MIREMOS
AL INTERNO DEL CORAZÓN DE MARÍA
Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
En treinta años de vecindad de María en Nazaret, ni un
gesto de María que indicara a los vecinos su verdadero rango, su fenomenal categoría
de Madre de Dios, de Reina del cielo y del mundo. La humildad de María.
Esa absoluta carencia de orgullo, de
vanidad, de la más mínima intención de aparentar, de ser estimada de los demás,
es algo que no podemos comprender en una mujer…ni en un hombre.
Todos somos tan innata, y estúpidamente
vanidosos, que la mitad de nuestras actitudes todas se reducen a aparentar que
somos más de lo que somos. Nos pasamos la vida tratando de aparentar que somos
más importantes, indispensables, que nadie nos puede sustituir. ¡Vanidad de
vanidades!
María de Nazaret. María Madre de
Dios, con sus vestidos no mejores que la de las demás; con sus gestos
sencillos, mucho más sencillos que los de los demás del pueblo. María que, en
treinta años, no ha tenido un solo gesto para demostrar “que Ella es más que las demás”. Podríamos imaginarnos: ¡Cuántas veces la
Virgen se dejó superar por sus vecinas en todo lo que era vestidos, estilo de
casa, muebles! Cuando en la tertulia, las vecinas alardeaban de que conocían y
trataban con gente rica y prestigiosa de Jerusalén, María escuchaba tranquila
sin tratar de aparentar o vanagloriarse de lo que ella podía conocer.
María nunca dijo a sus vecinas que
se le había aparecido el ángel del cielo. Tampoco le dijo a ninguna íntima “en
secreto” que Ella era madre siendo Virgen.
Cuando el ángel le reveló que era escogida
por el Altísimo entre todas las mujeres, no se le ocurrió marchar a Cafarnaúm a
verse con la modista. No quiso “venir a más”. Sabía que era Señora de los
cielos y la tierra, pero no le importaba que las vecinas la sorprendieran
fregando con el delantal viejo, ni que la viera el pueblo entero llevando el
balde de la basura hasta el barranco. Nunca aprendió María a distinguir bien
cuáles son esas cosas que no pueden hacer las señoras, esas cosas que sólo
pueden hacer las sirvientas.
María no lo aprendió nunca porque,
el día en que Dios hizo la Señora, Ella dijo que era la sirvienta del Señor.
Después de ser Madre de Dios, María
sigue remendando y poniéndose el mismo vestido, empuñando la misma escoba, fregando
las mismas ollas, yendo al mismo lavadero a lavar la ropa, hablando y sonriendo
a las mismas personas de antes.
La Madre de Dios sigue disfrazada de
aldeana, de pueblerina de Nazaret para que aprendamos nosotros, los comediantes
que siempre nos disfrazamos de más en la vida. Nosotros los eternos payasos,
con nuestras máscaras y nuestros gestos honorables.
El caminar de María fue un caminar
constante por una calle oscura. Ella no salió a pasear a la calle mayor del
mundo. Esa difícil renuncia a ser admirada, estimada o envidiada. Ella iba
derecha a su maravilloso destino por la calle oscura. No salió a la calle mayor
ni para hacer propaganda del cristianismo. No era su misión. Sólo un día fue
detrás de Cristo por la calle mayor. Pero ese día la calle mayor era la calle
de la amargura.
Nosotros disimulamos nuestros
defectos. María disimula sus grandezas. María, durante treinta años, tratando
de ocultar que es Madre de Dios y Reina de los cielos y la tierra. María, con
el vestido usado de los días de labor. La mujer del carpintero. Simplemente una
vecina más de Nazaret. ¡Qué gran modelo de la humildad encarnada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario