroca, la figura de la Madre sale empobrecida. En la personalidad de María existen rasgos fundamentales y sobresalientes, como la fe y el amor. Es la fe íntegra la que introduce a María en el plan salvífico de Dios, mucho más allá de cualquier proyecto humano. Ella escucha creyente la Palabra de Dios. Su fe profunda se explica al comprender que María pertenece al pequeño resto de “los pobres de Yahvé”. Ellos, y María en primer lugar, se caracterizan por la humildad y la pobreza radical, por la confianza absoluta en Yahvé, por la esperanza a toda prueba del cumplimiento de la promesa; están siempre en total disponibilidad para aceptar el plan salvador de Dios.

María es la Mujer de la Fe. Sin fe no hubiera pasado a la historia. Por su fe es llamada “dichosa” en el Evangelio. “Dichosa  tú porque has creído”. María por tu fe, “todas las generaciones te llamarán bienaventurada”. La fe no vale sólo para salvarse; vale también para formar la personalidad; vale para vivir mejor la fraternidad; vale para ser feliz. María por su fe, aceptó la Palabra que el Señor le dirigía. Por esta misma fe asumió la función que el Señor le encomendó en el plan de salvación: ser la Madre de Dios. Aunque no entiende todo, María pronuncia el “Así sea”.

Y es que se cree fundamentalmente con el corazón, mucho más que por la lógica de las razones. María se convierte en  modelo de creyentes. El valor y la grandeza de María no le vienen de ninguna cualidad humana. María es grande porque está cerca de Dios. Ella ha dejado que Dios sea el Señor. Ha respetado su presencia. Ha recogido hasta el fondo su palabra. María no está sola. María es una mujer de conquista. Es una mujer “con Dios”, de ahí su grandeza. Vive muy cerca el misterio transformante. Ha recibido el don de Dios. Ha creído. Se apoya en esa fe. Por esa fe su vida será distinta. Su vida será una expresión de la obra de Dios. Su vida será un servicio que consiste en dejar que Cristo venga y sea llevado hacia los hombres. La fe la convierte en Madre. En Madre de Dios.




María acepta su papel en el plan salvador de Dios. Se incorpora plenamente a ese plan. Sabe que hay que pagar un precio muy alto. El precio de la Redención: el anonadamiento, el dolor y la muerte. María asume la función de Madre de Dios. Asume, también, todas las condiciones de ser madre. Se entrega desinteresadamente. No exige ni espera nada a cambio.

María es la Madre del Amor. Su amor es sacrificado y doloroso. Acompaña a su Hijo hasta la Cruz. Nos lo ofrece como oblación y cono víctima para nuestra salvación. Nos lo ofrece como Redentor. Nos lo entrega para que Él, Cordero de Dios, lave nuestros pecados. María, Madre de Dios, es modelo de amor cristiano para todos los creyentes. La redención no puede hacerse sin muerte, sin donación, sin entrega, sin víctima. La caridad (amor) consiste en dar la vida por los hermanos. Y así lo hizo María, como Jesús.

María cumplió su misión. La Madre de Dios y Madre nuestra es modelo de fe y de amor para nosotros. Su acción protectora sigue creciendo con la Revelación de su Hijo hasta consagrarlo, consagrándose para la Iglesia, en la Cruz.

 El ser hijos de Dios es, pues, un don para utilizar a favor de los hombres, según el plan universal de Dios. María, nos impulsa y nos ayuda a llegar a la meta.

viernes, 2 de diciembre de 2011

LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA DE LOS LAICOS

FORMACIÓN CRISTIANA DE LA CONCIENCIA DE LOS LAICOS
                                                                      



                                                                                                                                                                                           
 Pbro. Ángel Yván  Rodríguez Pineda

En la conciencia del Pueblo de Dios hay que desarrollar, hoy, el sentido de  responsabilidad y una voluntad generosa de contribuir a la formación de los laicos, que sean capaces de realizar una síntesis fecunda entre fe y vida, y, a su vez, capaces para comprometerse en el servicio apostólico de anunciar el Evangelio y transformar a la sociedad. Se hacen, por lo tanto, necesarias unas nuevas estructuras organizacionales, pastorales, catequísticas y especializadas. La Christifideles Laici, si bien afirma la importancia del crecimiento personal en los valores humanos no desarrolla la idea de cultivar una pedagogía espiritual de crecimiento. Tal pedagogía espiritual de crecimiento deberá tener su origen en el Espíritu e inspirarse y realizarse mediante formas asociativas que fomenten el sentido serio y definido de la apuesta del valor formativo de nuestros laicos.

