lunes, 3 de marzo de 2014



DARLE ROSTO ENCARNADO A LA CUARESMA:

AMAR A CRISTO EN EL HERMANO

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda

 


Para el creyente, el cuidado del hermano y del prójimo surge del amor a su Señor y Salvador. Si él ha hecho tanto por mí, ¿Qué no haré yo por él?

 Esta fue la experiencia del conde Von Zinzendorf cuando contemplaba un cuadro de la crucifixión. En la parte inferior del cuadro, un escrito interpelaba al espectador: «Esto hice yo por ti, ¿qué has hecho tú por mí?». Von Zinzendorf se sintió tan desafiado por este reto que le llevó a una transformación espiritual de consecuencias históricas: Se convirtió en el fundador de los Hermanos Moravos, uno de los movimientos misioneros más destacados del siglo XVIII.

Ya Pablo decía con gran fuerza: «El amor de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14). Su ejemplo es el móvil que nos impele en la preocupación por el hermano. La exhortación de Gálatas 6:2 precisamente apela a esta realidad: «Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo». La palabra «ley» aquí no significa tanto precepto como modelo. Se refiere al espíritu, el talante, la forma de ser de Cristo, quien «ungido con el Espíritu santo y con poder, anduvo haciendo bienes y sanando a todos...» (Hch. 10:38). Los cristianos deberíamos cambiar el refrán de «haz bien y no mires a quién» por «haz bien y mira a Cristo». Al hacer el bien, ten la mirada puesta en aquel que dio su vida por ti. Esta visión cristocéntrica nos librará, de paso, de las decepciones causadas por la ingratitud. A veces, el hermano por el que más te has preocupado es tan desagradecido como aquellos leprosos sanados por Jesús: de diez, solo uno volvió para dar las gracias. ¡Qué reconfortante el pasaje de Mateo 25:31-46: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis». Cristo está presente en mi hermano, está ahí, en su alma, de tal manera que cuidar de mi hermano es como cuidar de Cristo mismo. ¡Insondable misterio, pero precioso privilegio!

Ahora bien, lo singular de la vida cristiana es que el amor de Cristo nos estimula no solo por vía de ejemplo -alguien a imitar-, sino que nos da su amor real, vivo, a través de su Espíritu en nosotros. Esta realidad no la encontramos en ninguna otra religión. Gandhi es un ejemplo para muchos. Su memoria histórica estimula, pero nada más. El cristiano, en su servicio a los demás, tiene dos grandes herramientas: el ejemplo extraordinario de Cristo y su propio amor que me es transmitido por la acción del Espíritu Santo.

Así pues, la gran diferencia entre un humanista y el seguidor de Cristo radica precisamente en la motivación: Al cristiano no le mueve, en primer lugar, mejorar la sociedad, sino amar a su Señor y, en consecuencia, a su prójimo. Por supuesto que el cristiano quiere un mundo mejor, más justo, más solidario, pero ésta no es la meta, es el resultado, el efecto final de un compromiso perfectamente resumido por Jesús mismo: «amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo».

Quien Ama a Cristo, Ama a su Iglesia
 

El amor a Cristo, si es genuino, lleva de forma natural a amar a la Iglesia. El discípulo no puede decir que ama a Cristo si no ama a sus hermanos que forman el cuerpo de Cristo. El compromiso con Dios implica compromiso con el pueblo de Dios. Esta segunda motivación es, por tanto, consecuencia de la anterior. De tal manera que nuestro lema-resumen en el cuidado de mis hermanos debería ser: por amor a Cristo y para edificación de la Iglesia.

Observemos con detalle el texto de Gálatas. Su traducción literal sería: «De los otros, sobrellevad las cargas». Pablo pone el genitivo «de los otros» al comienzo de la frase para marcar un énfasis. Con esta construcción gramatical, el Apóstol nos quiere recordar un principio importante: la vida cristiana no es un asunto de «Dios y yo solos»; el cristiano solitario es incompatible con la enseñanza del Nuevo Testamento. Por supuesto que la fe tiene una dimensión íntima, personal, que debe ser respetada. Pero la fe cristiana va mucho más allá de lo privado: tiene unas implicaciones comunitarias inevitables. Nos guste o no, al nacer de nuevo -la conversión- entramos a formar parte de una familia en la que -como sucede en toda familia- no nos es dado escoger a nuestros hermanos. ¡No conozco a nadie que haya tenido la oportunidad de escoger a sus hermanos de sangre!

La enseñanza bíblica es clara: somos un cuerpo y nos pertenecemos los unos a los otros: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular... Que los miembros se preocupen los unos por los otros... De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un hermano recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Co. 12:25-27).

No es una opción, sino una obligación

El texto de Gálatas usa el modo imperativo: «sobrellevad». Es un mandamiento, no una opción voluntaria. Pero a todo creyente, sin excepción, se le exhorta a preocuparse por los otros miembros del cuerpo. Este es, en esencia, el principio evangélico del sacerdocio universal. El cuidado pastoral no es una tarea reservada para unos pocos miembros especializados, sino el privilegio y el deber de cada creyente. ¡Qué contraste con otras religiones tan de moda hoy! Su énfasis en el beneficio exclusivamente personal las sitúa a años luz de la pastoral y la ética del Nuevo Testamento. El budismo, por ejemplo, desconoce por completo esta dimensión de cuerpo, y su único énfasis comunitario se refiere a la fusión del yo personal en un todo cósmico después de la muerte.

Nuestro celo en la práctica de este mandamiento -cuidar del hermano- no debe apagarse por las «manchas y arrugas» de nuestras comunidades o de nuestros hermanos. La iglesia no es una comunidad de justos donde escasea el pecado, sino una comunidad de pecadores donde abunda la gracia. Esta debe ser nuestra visión. Así, nuestras expectativas serán realistas y evitaremos caer en el desánimo al descubrir que la perfección solo la alcanzaremos en el cielo. Mientras tanto, todos estamos en la «tintorería», siendo «lavados» -transformados- por el Espíritu Santo en el proceso de la santificación. Si alguien va a la iglesia esperando ver solo ropas blancas, encontrarla acabada ya de lavar, no ha entendido ni la naturaleza de la Iglesia, como realidad humana y divina,  ni el proceso de transformación que se está realizando desde el nuevo nacimiento, a través de la conversión continua de muchos de nuestros hermanos.

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