HOMILIA DE LA VIRGEN DEL CARMEN
1.
La fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo es una de las celebraciones
marianas más populares y más queridas en el pueblo de Dios. Casi
espontáneamente nos traslada a la tierra de la Biblia, donde en el siglo XII un
grupo de ermitaños comenzó a venerar a la Virgen en las laderas de la
cordillera del Carmelo. Con la
alegría que nos da siempre celebrar una fiesta en honor de la Virgen María, la
honramos pues hoy con el título del Carmen, que cada mes de Julio viene a
ocupar un lugar especial en cada corazón, en cada familia, como faro potente de
nuestras buenas obras.
2.
Un año más nos reunimos en este lugar sagrado, casa de Dios y lugar donde
escuchamos su palabra y hacemos en consecuencia con ello nuestros buenos propósitos
para disfrutar de este día dedicado a la Virgen del Carmen, que como es Madre y
protectora de todos, lo es también amparo y guía de los navegantes. Y nos
inspiramos para celebrar bien esta fiesta en las palabras que hemos escuchado
en el Evangelio cuando Jesús, desde la
cruz, dirige a su madre María y a Juan: «Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu
madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,26-27).
La
festividad de la Virgen del Carmen nos invita a mirar a la Estrella de los
Mares para buscar en ella orientación, consuelo y sentido cristiano en nuestra
vida. María, Madre solícita, atenta siempre a las necesidades de sus hijos, nos
llama a acoger la palabra salvadora de su Hijo.
La
Virgen del Carmen es invocada como “Puerta del cielo, y también como “Estrella
del Mar”, que orienta y socorre en todas aquellas situaciones de ir por el mar.
Santo Tomás de Aquino decía: “A María Santísima se le llama Estrella del Mar,
porque de la misma manera que por la estrella se dirigen los navegantes al
puerto, así por ese medio de María se dirigen los cristianos a la gloria”, Y
San Bernardo, verdadero enamorado del amor maternal de la Virgen, exhortaba
diciendo:”Mira a la Estrella. Invoca a María” recordándonos con esas palabras
que María es siempre la imagen de la misericordia que nos viene de Dios.
3. En el evangelio (Jn 19,25-27), junto a la
cruz de Jesús aparece congregada simbólicamente la Iglesia, representada por
“su Madre” y por “el discípulo a quien amaba” (19,25-27).
Al
pie de la cruz, en lugar de Jerusalén, aparece ahora María, madre de los hijos
de Dios dispersos, reunidos ahora por Jesús (Jn 11,52), verdadero “templo” de
la nueva alianza (Jn 2,21). María es la nueva Jerusalén—madre, la Hija de Sión
a la que el profeta decía: “Levanta la vista y mira a tu alrededor, todos se
reúnen y vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en
brazos” (Is 60,4). Ahora es Jesús, quien dirigiéndose a su madre, le dice: “He
allí a tu hijo”. A imagen de Jerusalén—madre, María es la madre universal de
los hijos de Dios, congregados en Cristo, principio de la nueva humanidad.
Jesús
luego se dirige al discípulo y le dice: “He allí a tu madre”. El discípulo “a
quien Jesús tanto amaba” (Jn 19,26) es imagen del creyente de todos los
tiempos. Por eso las palabras de Jesús hacen que la maternidad de María alcance
una dimensión eclesial que se extiende a todos aquellos que siguen con
fidelidad hasta la cruz. El discípulo acoge a la Madre de Jesús como algo suyo.
“Desde aquella hora, el discípulo la acogió entre sus cosas propias”. Se trata
de las cosas propias de alguien, de personas o cosas de inmenso valor para él
(cf. Jn 8,44; 10,4; 16,32; etc.). Las “cosas propias” del discípulo son sus
bienes espirituales, sus valores más profundos en la fe, entre los cuales hay
que incluir la palabra de Jesús (Jn 17,8), la paz que el mundo no puede dar (Jn
14,27), el don del Espíritu (Jn 20,22); etc. Entre esos bienes propios del
discípulo ahora aparece también María. La Madre del Señor pasa a ser parte del
tesoro más preciado del discípulo creyente. Cuando ha llegado la Hora, al pie
de la cruz nace la nueva familia de Jesús, símbolo de la iglesia de todos los
tiempos: “su Madre y sus hermanos”, (cf. Mc 3,31-35).
4. Que esta celebración de la Virgen, como
las que tenemos casi todos los años, aumente nuestra devoción y nuestro deseo
por vivir santamente, correctamente, haciendo bien las cosas buenas que nos
corresponde hacer. Dejémonos seducir por el ejemplo de la Virgen Santísima, que
siempre llevó a Jesús en su corazón.
Que
la Virgen del Carmen proteja a nuestro pueblo, y que la devoción hacia ella sea
para nosotros una potente luz que nos ilumine, de manera que, como Jesús,
pasemos por este mundo “haciendo el bien”. Y el bien más concreto que podemos
realizar es convertirnos en transmisores de esta misma devoción a nuestros
hijos, como nosotros la recibimos de nuestros padres. Enseñémosles, como
recordaba San Bernardo, qué significa eso de “Mira la Estrella, invoca a María”
para que puedan ir por la vida – sobre todo los adolescentes y jóvenes,
sabiendo que la misma edad los lleva a veces por caminos a veces arriesgados-
con la seguridad de que, en manos de la Virgen, estamos siempre cerca de Jesús
y no hay más alegría y seguridad que sentirnos parte de esta Familia en la que
el Señor se nos ha hecho presente.
Ella,
que pidió a Dios por nosotros, que por sus ruegos Dios derrame su bendición
sobre todos nosotros.
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