La formación espiritual implica respeto por la persona que se forma y reciprocidad en la formación; teniendo en cuenta que cada persona es distinta frente al formador y; por tanto, éste deberá saber captar con sensibilidad la necesidad y el valor innovador de la formación en el formando.

La acción apostólica, sirve como fuente de verificación y, a su vez, demostración del carácter de profundidad, de la calidad de la formación de nuestro laicado comprometido. Ante el desbordante relativismo moral es urgente, más que nunca, despertar nuevamente la conciencia de una formación integral, permanente y objetiva del laicado.

Junto a estas y a otras muchas deformaciones sociales, ideológicas y hasta políticas, la voz de la Iglesia representada por sus Pontífices, no ha dejado de insistir en la necesidad de la formación permanente. Así lo expresan las propias palabras del Cardenal Ratzinger aquella mañana antes de ser elegido como Papa el 18 de abril del 2005 en la homilía “Pro Eligendo Pontífice:” ¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios! ¡Cuántas corrientes ideológicas, cuántos modos de pensamientos…! La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevándola de un extremo a otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo social; del ateísmo a un vago misticismo religioso, del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cfr. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se aplica la etiqueta del fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos. Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: El Hijo de Dios, el Hombre Verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. No es “adulta” una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad: adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad.”

Esta afirmación se fundamenta y sostiene en lo que el Magisterio de la Iglesia, a lo largo del tiempo, nos ha enseñado en sus distintos documentos: Constitución Dogmática Gaudium et Spes, la Declaración Gravissimum Educationis, el Catecismo de la Iglesia Católica, la Carta Encíclica Veritatis Splendor, Documento de Santo Domingo y Documento de Aparecida, entre otros.

Por lo antes expuesto y evidenciado en el contexto vital y la necesidad espiritual de un tipo de hombre postmoderno, se hace apremiante que en la formación de la conciencia cristiana nuestros pastores y nuestro laicado sepan distinguir en qué consiste la espiritualidad laical y la formación espiritual:
·         La primera consiste en buscar un modo de vivir cristianamente en ciertas situaciones del mundo actual y contextualizar ante los desafíos del mundo su vivencia cristiana;
·         La segunda es vivir de acuerdo al modelo de Cristo, el Señor, por el que sea capaz de conocer a Dios y a su plan salvador; adhiriéndose a Él y desde Él transformar el mundo y sus estructuras.

“En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia.” (CI 1785)

El tema de la conciencia ha sido muchas veces estudiado desde la perspectiva bíblica, en cuanto éste refleja las preocupaciones mas inevitables del espíritu humano, consideradas a la luz de la fe de un Dios que ofrece su amistad y su Reinado.

En el Antiguo Testamento la palabra conciencia es expresada con distintos vocablos como son:
ü  Corazón (1Sam 24, 6; 1Sam 26, 10; Jer 17, 1)
ü  Sabiduría (Prov 9, 1; 1Re 11, 28; Sab 8,7)
ü  Espíritu (Ez 36, 26-27)

Estos vocablos también están presentes y ocupan un lugar importante en el Nuevo Testamento; sin embargo, son relevantes, en cuanto a la formación de la conciencia los Escritos Paulinos, en los cuales se menciona de manera mas frecuente el término conciencia.


El término conciencia aparece:
§  Ocho veces en la Primera Carta a los Corintios (1Cor 8, 7; 10, 12; 10, 25-29)
§  Tres veces en la Segunda Carta a los Corintios (2Cor 1, 12; 4, 2; 5, 11)
§  Tres veces en la Carta a los Romanos (Rm 2, 15; 9, 1; 13, 5)
§  Cinco veces en la Carta a los Hebreos (Hb 9, 14; 10, 2-22; 13, 18).

