martes, 22 de mayo de 2012




LA PRESENCIA ACTUANTE DEL ESPÍRITU SANTO
 EN LA IGLESIA


Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
Las promesas de Cristo se fueron cumpliendo tal como él las había anunciado.  En la cena pascual, momentos antes del comienzo de su pasión, el Señor le promete a sus discípulos enviarles el Espíritu Santo. Abogado. Paráclito. Defensor. Es necesario que Jesús se vaya para que lo envíe. Jesús había sido para sus apóstoles defensor y abogado. Ahora lo será el Espíritu de Dios.
            El Espíritu santo que obró en el seno de la Virgen María la concepción de Jesucristo, obra también en pentecostés, el nacimiento de la Iglesia. Es en ese momento en que el Espíritu se derrama sobre los apóstoles, cuando queda constituida la Iglesia de manera plena. “No le dejaré huérfanos”. Y en verdad, así fue. Desde la ascensión a pentecostés la presencia de maría, la Madre, llena en parte el gran vacío de la ausencia del Señor. En pentecostés cada apóstol se llena del Espíritu Santo. No hay orfandad. Hay presencia divina permanente. La Iglesia estará asistida siempre por el Espíritu Santo. La Iglesia es de Jesús y Jesús es de la Iglesia. No hay separación. No hay alejamiento. No hay ausencias. No puede haberlas.  La Iglesia es el Espíritu Santo, el Espíritu Santo es la Iglesia. Tampoco entre ellos puede concebirse un alejamiento. No puede haberlo.
            La Iglesia es querida por Jesús, fundada por él. La Iglesia es amada por Jesús. Y la ama tanto que le dio y le da su vida. Le dio su vida en sacrificio cruento y reparador. Le da su vida en sacrificio místico, eucarístico. Jesús ama a su Iglesia hasta el extremo. Por amor a la Iglesia, Jesús le promete, le da el Espíritu Santo. Promesa cumplida en pentecostés de una manera plena y definitiva. Desde entonces la Iglesia ha experimentado la presencia del Espíritu de Dios en los momentos ordinarios, en los tiempos difíciles. Todo lo santo que la Iglesia ha realizado en veintiún siglos es obra del Espíritu Santo.
            El Espíritu Santo dio fuerza a los apóstoles para que comenzaran, sin desmayo, la predicación del Evangelio de Jesús. El Espíritu Santo dio valor a los mártires para que entregaran sus vidas en testimonio de amor a Jesús. El Espíritu Santo, iluminó a los Padres de la Iglesia para que expresaran con claridad, exactitud la doctrina de la Iglesia.



            En Pentecostés conmemoramos el aniversario de la fundación de la Iglesia. Es Pentecostés, el día del Espíritu, tiempo del Espíritu Santo.  Pentecostés inicio y permanencia de la comunicación entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Es la presencia actuante del Espíritu, un tiempo eclesial de crecer y extenderse. Tiempo apostólico, misionero y vocacional. Tiempo de santidad.


