martes, 15 de abril de 2014



La gloria de la resurrección

 

Pbro. Angel Yván Rodríguez P.
 

 

 

En el Credo Apostólico aparecen dos impresionantes frases relativas a Jesucristo: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado». Así se expresa, condensadamente, toda la crudeza de la humillación de Cristo. Si tales frases fuesen las últimas del credo, la confesión de fe cristiana sería un enigma nebuloso. El final del ministerio de Jesús podría interpretarse como una tragedia desconsoladora, como el derrumbe de un cúmulo de esperanzas gloriosas. Y como un misterio torturador. La carrera del Maestro admirado, santo, obrador de milagros, compasivo, revelador del Padre, dominador de las fuerzas demoníacas, anunciador y promotor del Reino de Dios ¿había de morir como un vulgar malhechor? Su grandeza indiscutible ¿había de concluir en la oscuridad fría de un sepulcro? El que había salvado a otros de la muerte ¿no podía salvarse a sí mismo? Las fuerzas del Reino ¿no podían acabar con todos los poderes enemigos? La fe y las esperanzas de los discípulos ¿habían de concluir en el más cruel de los desengaños? ¡Cuánta amargura rezuman las palabras de los discípulos de Emaús cuando regresaban de Jerusalén a su aldea: «Nosotros esperábamos que él sería el que redimiera a Israel» (Lc. 24:21)! Pero después de lo acontecido ¿qué podían esperar?

De igual modo, ¿qué esperanza podría tener hoy un cristiano si hubiese de creer en un Cristo «muerto y sepultado»? ¿Quién ensalzaría su gloria? Sólo podría pensarse en lo patético de su tragedia. Y quienes todavía mantuviesen su adhesión al Crucificado serían, en palabras del apóstol Pablo, «los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Co. 15:19). Pero el Credo no se cierra con la palabra «sepultado». Añade: «Resucitó de entre los muertos, ascendió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios...». Con estas frases destaca lo más trascendental en la historia de la salvación. Inseparable del mensaje de la cruz, y juntamente con él, la proclamación de la exaltación de Jesús constituye el eje del Evangelio. En esa proclamación sobresalen cuatro puntos esplendorosos: la resurrección de Jesús, su ascensión a los cielos, su sesión a la diestra de Dios y su futura venida en gloria. De estas cuatro realidades gloriosas nos centraremos en la primera: la resurrección de Cristo.

La resurrección de Cristo, el milagro de mayor trascendencia

Obviamente nos hallamos ante un milagro, el más grande en la experiencia de Jesús. Como el resto de sus milagros, ha sido blanco de la crítica histórica, radicalmente positivista. Asumiendo la negación de todo milagro propugnada por D. Strauss, se han ido sucediendo las más inverosímiles teorías: que Jesús no llegó a morir realmente, sino que sufrió un desmayo del que se recuperó en la quietud silenciosa del sepulcro; que los discípulos habían robado el cuerpo; que habían sufrido una alucinación a causa de su excitación emocional, etc., etc. Cualquier inciso apologético nos parece aquí innecesario. Basta decir que cualquiera de las objeciones que suelen oponerse a la veracidad histórica de la resurrección de Cristo, si se examina sin prejuicios, es mucho menos creíble que lo narrado por los evangelistas. Frente a todas ellas se alza un hecho innegable: cuando el cuerpo de Jesús fue sepultado los discípulos estaban moralmente destrozados. Sus creencias sobre el carácter mesiánico de Jesús se conmovían. ¿Era verdaderamente el «Ungido» o habrían de esperar a otro, como un día pensó Juan el Bautista? A la incomprensión y la duda se unía en ellos el temor. El grupo de los más fieles se reuniría en una casa para llorar su dolor y su frustración; pero con las puertas cerradas (Jn. 20:19). Sus mentes y sus corazones estaban literalmente asolados. Se había secado su esperanza. ¿Y este puñado de seguidores habría sido capaz de enfrentarse a la hostilidad del Sanedrín si Jesús hubiera seguido muerto? ¿Arriesgarían su vida por defender una mentira? ¿Quién puede creerlo?

La resurrección de Cristo, fundamento de la iglesia y de la fe

De no haber mediado la resurrección de Jesús, la Iglesia cristiana jamás habría existido. Pero las apariciones del Cristo resucitado cambiaron radicalmente la situación. Con la resurrección de su Señor resucitó la fe de ellos. Ahora veían sin ningún género de dudas que no se habían equivocado en su esperanza, que era verdad lo que el Señor les había dicho acerca de su muerte y resurrección (Mt. 16:21; Mt. 17:22-23; Mr. 8:31; Mr. 9:31). Alborozados, con gozo incontenible, se dirían unos a otros: «Ha resucitado el Señor verdaderamente» (Lc. 24:34). A partir de ese momento serían testigos activos del gran milagro y lo anunciarían a los cuatro vientos proclamando el Evangelio.

