Las demandas de la cruz
Pbro. Ángel Yván Rodríguez P.
Son
muchas las iglesias que al llegar a la llamada «Semana Santa» celebran la
crucifixión del Señor Jesucristo al final de su vida en la tierra. Por inaudita
que parezca, esa celebración no es una barbaridad; es la exaltación del Hijo de
Dios, quien se entregó a sí mismo en propiciación por nuestros pecados.
Mediante la cruz se abre la puerta a la salvación de quienes por su
arrepentimiento y su fe, son incorporados al pueblo de Dios. Es comprensible la
concentración cristocéntrica en la obra divina de la salvación. De ahí que los
escritores del Nuevo Testamento, prácticamente en su totalidad, se refirieran
explícitamente a la crucifixión de Jesús como fundamento de nuestra salvación.
Como
ejemplo, podemos citar al apóstol Pablo, quien escribió: «Con Cristo estoy
juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí, y lo que
ahora vivo en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se
entregó a sí mismo por mí» (Gá. 2:20).
Y en otra de sus cartas afirmó con vehemente radicalidad: «Yo resolví entre
vosotros no saber cosa alguna que no sea Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co. 2:2).
El propio
Señor Jesucristo declaró a sus discípulos que «debía ir a Jerusalén y padecer
muchas cosas de sus adversarios y ser muerto» (Mt. 16:21,
Mt. 20:17-18).
Él había venido al mundo «no para ser servido, sino para servir y dar su vida
en rescate por muchos» (Mt. 20:28).
Esta afirmación tuvo confirmación solemne al compartir con sus discípulos el
pan y el vino en la cena que él mismo había instituido (1 Co. 11:23-25).
Ahora
bien, para el discípulo de Cristo el mensaje de la cruz entraña un cuádruple
llamamiento:
Una
llamada a la reconciliación y la comunión con Dios
En el
Nuevo Testamento la palabra más usada para traducir la experiencia de la
conversión es «metanoia», que significa «cambio de mente». Este cambio
exige una convicción de pecado profunda y una confesión del mismo, lo que
incluye reconocimiento de la naturaleza dañada por el pecado. Esto hace que nos
reconozcamos culpables delante de Dios, no sólo por lo que hemos hecho,
sino por lo que somos. Lo que la cruz de Cristo demanda de nosotros no
es una cosmética espiritual que nos haga honorables a ojos de nuestros
semejantes, sino una espiritualidad radical equivalente a una nueva creación (2 Co. 5:17).
Lo que se nos pide es que imitemos a Cristo y nos convirtamos en luz del mundo
y sal de la tierra (Mt. 5:13-16).
Un par de
parábolas bíblicas nos ilustran bien el significado del arrepentimiento y la fe
en la conversión. Ambas son tan conocidas como iluminadoras y ambas producen en
nosotros convicción y confesión de pecado como principio de una vida nueva en
relación santa con Dios, Padre misericordioso.
No puede
ser más clara y enternecedora la parábola del hijo pródigo (Lc. 15:11-32).
En ella se relata el desvarío de un joven que abandona el hogar paterno y se
hunde en una vida de disipación y miseria, pero que reflexiona, confiesa su
pecado y vuelve arrepentido a la casa paterna con una confesión conmovedora.
Dice a su padre: «He pecado contra el cielo y contra ti; no soy digno de ser
llamado tu hijo, pero hazme como uno de tus jornaleros» (Lc. 15:21).
En la emotiva respuesta de su progenitor, el hijo no oye ningún reproche,
ningún sermón. Sólo palabras de bienvenida y aceptación. Para padre e hijo el
regreso de éste se ha tornado en fiesta. El hijo perdido ha sido hallado; había
estado muerto y ha revivido. Una gran fiesta ha marcado el comienzo de la más
grande de las experiencias: la salvación.
Parábola del fariseo y el publicano (Lc. 18:9-14).
El primero era prototipo de una falsa religiosidad. No buscaba la gloria de
Dios,sino su propio ensalzamiento, la inflación de su vanidad.
Por el contrario, el publicano -odiado cobrador de impuestos para el erario de Roma- no se sentía merecedor de nada. Consciente de sus faltas y del aborrecimiento de los judíos más ortodoxos, «no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios,sé propicio a mí, pecador».
Para Jesús, el juicio sobre aquellos dos hombres era claro: «Os digo que aquel hombre (el publicano) descendió a su casa justificado más bien que aquél, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».
