lunes, 7 de mayo de 2012

Miremos al interno del Corazón de María




           
MIREMOS AL INTERNO DEL CORAZÓN DE MARÍA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda






En treinta años de vecindad de María en Nazaret, ni un gesto de María que indicara a los vecinos su verdadero rango, su fenomenal categoría de Madre de Dios, de Reina del cielo y del mundo. La humildad de María.
            Esa absoluta carencia de orgullo, de vanidad, de la más mínima intención de aparentar, de ser estimada de los demás, es algo que no podemos comprender en una mujer…ni en un hombre.
            Todos somos tan innata, y estúpidamente vanidosos, que la mitad de nuestras actitudes todas se reducen a aparentar que somos más de lo que somos. Nos pasamos la vida tratando de aparentar que somos más importantes, indispensables, que nadie nos puede sustituir. ¡Vanidad de vanidades!
            María de Nazaret. María Madre de Dios, con sus vestidos no mejores que la de las demás; con sus gestos sencillos, mucho más sencillos que los de los demás del pueblo. María que, en treinta años, no ha tenido un solo gesto para demostrar “que Ella  es más que las demás”.  Podríamos imaginarnos: ¡Cuántas veces la Virgen se dejó superar por sus vecinas en todo lo que era vestidos, estilo de casa, muebles! Cuando en la tertulia, las vecinas alardeaban de que conocían y trataban con gente rica y prestigiosa de Jerusalén, María escuchaba tranquila sin tratar de aparentar o vanagloriarse  de lo que ella podía conocer.
            María nunca dijo a sus vecinas que se le había aparecido el ángel del cielo. Tampoco le dijo a ninguna íntima “en secreto” que Ella era madre siendo Virgen.
            Cuando el ángel le reveló que era escogida por el Altísimo entre todas las mujeres, no se le ocurrió marchar a Cafarnaúm a verse con la modista. No quiso “venir a más”. Sabía que era Señora de los cielos y la tierra, pero no le importaba que las vecinas la sorprendieran fregando con el delantal viejo, ni que la viera el pueblo entero llevando el balde de la basura hasta el barranco. Nunca aprendió María a distinguir bien cuáles son esas cosas que no pueden hacer las señoras, esas cosas que sólo pueden hacer las sirvientas.
            María no lo aprendió nunca porque, el día en que Dios hizo la Señora, Ella dijo que era la sirvienta del Señor.
            Después de ser Madre de Dios, María sigue remendando y poniéndose el mismo vestido, empuñando la misma escoba, fregando las mismas ollas, yendo al mismo lavadero a lavar la ropa, hablando y sonriendo a las mismas personas de antes.
            La Madre de Dios sigue disfrazada de aldeana, de pueblerina de Nazaret para que aprendamos nosotros, los comediantes que siempre nos disfrazamos de más en la vida. Nosotros los eternos payasos, con nuestras máscaras y nuestros gestos honorables.
            El caminar de María fue un caminar constante por una calle oscura. Ella no salió a pasear a la calle mayor del mundo. Esa difícil renuncia a ser admirada, estimada o envidiada. Ella iba derecha a su maravilloso destino por la calle oscura. No salió a la calle mayor ni para hacer propaganda del cristianismo. No era su misión. Sólo un día fue detrás de Cristo por la calle mayor. Pero ese día la calle mayor era la calle de la amargura.
            Nosotros disimulamos nuestros defectos. María disimula sus grandezas. María, durante treinta años, tratando de ocultar que es Madre de Dios y Reina de los cielos y la tierra. María, con el vestido usado de los días de labor. La mujer del carpintero. Simplemente una vecina más de Nazaret. ¡Qué gran modelo de la humildad encarnada!
           
            

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