La amarga prueba de la sequía espiritual
Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda
Varias metáforas
bíblicas nos ilustran la naturaleza de la experiencia cristiana presentándola
como una vida exuberante y fructífera.
El salmista afirmó que el creyente es «como árbol
plantado junto a arroyo de aguas, que da su fruto a su tiempo y su hoja no cae»
(Sal. 1:3); y los profetas lo confirmaron (Jer. 17:8; Ez. 47:1; Ez. 47:7; Ez.
47:12; Zac. 14:8). El Señor Jesucristo, refiriéndose a sus seguidores, dijo:
«El que cree en mí..., de su interior correrán ríos de agua viva» (Jn. 7:38). Y
en el último libro de la Escritura se nos presenta la nueva Jerusalén regada
por «un río limpio de agua de vida... en medio de la calle de la ciudad, a uno
y otro lado del río, estaba el árbol de la vida... y las hojas del árbol eran
para la sanidad de las naciones» (Ap. 22:1-2).
Todo nos da a entender que la fe nos une a
Dios en comunión vivificante. Y en esa comunión hallamos paz, gozo, esperanza,
vigor y una invitación a su servicio que da sentido pleno a nuestra vida.
Cuando vivimos esta experiencia entendemos el significado espiritual del agua y
damos gracias a Dios por sus efectos.
Pero no siempre vivimos «junto a arroyos de
aguas», pues no siempre nuestra comunión con Dios es lo que debiera ser. De vez
en cuando (¿o con frecuencia?) pasamos por la experiencia de la sequía
espiritual. David expresó esta situación con un lamento angustioso: «Mi alma
tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas»
(Sal. 63:1). Si terrible es una sequía física pertinaz, más lo es la sequía
espiritual.
I. Cómo se manifiesta
En los periodos
de sequía el creyente es víctima de la apatía y de una cierta insensibilidad.
Lee la Biblia, pero ésta no le dice nada; la
encuentra árida (¿proyección de su propia aridez interior?), carente de mensaje
para su alma.
Ora, pero la oración ha perdido fervor. Ha
degenerado en rutina fría; se tiene la impresión de que no sube más allá del
techo; no se espera que tenga efectos objetivos, y subjetivamente resulta
ineficaz.
La asistencia a los cultos de la iglesia se
convierte en una carga, pues no encuentra en ellos nada que le estimule.
La comunión con los hermanos más bien le
molesta. Aunque le amen, él sólo ve sus defectos; a veces los tiene a todos por
hipócritas. No se siente a gusto a su lado.
Se produce un debilitamiento en la lucha
contra el pecado y las influencias mundanas, así como un retraimiento ante
oportunidades de dar testimonio de su fe.
Consecuencia global: un sentimiento amargo de
desolación interior. Un vacío insoportable.
II. Causas de la sequía
Pueden ser de
muy diferente índole:
1. Espirituales
Su origen se
debe a veces a problemas de fe: influencia del racionalismo, dificultades para
aceptar lo sobrenatural, para comprender los misterios de Dios; el escabroso
problema del sufrimiento en el mundo, o dificultades en el examen de ciertos
pasajes bíblicos.
Otras veces la causa puede ser el pecado.
David, después de haber cometido su doble pecado de adulterio y homicidio,
confesó: «Se volvió mi verdor en sequedades de estío» (Sal. 32:4). A menos que
tras la comisión del pecado nos volvamos arrepentidos a Dios implorando su
perdón, nuestra sensibilidad espiritual se secará inevitablemente; y, con la
sensibilidad, el vigor de la fe.
La mediocridad
de nuestro cristianismo es también no pocas veces causa de sequía espiritual.
Como los antiguos habitantes de Asia, llamados laodicenses, no somos fríos ni
calientes (Ap. 3:15-16). Nos dejamos influir más por el espíritu del mundo que
por el Espíritu Santo. No nos tomamos suficientemente en serio las
implicaciones éticas y de compromiso de nuestra fe. A muchos creyentes se nos
podría aplicar el texto de una inscripción que puede leerse en la catedral de
Lübeck (Alemania): «Me llamáis SEñOR y no me obedecéis. Me llamáis LUZ y no me veis. Me
llamáis CAMINO y no me seguís.» De un cristianismo así ¿puede esperarse
una experiencia de plenitud espiritual? ¿Nos sorprenderá que en vez de ser como
el árbol plantado junto a arroyos de aguas vaguemos insatisfechos por un
desierto?