Para San Pablo la conciencia es un juicio moral que es común a todos los hombres (2Cor 4, 2). Es por tanto, que la concepción neo testamentaria ofrece algunos rasgos decisivos para la concepción de lo que es la conciencia cristiana y, específicamente, en cuanto a su formación; así nos lo recuerda San Pablo en el siguiente texto: “Que todos los cristianos –todos los hombres- tienen el deber de formar su conciencia: examinándose a sí mismos (1Cor 11, 28; 2Cor 13, 5; Gal 6, 40) tratando siempre de descubrir la voluntad de Dios (Rm 12, 2; Ef 5, 10) ponderando en cada ocasión qué es lo que se debe hacer (Fil 1, 10). Con la ayuda del Espíritu y la comunidad misma, los cristianos han de esforzarse por una “conciencia” buena e irreprochable (Hch 23, 1; 24, 16)”.

Según la Enseñanza Paulina, el cristiano perfecto es aquel que vive una fe sin convivencia con la herejía y con el engaño. Aquel que vive y actúa con una conciencia buena y perfecta y, además, goza de una fe perfecta; de ahí que la fe es una condición indispensable para una conciencia moralmente bien formada. Conciencia y fe son un don y una realidad que se reflejan mutuamente en el actuar cristiano. El indicativo de la fe orienta el imperativo moral (1Tim 1, 5).

En resumen, podemos sostener que en la concepción bíblica de la conciencia y su formación, ésta adquiere matices vivos y sugerentes. Se encuentra en efecto enraizada en un contexto de religiosidad, de apertura al Dios de la Salvación y de la Gracia, de la coherencia y el compromiso, del testimonio y de la vida; de la vivencia profundamente cristocéntrica de la vida, del diálogo comunitario, de la serena prudencia y discernimiento ante los valores que han de ser realizados en una determinada situación.

Actuar en conciencia y poseer una adecuada formación de la conciencia, hace al hombre libre y al cristiano un reflejo de la verdad misma del hombre y más en concreto, de la verdad del hombre revelada en Cristo; de ahí que la actuación en conciencia sea para el cristiano comprometido inseparable a la vivencia de la fe y de la caridad. Es por esto que es de suma importancia la formación de la conciencia cristiana; lo cual implica en el laico comprometido, la vivencia de lo esencial y fundamentalmente cristiano.

La misión de la Iglesia es la formación de la conciencia de los fieles, de modo que, cada uno, responsablemente se juegue ante Dios su propio destino. Es por tanto, que la formación de la conciencia del cristiano debe alcanzar un triple objetivo:
·         La personalización,
·         Verdad, y,
·         La rectitud.

La personalización: Personalizar la conciencia consiste en que ésta vertebre sobre sí toda la riqueza espiritual del ser cristiano. Si la conciencia es como el “alma”; educar la conciencia significa que ocupe el puesto central que le corresponde. No es un elemento añadido a la educación de la persona, a la espiritualidad o estilo de vida cristiana; sino una síntesis que ha de llevar a cabo con la verificación de su actuar. Ser hombre de una “gran conciencia” es el título con que la sabiduría popular elogia al hombre cabal, con testimonio de vida y testificación crística de lo que vive y cree. Es decir, en el ámbito cristiano corresponde a la santidad. Un hombre santo, es en definitiva el hombre de recta y delicada conciencia.

Verdad: Es la coherencia vital entre el pensar y el obrar. Es la rectitud de la acción y la palabra (Jn 8, 32).

La rectitud: No basta que el hombre asuma responsablemente sus actos, sino que los lleve a cabo con rectitud. La adquisición de una conciencia recta supone la posesión de criterios morales cristianos. Para ello se requiere conocer lo preceptuado y el advenir de los deberes que han  de cumplir en todos los campos y planos de la vida. La rectitud de la conciencia se determina cuando se está dispuesto a cumplir la voluntad de Dios. Para un dirigente cristiano, la adquisición de la conciencia recta es imprescindible el conocimiento teórico de la doctrina moral cristiana.

La formación de los fieles laicos en cuanto a su conciencia tiene como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez mas claro de la propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión; es decir, en la calidad de la formación se dará el fruto de la misión (ChL 58).

Una de las ideas fundamentales de la espiritualidad cristiana es la dimensión dinámica de la vivencia cristiana: El llamado a la santidad.

La vida cristiana es camino, crecimiento y maduración progresiva, continua y armoniosa. Esta perspectiva encuentra su fundamento en el valor vital del Evangelio, y se manifiesta en la posibilidad concreta de crecer en la comunión y en la fecundidad apostólica.

La persona y la libertad son indispensables en el misterio de la relación cristiana. Somos interpelados en nuestra libre e irrepetible personalidad. La fe que no se personaliza y la vida que no se asume con responsabilidad Evangélica, están marcadas por la fragilidad de lo colectivo, de lo social, de lo ideológico y lo novedoso.

La adhesión a Dios, mediante la fe es siempre personal e insustituible. Nadie puede reemplazar a otros en sus libres adhesiones y en sus procesos de desarrollo. La vocación cristiana, si se asume con plena responsabilidad, se descubre llena de gérmenes vitales que poseen un dinamismo capaz de hacer madurar plenamente la fe y configurarse con Cristo según la voluntad del Padre y bajo la guía del Espíritu Santo.

En esta perspectiva la formación de la conciencia cristiana es un llamado a crecer de un modo integral y sólidamente espiritual, bajo una óptica de personalismo cristiano, de posibilidades novedosas y de fuerza de espíritu –pero a su vez también es posibilidad para superar las debilidades-. Para realizar plenamente el proyecto del laicado maduro e insistir en la tarea de su formación permanente; es necesario que sea una prioridad en la vida de cada cristiano, en los programas de las Iglesias locales y, por ende, en nuestro Movimiento.

Para la adecuada formación de la conciencia del laico cristiano es necesario evitar la improvisación y el marcado carácter espontáneo; reforzando la vitalidad de itinerarios de formación que converjan entre el valor del Evangelio y el compromiso apostólico.

Entre los medios disponibles para acompañar la formación de la conciencia se encuentran:

Ø  La escucha fiel de la Palabra de Dios y del Magisterio Oficial de la Iglesia, con la finalidad de permanecer siempre vinculados a la fuente de la fe y de la vida cristiana.
Ø  La oración filial y constante que, en relación íntima con la Palabra que se escucha, ofrece respuestas personalizadas a Dios, vuelve consciente hacia Él la propia existencia, discierne su voluntad mediante la Gracia del Espíritu Santo, a imitación de Cristo Orante, Maestro y Modelo de oración.
Ø  La dirección espiritual, que es el medio personalizado de confrontación permanente y diálogo con la Iglesia; a través del ministro de la Iglesia autorizado y capacitado como una mediación en la que obra el Espíritu del Señor e impulsa a la edificación del Reino; ayudando a captar concretamente las exigencias de los estados vocacionales.
Ø  El discernimiento espiritual, para entender e invertir generosamente los talentos que se han recibido, al servicio de Dios y su Reino, en las situaciones concretas actuales que requieren una entrega generosa de donación.
Ø  La unidad de vida, en la formación de la conciencia quiere expresar la globalidad y la riqueza de los distintos aspectos de la vida cristiana; descubriendo así el eje central de su vida y su compromiso. El laico formado demostrará que su dimensión humana, espiritual, familiar y profesional, ha logrado la unidad de vida en cuanto es reflejo encarnado de una vida interior serena y pacífica, la armonía teórica y práctica entre fe, vida y cultura; y la unión sin dualismos de lo humano y lo divino.
Ø  El testimonio y la coherencia, puede ayudar a descubrir la profundidad de la conciencia moral, como experiencia del Dios que resuena en lo hondo del alma, como un Dios al mismo tiempo tremendo y fascinante. Así como dice la expresión Paulina: “es la evidencia de la autenticidad, de la conversión y la verdad de lo que se vive.” 
Ø  La sinceridad, es el “conócete a ti mismo” de los griegos que tiene perenne actualidad, no es fácil conocer las auténticas razones que motivan la acción del hombre. De aquí que una actitud que deje en evidencia motivos ocultos, confesables o no, es una predisposición para la educación de la conciencia cristiana.
Ø  La lectura, que ofrece criterios claros en cuanto a la Doctrina, el Magisterio y la espiritualidad es una fuente de conocimiento y de formación. De aquí la importancia del estudio de los libros de Doctrina Católica que ayuda al creyente a adquirir criterios morales adecuados. A este respecto cabe recordar que la ignorancia es la causa mas común y generalizada de la mala formación de la conciencia. Como reza el dicho popular conocido: “Católico ignorante futuro protestante”. 