Por el contrario, el publicano -odiado cobrador de impuestos para el erario de Roma- no se sentía merecedor de nada. Consciente de sus faltas y del aborrecimiento de los judíos más ortodoxos, «no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios,sé propicio a mí, pecador».
Para Jesús, el juicio sobre aquellos dos hombres era claro: «Os digo que aquel hombre (el publicano) descendió a su casa justificado más bien que aquél, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».
Una
llamada a la entrega plena
La cruz
de Cristo implica una demanda de entrega plena por parte del creyente que
decide seguir a Jesús. Pablo fue consecuente también con este compromiso: «El
amor de Cristo nos constriñe, habiendo llegado a esta conclusión: que si uno
murió por todos luego todos murieron. Y por todos murió, para que los que viven
ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co. 5:14-15).
Esa
entrega implica reconocimiento y aceptación plena del señorío de Cristo. Es
hermoso poder decir al Señor lo que le dijo Pablo el día de su conversión:
«Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch. 9:6).
O hacer nuestras las palabras del distinguido líder moravo Conde de Zinzendorf:
«Sólo tengo una pasión, y ésta es él, únicamente él».
La
entrega del creyente para servir a su Salvador es un gran privilegio derivado
de su redención. Constituye un cambio de dueño. Recordemos las palabras de
Pablo en su primera carta a los Corintios: «¿No sabéis que no sois vuestros?
Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro
cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co. 6:19-20). ¿O acaso servimos
a Dios a medias? ¿No estaremos pretendiendo seguir siendo señores de nuestra
vida a la par que hacemos de Cristo nuestro siervo? ¡Qué absurdo! ¡Y qué
indignidad!
Una
llamada a la identificación con Cristo
«Si
alguno está en Cristo, es una nueva creación; las cosas viejas pasaron y todas
son hechas nuevas» (2 Co. 5:17).
Con Cristo morimos y con Cristo resucitamos. La comunión con él exige una
renuncia a toda forma de desobediencia. En Cristo y con él, el creyente está
llamado a vivir una vida de discipulado sin reservas. Son inadmisibles los
términos medios en los que nos gusta instalarnos. «Ningún siervo puede servir a
dos señores» (Lc. 16:13).
Aun los
pecados más sutiles -egoísmo, orgullo, vanagloria, envidia, rencor- acarrean el
desagrado del Señor. Contra ellos hemos de luchar sin desfallecimiento si
realmente le tenemos a él por Señor. Nuestra fidelidad al Cristo provocará la
hostilidad del mundo, pues vivimos en una sociedad abiertamente anticristiana,
lo cual nos obliga a luchar contra nuestras propias tendencias pecaminosas.
En
nuestra pugna contra toda suerte de fuerzas enemigas más de una vez
resbalaremos y caeremos, pero en la cruz de Cristo encontraremos siempre el
poder para ser «más que vencedores» (Ro. 8:37).
Una
llamada a evangelizar
Aun antes
de asumir la cruz, Jesús fue consciente de que una parte esencial de su obra
-la formación de la Iglesia- no la iba a realizar solo. Llamó a doce de sus
discípulos y los envió a predicar el reino de Dios (Lc. 9:1-6).
Después de su muerte y su resurrección, les encomendó la «gran comisión» (Mt. 28:19).
La iglesia apostólica pronto vino a ser testimonio vivo de Cristo, lo que
acarreó persecución e incluso muerte violenta. Impresiona el testimonio de
Esteban, seguido del de Pablo, al que pronto siguieron otros que tuvieron el
mismo fin que estos primeros discípulos.
Una vez
convertido a Cristo, Pablo vino a ser uno de los paladines de la obra
misionera. Con lógica convincente razonó la necesidad de aceptar el reto
misionero: «¿Cómo predicarán si no han sido enviados?», para citar a
continuación el bello y estimulante texto de Isaías: «Como está escrito: ¡Cuán
hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas
nuevas!» (Ro. 10:15).
Bajo la dirección del Espíritu Santo y en circunstancias sumamente adversas
tuvo lugar en aquel tiempo una gran expansión misionera en numerosos lugares
del imperio romano. No debe de ser casualidad que los periodos más florecientes
en la historia de la Iglesia cristiana han sido aquellos en que la obra
misionera ha sido atendida con diligencia.
¡Dichosa la iglesia local que instruye a sus miembros en la gloriosa
tarea de proclamar el más glorioso de los mensajes! ¡Y bienaventurado el
creyente que responde dignamente a las demandas de la cruz!
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