2. Existenciales
Problemas
personales o familiares, enfermedades, pérdidas graves o tribulaciones de
diverso tipo. Si no se superan mediante la fe, confiando plenamente en la
soberanía sabia y bondadosa de nuestro Padre celestial, la sequía es casi
inevitable.
3. Psíquicas
Con bastante
frecuencia la sequía no tiene causas espirituales ni existenciales. Son
simplemente psíquicas o psicofísicas. Una persona psíquicamente lábil o de
carácter depresivo no debe sorprenderse con desaliento si alguna vez su fe
parece debilitarse y le domina el desánimo. Factores tan comunes como el
estrés, falta de sueño prolongada, molestias físicas persistentes como el dolor
crónico o incluso alteraciones digestivas pueden secar el alma de un creyente
fiel.
Naturalmente esta experiencia no debe
preocupar demasiado. Es pasajera. Sobre la oscuridad enervante prevalecerá
pronto de nuevo la luz.
III. Cómo reaccionar
Cuando
sobreviene la sequía del alma la reacción puede ser muy negativa, pero también
puede ser saludablemente positiva. En el primer caso se corre el peligro de
abandonar la fe que se ha profesado antes, quizá durante años. Semejante
decisión equivale a un suicidio espiritual. En la reacción positiva el creyente
decide perseverar en su vida cristiana a pesar de todo (dudas, problemas de fe,
experiencias torturadoras, decepciones, etc.). Y hace bien. En cualquier
momento, inesperadamente, la sequía puede cesar. Dios puede enviar en el
momento oportuno una lluvia vivificadora mediante una lectura, un culto, una
conversación, un acto de servicio cristiano, un pensamiento inspirado por el
Espíritu Santo, una manifestación clara del cuidado amoroso de Dios o
simplemente haciendo desaparecer las causas, espirituales, físicas o psíquicas,
que habían originado el tiempo seco.
La
reacción positiva tiene dos manifestaciones:
1. Confianza en Dios
Pablo nos
asegura que «el que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará hasta el
día de Jesucristo» (Fil. 1:6). No menos inspiradoras son las palabras de
Jeremías: «Bendito el varón que confía en el Señor, porque será como el árbol
plantado junto a las aguas... y no teme la venida del calor, sino que su
follaje está frondoso, y en el año de sequía no se inquietará ni dejará de dar
fruto» (Jer. 17:7-8). ¡Promesa reconfortante! - Difícil de creer, quizá
pensarán algunos. ¿Cómo es posible que se cumpla en plena aridez del espíritu?
Debemos discernir entre nuestra apreciación
subjetiva de una situación (lo que yo pienso, lo que siento) y la realidad
objetiva que sólo Dios conoce de modo perfecto. Nosotros a menudo vemos, como
Don Quijote, gigantes donde sólo hay molinos de viento. Haríamos bien en
recordar el principio señalado por el apóstol: «Por fe andamos, no por vista»
(2 Co. 5:7). Ni por sentimientos. La fe se apoya no en sensaciones sino en la
realidad de todo lo que Dios es y hace. Mi sequía no agota los depósitos de la
gracia de Dios. Ni su amor. Ni su poder renovador. «él transforma el desierto
en estanques de aguas, y la tierra seca en manantiales» (Sal. 107:35).
2. Resistencia a toda costa
«Resistid al
diablo y de vosotros huirá» (Stg. 4:7). En la Torre de Constanza (Francia),
donde creyentes hugonotes sufrieron y murieron por su fe, todavía hoy puede
leerse una palabra impresionante grabada en una piedra: «Resistez» (resistid).
Y aquellos héroes de la fe resistieron a pesar de sus sufrimientos. Deberíamos
nosotros hoy ser imitadores de su entereza perseverante. La resistencia debemos
mantenerla sin abandonar ninguna de nuestras defensas: lectura de la Biblia,
oración, asistencia a los cultos, conducta cristiana, compromiso en una vida de
servicio.
A la par que resistimos, haremos bien en
unirnos al canto de aquel bello himno: «Tentado, no cedas; ceder es pecar. Te
será más fácil luchando triunfar». Y esto sin hacer demasiado caso de los
periodos de sequía. Si amamos al Señor, pasaran. Y volverán los días en que
diremos con Isaías: «He aquí Dios es mi salvación; confiaré y no temeré, porque mi
fortaleza y mi canción es el Señor, quien ha venido a ser mi salvación» (Is.
12:2). Si es así, «con gozo sacaremos aguas de las fuentes de la salvación»
(Is. 12:3).
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