El ejercicio de la formación de la conciencia moral, es a su vez un don y una tarea, una gracia que nos urge pedir al Dios vivo, como uno de los dones mas preciados de su Espíritu y una tarea que es necesaria emprender individual y comunitariamente, para que “nada ni nadie pueda separarnos del Amor de Cristo.” (cfr. Rm 8, 35).























FUENTES CONSULTADAS:
o   Carta Encíclica Veritatis Splendor
o   Catecismo de la Iglesia Católica
o   Declaración Gravissimum Educationis
o   Documento Concilio Vaticano II: Constitución dogmática de la Iglesia Gadium et Spes.
o   Exhortación apostólica postsinodal Christifideles Laici
o   IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe Santo Domingo
o   V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe Aparecida


miércoles, 31 de agosto de 2011

EL APOSTOLADO DE MARÍA: LA EVANGELIZACIÓN




EL APOSTOLADO DE MARÍA: LA EVANGELIZACIÓN

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda




            El tercer evangelista nos dice reiteradamente que “María guardaba todas estas palabras meditándolas en su corazón”. Pero esas palabras no las guarda eternamente allí para ella sola. María fue sembradora de la divina palabra. No permaneció callada y silenciosa. Su apostolado consistió también en sembrar la semilla del Evangelio. Hay una página del libro sagrado que se conocen  con el nombre del “Evangelio de la infancia” y que otros dan el nombre de “Evangelio de María”, que antes de ser escritas fue semilla guardada en el limpio granero del corazón de María.
            Fue ella quien sacó esa semilla de su virginal granero para sembrarlo en los apóstoles y en los cristianos de la primitiva comunidad de palestina, almas abundantes regadas por la gracia de Cristo. De los apóstoles y de la comunidad pasó a las páginas de los evangelios. Cada vez que se lee o explica el “Evangelio de la infancia”, María sigue sembrando la semilla evangélica, sigue realizando el apostolado de la palabra.
            Pero la acción apostólica de la Virgen María no puede reducirse sólo al “Evangelio de la infancia” con ser este muy importante. La Virgen María, además del apostolado de la palabra, realiza el apostolado del ejemplo o del testimonio y el apostolado de la oración. La acción apostólica la continúa María siempre que reflexionamos en su vida y seguimos sus ejemplos. Siempre ella ruega por la Iglesia y por sus hijos.
            María, la Madre del Señor, es la discípula perfecta de Jesús y por eso su vida se convierte para nosotros en modelo de vida cristiana. Modelo de fe, porque vivió en la fe y creyó que para Dios nada es imposible. Modelo de amor porque vivió en medio del pueblo y se solidarizó con su dolor. Porque tuvo hambre y sed de justicia. María fue la discípula perfecta de Jesús, porque fue mujer fuerte que conoció en carne propia la pobreza, el sufrimiento, el trabajo, la persecución y el destierro. Porque muchas cosas, como nos pasa a nosotros, no las entendió. Pero las guardó en su corazón y poco a poco en el correr de su vida fue descubriendo lo que Dios quería de ella. Por ser Madre y discípula perfecta de Jesús, es madre nuestra en el orden de la gracia (LG 61); y nuestro modelo en el seguimiento de Jesús.
            María, Madre de Dios ha sido y será la luz de la evangelización de nuestros pueblos: María es, según Evangelii nunciandi (81) “estrella de la evangelización siempre renovada”.
            El documento de Puebla (282) señala con claridad y firmeza, que: “en nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado, presentado a la Virgen como su realización más alta. Desde los orígenes en su aparición y advocación de Guadalupe, María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión”. Y en la práctica se confirma su presencia y su acción, tanto, que es maravilloso notar cómo la piedad mariana con frecuencia fue el vínculo de unión entre cristianos que carecían de asistencia cristiana.
            La Virgen María, como modelo en nuestra espiritualidad tiene un carisma propio. Lo cual obedece al lugar único de María en el acontecimiento de Cristo: “Ella es el punto de enlace del cielo con la tierra. Sin María, el evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en un racionalismo espiritualista” (DP 301). Entonces el imperativo evangelizador señala con naturalidad a esta función mariana: “Esa Iglesia, que con nueva lucidez y decisión quiere evangelizar en lo hondo, en la raíz, en la cultura del pueblo, se vuelve a María para que el evangelio se haga más carne, más corazón de América Latina” (DP 303)
           