Este hecho vino a ser el fundamento sobre el cual descansa y se consolida la fe cristiana. Fue lo más destacado en la primera predicación el día de Pentecostés (Hch. 2:24, 29-33). Siguió siéndolo a partir de aquel momento (Hch. 3:15; Hch. 4:10; Hch. 5:30; Hch. 10:40; Hch. 13:30, 33, 37) y mantuvo su prominencia en las cartas apostólicas. Para Pablo la fe sólo tenía sentido cuando se apoyaba en «Aquel que levantó de los muertos a Jesús, nuestro Señor» (Ro. 4:24). En su primera carta a los Corintios resume el Evangelio de modo magistral: «Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:3-4). Y tal importancia da a la resurrección que, de no haber tenido lugar, la fe cristiana sería un fiasco: «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14). Tanto es así que en los primeros tiempos del cristianismo, según atinada observación de C.S. Lewis, «predicar el cristianismo significaba principalmente predicar la resurrección». De modo que quienes habían oído sólo fragmentos de la enseñanza de Pablo en Atenas tuvieron la impresión de que hablaba de dos nuevos dioses: Jesús y Anástasis («resurrección» en griego). Si el mensaje de la cruz había sido para los griegos «locura» (1 Co. 1:18), el de la resurrección había de parecerles el mayor de los absurdos. Pese a todo, el gran evento había tenido lugar y vino a ser la roca sobre la que se alzó toda la estructura de la fe cristiana. La base de esta estructura no fue -no es- una simple doctrina, una inferencia intelectual o un anhelo vital. Fue un evento glorioso, del que muchos hombres y mujeres fueron testigos, demostrativo de que «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt. 22:32 y par.).

La resurrección de Cristo, garantía de nuestra esperanza

Digamos finalmente que la resurrección de Cristo garantiza la resurrección futura a vida eterna de cuantos creen en él. En una de sus primeras cartas (1 Tesalonicenses) ya se refirió Pablo a esta doctrina (1 Ts. 4:14, 16) reafirmando lo que había enseñado el Señor mismo (Jn. 5:29; Jn. 6:39, 40, 44, 54; Jn. 11:25). Pero la enseñanza más recia sobre este tema la hallamos en el monumental capítulo 15 de su carta a los Corintios. En este texto el apóstol desarrolla una sólida argumentación para demostrar que Cristo resucitó de los muertos, refutando así el error de quienes afirmaban que «no hay resurrección de muertos» (1 Co. 15:12); pero en su conclusión (1 Co. 15:20) enlaza la resurrección del Señor con la de sus redimidos, que tendrá lugar en su segunda venida. Cristo resucitado es «primicias de los que durmieron».

William Barclay recuerda que la fiesta de la pascua (cuando Jesús resucitó) era también la fiesta de las primicias, la cual coincidía con la época en que la cebada era segada (Lv. 23:10-11). Aquel primer fruto era el principio de la cosecha que había de seguir, es decir, la resurrección de sus santos que ya habían fallecido. Para reforzar esta afirmación Pablo introduce un paralelo antitético entre Adán y Cristo: «Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Co. 15:22). Lo uno es tan cierto como lo otro. Todos los que están «en Adán», es decir, todos cuantos viven en su naturaleza caída, alejados de Dios, mueren. Todos los que están «en Cristo» serán resucitados para vida eterna o transformados (1 Ts. 4:16-17). Esta perspectiva ha sido siempre motivo de consuelo y estímulo para el pueblo cristiano (1 Ts. 4:18). Y ha dado mayor brillo a la gloria del Resucitado. Así parece haberlo entendido Pablo cuando escribía: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). Un eco maravilloso de lo dicho por el Señor Jesucristo mismo: «Porque yo vivo, vosotros también viviréis.» (Jn. 14:19).

El resplandor de la gloria de la resurrección alumbra nuestra vida presente y se proyecta hacia un futuro pletórico de esperanza «sabiendo que Aquel que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús y nos presentará juntamente con vosotros» (2 Co. 4:14). Por ello los cristianos en todo el mundo recordamos la Semana Santa con espíritu de reflexión, de confesión y de gratitud, pero sobretodo con el mismo «gran gozo» de María Magdalena y la otra María al descubrir la tumba vacía y escuchar la voz del ángel afirmar rotunda: «No está aquí pues ha resucitado» (Mt. 28:6, 8).

 

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