viernes, 12 de agosto de 2011

NUESTRA VIDA REFLEJADA EN LA ORACIÓN


  


  NUESTRA VIDA REFLEJADA EN LA ORACIÓN

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda




          Una buena definición de la oración podría ser ésta: ver la vida a fondo. Expliquemos los términos. Por vida, entendemos el conjunto de las relaciones humanas, desde el tipo de relación más sencilla a nivel individual hasta las formas más complicadas en el ámbito de lo social, lo económico o lo político. No se trata, por tanto, de la vida en el sentido meramente biológico, claro está, sino de la vida en su conjunto de relaciones de dependencia o de dominación de unos hombres frente a otros, de unos grupos con respecto a otros. Así solemos decir que “la vida es un engaño”; o que “hay que ver cómo se ha puesto la vida”; aludiendo a que las relaciones humanas no son sinceras o son demasiado artificiales; o nos referimos a que la gente lo está pasando mal porque quienes tienen y pueden se aprovechan más de la cuenta de los que no tienen o pueden defenderse.

          Por otra parte, ver todo eso a fondo es verlo, no tal como aparece, sino tal como es. Esta distinción entre “lo que aparece” y lo que “es “tiene su razón de ser en que si miramos las cosas con cierta profundidad, enseguida nos damos cuenta de que la vida consiste en un entramado complicadísimo de relaciones de dominación y dependencia de unos frente a otros: unas veces será la dominación descarada y por la fuerza; otras veces, la dominación que proviene del dinero y el prestigio; y en pocos casos, la dominación que se engendra a partir del falso amor. De todo lo cual resultan las infinitas dependencias que los hombres padecemos y sufrimos: la dependencia del débil frente al poderoso; la dependencia del pobre frente al rico, la dependencia del ignorante frente al sabio; o también la dependencia del falsamente querido frente al que le quiere mal, porque de sobra sabemos que en esto del amor ocurre con frecuencia que se esconda lo que se pretende: retener y dominar, absorber y poseer, más que dejar y permitir al otro que sea el mismo, estar en posesión de su propia iniciativa y de su propia libertad.

          Vista así las cosas, el fondo de la vida se sitúa al nivel de la libertad. Lo que es lo mismo que decir que el problema de la vida es el problema de la auténtica libertad. No de la libertad que consiste en hacer cada uno lo que quiere, sino de la libertad que consiste en no atarse a nada ni a nadie. Desgraciadamente, mucha gente suele pensar que la libertad consiste en hacer cada uno lo que quiere; pero a lo mejor resulta que lo que quiere es seguir encadenado a su propio capricho, a su propia necesidad de dominar a otros o dejarse dominar por las exigencias sociales o por los imperativos de cada situación. Es claro que en esos casos no tenemos a un hombre libre, sino a un esclavo. Y de sobra sabemos que, desde este punto de vista, la vida está plagada de esclavos. Es más, se puede afirmar, sin género de duda, que la vida está montada sobre la esclavitud. Porque queremos esclavizarnos, no podemos pasar sin esclavizarse, por eso la vida es como es y las cosas están como están. El día que renunciemos a seguir esclavizados a los imperativos del dinero o de la política, a las exigencias sociales o a los convencionalismos del momento –por poner algunos ejemplos- ese día asistiremos a la revolución más insospechada. Porque ese día comprenderemos prácticamente dónde está el fondo de la vida o, dicho de otra manera, ese día empezaremos a ver la vida a fondo.

          Estoy casi seguro de que muchas personas de oración se sientan desorientadas o, incluso, desconcertadas de que en un libro acerca de la oración se hable de estas cosas. ¿Qué tiene todo esto que ver con la vida de oración y el crecimiento espiritual? ¿A qué viene hablar de estos problemas cuando de lo que se trata es de rehacer la vida de oración? Hasta tal punto la oración se ha distanciado de la vida, que es perfectamente comprensible que haya personas que se sienten turbadas o hasta escandalizadas de que en los libros de vida espiritual se aborden directamente estos temas.

          Hacer oración es hablar con Dios, en el encuentro del alma sola con el Señor solamente. De ahí que traer estas cosas a la oración puede parecer, cuando menos, distractivo, si no es que se llega a considerarlas como elemento directamente perturbador y relajante. Se piensa que las preocupaciones de la oración deben flotar siempre por encima de las preocupaciones de la vida, en una especie de región artificial en la que sólo tienen cabida las consideraciones espirituales y los motivos del alma alejada del mundo. Baste echar la mano a cualquier libro de meditación para convencernos de que lo que vamos diciendo refleja el concepto que generalmente tenemos de la oración.

          Ahora bien, una oración y, en general, una vida de oración concebida de esta manera no podrá sino desencadenar unas consecuencias que debemos tener muy en cuenta. En primer lugar, se requeriría de condicionamientos ambientales: instalaciones, ubicación de esas instalaciones, un horario de trabajo, una economía, en general, una organización de la vida que permitiese transcurrir el tiempo sin preocupaciones distractoras. En un segundo lugar, todo eso configuraba, por lo general, a las personas espirituales de tal manera que crecían en un auténtico sentido crítico ante los verdaderos y serios problemas que determinan decididamente la vida de los hombres y de la sociedad. De ahí la cantidad -demasiado considerable- de personas muy espirituales que no han tenido, o no tienen, el debido sentido crítico de los acontecimientos que se desarrollaron en los ámbitos de la cultura, la economía, la política o simplemente de la religión, mientras la vida y el mundo siguen su camino y las fuerzas del mal se imponen por todos lados, o hasta se sirven de nuestra ingenuidad para el logro de sus intereses malsanos.

          Sería falso y hasta calumnioso echar la culpa de estas cosas a la oración en sí misma, como si ella fuese responsable de que los que la practicamos carezcamos del debido sentido crítico de la vida o estemos especialmente dificultadas para ver la vida a fondo. Pero, para entendernos debidamente, debemos hacer tres observaciones fundamentales que nos pueden ayudar a entender cómo hacer de la oración una experiencia de revisión a fondo de nuestra vida.

          En primer lugar y, ante todo, es evidente que  puede darse verdadera y profunda oración en personas que carecen de sentido crítico ante los acontecimientos de la vida y la sociedad. La experiencia lo confirma así. Y no tenemos derecho a negar el valor y la autenticidad de la oración de tantas personas de buena voluntad que han vivido y viven quizás ingenuamente en su fe sin complicarse con las problemáticas de la crítica social, cultural o política. Por otra parte, no debemos olvidar que la oración consiste esencialmente en el encuentro y el diálogo del hombre con Dios, sean cuales sean los condicionamientos culturales y mentales de la persona que ora.

          En un segundo lugar, debemos dejar también bien asentado que puede darse, y de hecho se da, un sentido profundamente crítico en personas que ni hacen oración ni siquiera tienen fe. Los hombres más lucidamente críticos de la sociedad y de la cultura no han surgido, por lo general, de los monasterios y de los centros de oración, sino de los ámbitos del pensamiento y la acción, allí donde se han gestado los problemas y de donde se ha tenido que enfrentarse a esos problemas y a las situaciones más punzantes.

          En tercer lugar, - y llegamos con esto al fondo del problema- parece cada día más importante tener muy en cuenta la profunda coincidencia que existe entre el dinamismo del sentido crítico ante la vida, por una parte, y el dinamismo que es propio de la oración, por otra parte. No queremos afirmar con esto que el sentido crítico por sí mismo, el hecho de percibir con claridad y objetividad los intereses del dinamismo que juegan la cara decisiva en la vida de la sociedad y de los hombres, sea en sí oración. Semejante afirmación sería extravagante, claro está.  Tampoco queremos decir que la oración tenga que ser necesariamente un ejercicio de reflexión crítica sobre la vida. Lo que sí queremos reiterar es que, si miramos a fondo y comparamos lo que significa la oración y lo que es una reflexión auténticamente crítica, descubrimos con sorpresa la convergencia profunda existente entre esos dos movimientos del espíritu humano (dinamismo de la oración y dinamismo de toda reflexión verdaderamente crítica).

          Para comprender más profundamente lo anterior, se debe tener en cuenta que la oración puede ser de alabanza, acción de gracias, súplica o reflexión sencillamente. Todo eso referido a Dios como ser personal. Pero, de una manera u otra, referido también al mundo, en cuanto que el mundo procede de Dios y en cuanto que todo lo que acontece en el mundo tiene algo que ver con Dios. En consecuencia, el creyente alaba a Dios por las maravillas divinas que se manifiestan en la creación y en la vida de los hombres; y da gracias al Señor por los incesantes beneficios que el mundo recibe de Él; a la vez que acude suplicante al Padre del cielo en las situaciones apuradas o simplemente en todos los momentos en que la esperanza cristiana tiene algo que decir y, finalmente, reflexiona desde su fe acerca del sentido y del alcance de la palabra de Dios, que nos hace descubrir no sólo a Dios sino también al mundo y la vida. Todo esto es oración y va necesariamente asociado a la oración cristiana.

          Ahora bien, todo esto nos confirma que la oración cristiana tiene en si misma un dinamismo y una orientación según los cuales se hace constantemente presente al mundo y a sus situaciones todas. Es decir, la oración cristiana no es una evasión de la vida, sino una presencia a la vida, mirada en profundidad, para ver en ella la acción y la intervención de Dios, en los acontecimientos buenos y en los adversos, en los peligros y en las alegrías, en los triunfos y en las derrotas. La oración cristiana no es una mirada superficial a la vida, tal como puede parecer, sino una mirada a la vida tal como es, en cuanto que ella es el ancho campo de la acción de Dios. Evidentemente esta manera de comprender la oración supone un correctivo a nuestras concepciones superficiales de lo que es orar. Orar no es alejarse de la vida, a no sé qué región artificial en la que sólo se elaboran consideraciones “espirituales” que tienen muy poco que ver con lo que es la trama de la existencia humana.

          Orar es comprender y captar la vida a fondo. Y por eso, orar es comprender, en cada momento y en cada situación, lo que es y lo que lleva consigo la alienación de la libertad humana, en la opresión que lleva consigo tantas veces la política, la economía, la propaganda, la tiranía de unos hombres frente a otros, la dominación de la tecnocracia y, en general, todos aquellos factores verdaderamente decisivos de lo que es, de hecho, la existencia de los mortales. Una oración que no esté consciente de todas estas cosas y que no tiene nada que ver con ellas, ¿dónde se sitúa? ¿A qué se refiere? ¿Qué es lo que cree y qué es lo que espera? ¿Qué ama y qué busca?

          Ver la vida a fondo es ver en ella la presencia de Dios como único absoluto. Como el último absoluto que necesariamente revitaliza todo lo que no es Dios en sí mismo. Por eso, ver la vida a fondo es poner  cada cosa en su sitio. Y es ver el sentido exacto que tiene todo lo humano: el sentido que tienen nuestras ideas sobre Dios; y nuestros proyectos religiosos; y nuestros sistemas de organización; ver el sentido que tiene la política de los hombres y la cultura y el dinero; ver lo que es el sufrimiento, el fracaso y el triunfo: ver lo que valen las leyes incluso religiosas, lo que vale el compromiso de cada persona, su religiosidad y su misma oración. Cuando somos capaces de relativizar todas las cosas, para comprenderlas en función del único que las trasciende enteramente, y cuando, por consiguiente, situamos a la persona y su libertad en el sitio que le corresponde, entonces empezamos a ver la vida a fondo, en definitiva: empezamos a hacer la verdadera oración.