viernes, 18 de mayo de 2012



LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda





            Los que miraban al cielo eran un grupo de excepción. Habían sido espectadores de primera fila del misterio central de la historia de la salvación. Habían asistido y participado en los momentos más importantes de la historia. Sus ojos habían contemplado el rostro dulce y bondadoso de Cristo predicando, sanando, sus ojos miraron, llenos de asombro, de dolor, a Cristo pendiente en la Cruz a las afueras de Jerusalén, también sus ojos, abiertos  desmesuradamente por la emoción, la alegría se habían cruzado con la mirada de Cristo resucitado. Fue un vivir la Pascua de Jesús con la mirada y también con el corazón. El corazón de ellos había latido al unísono, aunque a distancia, con el corazón pascual de Jesús. Un corazón que se entrega en el primer jueves eucarístico, un corazón que se ofrece como testimonio al discípulo incrédulo.
            Sí, habían vivido todos estos momentos, todos esos acontecimientos, con profundidad, con tensión, con oscuridad, con certeza. Ahora están allí, mirando al cielo, a la nube, que les había quitado la vista del Señor. Estaban mirando al cielo, esperando… Pero no eran horas de espera. Ya no verían más al Señor tal como le habían visto hasta entonces. El Señor se iba y volvería con una presencia diferente. Presencia real, en verdad, presencia viva, presencia cálida, presencia eficaz, presencia afectiva, pero no una presencia experimentable con los sentidos.
            No existen ojos que le vean, como los ojos apostólicos. No habrían manos que le toquen como las de Tomás el incrédulo. Ni el oído humano escuchará ya la voz cálida del Maestro como la escuchó María junto a la puerta del sepulcro la mañana de la resurrección. El Señor estará presente. Su presencia nos exigirá la fe. Presente para los que tienen fe.
            La fe no mira hacia arriba esperando ver aparecerse al Señor. La fe cree que está presente, vivo, real y verdadero en medio de nosotros. A Cristo hay que mirarlo dentro, al lado. En comunión personal y en comunión comunitaria. Quedarse mirando al cielo, de brazos cruzados, esperando a ver qué pasa, quedarse en una actitud de inercia, es olvidar el papel que como discípulos nos toca desempeñar en la extensión del Reino.
            Con la Ascensión del Señor la historia no ha terminado. Se cierra, sí, un capítulo y al mismo tiempo se abre una nueva época. El Señor ya no estará como antes. Estará de otra manera. No esperemos pues, lo que no tiene que pasar. No nos quedemos mirando al cielo.
            Nos quedamos mirando al cielo si somos superficiales, si no ahondamos en el misterio de Amor que se celebra en cada Eucaristía. Allí está Él, el Señor, para compartirse y repartirse. Hemos puesto muchas veces un marcado énfasis en la parte social, el ornato, la parte  exterior de la celebración eucarística, sin muchas veces saborear el misterio de comunión y participación que desborda cada celebración eucarística.
            Nos quedamos mirando al cielo si en nuestro corazón hay tanta vanidad que aspira al oropel y a los honores, a la alabanza y a los títulos, al dinero, al poder. Hay que mirar a la tierra para ver lo transitorio y vano de todo eso y cómo debemos aspirar a los valores más altos y absolutos.
            Nos quedamos mirando al cielo, porque en nuestros periódicos venezolanos leemos, cada vez con mayor frecuencia, que existe en nuestra tierra el predominio de la violencia y la impunidad. Porque falta la justicia y la paz que tanto anhelamos. Nos toca trabajar a todos por el establecimiento de los valores del reino.
            Nos quedamos mirando al cielo, que en la tierra hay muchos problemas graves sin solución que demanda nuestro compromiso, nuestra entrega. La carestía de la vida que hace más difícil la vida a las clases más marginales, el desempleo, corrupción, los secuestros, el narcotráfico, la violencia y muchos más…
            Cuando nos empeñamos en trabajar para hacer un mundo un poco mejor, Dios nos asiste y capacita para se factores de cambios, para realizar obras de bien. Es comprometidos y trabajando como lograremos el cambio, no nos quedemos mirando al cielo. Jesús está encarnado en la tierra. Cristo está entre nosotros. Nos necesita aquí. No nos quedemos mirando al cielo.

lunes, 7 de mayo de 2012

Miremos al interno del Corazón de María




           
MIREMOS AL INTERNO DEL CORAZÓN DE MARÍA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda






En treinta años de vecindad de María en Nazaret, ni un gesto de María que indicara a los vecinos su verdadero rango, su fenomenal categoría de Madre de Dios, de Reina del cielo y del mundo. La humildad de María.
            Esa absoluta carencia de orgullo, de vanidad, de la más mínima intención de aparentar, de ser estimada de los demás, es algo que no podemos comprender en una mujer…ni en un hombre.
            Todos somos tan innata, y estúpidamente vanidosos, que la mitad de nuestras actitudes todas se reducen a aparentar que somos más de lo que somos. Nos pasamos la vida tratando de aparentar que somos más importantes, indispensables, que nadie nos puede sustituir. ¡Vanidad de vanidades!
            María de Nazaret. María Madre de Dios, con sus vestidos no mejores que la de las demás; con sus gestos sencillos, mucho más sencillos que los de los demás del pueblo. María que, en treinta años, no ha tenido un solo gesto para demostrar “que Ella  es más que las demás”.  Podríamos imaginarnos: ¡Cuántas veces la Virgen se dejó superar por sus vecinas en todo lo que era vestidos, estilo de casa, muebles! Cuando en la tertulia, las vecinas alardeaban de que conocían y trataban con gente rica y prestigiosa de Jerusalén, María escuchaba tranquila sin tratar de aparentar o vanagloriarse  de lo que ella podía conocer.
            María nunca dijo a sus vecinas que se le había aparecido el ángel del cielo. Tampoco le dijo a ninguna íntima “en secreto” que Ella era madre siendo Virgen.
            Cuando el ángel le reveló que era escogida por el Altísimo entre todas las mujeres, no se le ocurrió marchar a Cafarnaúm a verse con la modista. No quiso “venir a más”. Sabía que era Señora de los cielos y la tierra, pero no le importaba que las vecinas la sorprendieran fregando con el delantal viejo, ni que la viera el pueblo entero llevando el balde de la basura hasta el barranco. Nunca aprendió María a distinguir bien cuáles son esas cosas que no pueden hacer las señoras, esas cosas que sólo pueden hacer las sirvientas.
            María no lo aprendió nunca porque, el día en que Dios hizo la Señora, Ella dijo que era la sirvienta del Señor.
            Después de ser Madre de Dios, María sigue remendando y poniéndose el mismo vestido, empuñando la misma escoba, fregando las mismas ollas, yendo al mismo lavadero a lavar la ropa, hablando y sonriendo a las mismas personas de antes.
            La Madre de Dios sigue disfrazada de aldeana, de pueblerina de Nazaret para que aprendamos nosotros, los comediantes que siempre nos disfrazamos de más en la vida. Nosotros los eternos payasos, con nuestras máscaras y nuestros gestos honorables.
            El caminar de María fue un caminar constante por una calle oscura. Ella no salió a pasear a la calle mayor del mundo. Esa difícil renuncia a ser admirada, estimada o envidiada. Ella iba derecha a su maravilloso destino por la calle oscura. No salió a la calle mayor ni para hacer propaganda del cristianismo. No era su misión. Sólo un día fue detrás de Cristo por la calle mayor. Pero ese día la calle mayor era la calle de la amargura.
            Nosotros disimulamos nuestros defectos. María disimula sus grandezas. María, durante treinta años, tratando de ocultar que es Madre de Dios y Reina de los cielos y la tierra. María, con el vestido usado de los días de labor. La mujer del carpintero. Simplemente una vecina más de Nazaret. ¡Qué gran modelo de la humildad encarnada!
           
            

miércoles, 2 de mayo de 2012

María: Respuesta Perfecta al Amor de Dios





MARÍA: RESPUESTA PERFECTA AL AMOR DE DIOS

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda








            A la luz de la Anunciación, se pueden ir recorriendo los demás misterios de María, pasando por la cruz, hasta la resurrección, la Iglesia, la Asunción. En ellos se describe el itinerario que Dios ha hecho recorrer a una persona a la que ha comunicado su vida.
            María es  una simple criatura, a la que se le ha comunicado el conocimiento de Dios; y a partir de eso no cesa de avanzar y buscar en eso nuevas etapas. Como el salmista, puede también ella decir: ¡Descúbreme tus caminos! O como la esposa de los Cantares (2,16 a 3,5): ¡Vuelve! El amado se ha entregado a ella, pero ella no le guarda de otro modo que siguiéndole buscando: es de noche, está sola, le busca; recorre las calles y las plazas y no le encuentra.  Los místicos, entre ellos San Juan de la Cruz, han descrito, sirviéndose de estas imágenes, este incesante caminar de la Bienaventurada Virgen María.
            La vida en Nazaret, es la vida en el quehacer cotidiano, es lo humano, lo natural, donde debe buscarse a Dios en primer lugar. Nada trasparenta el misterio que encierra. Esta es la vida de la Iglesia en humildad, no como se manifiesta a través de los apóstoles (vida pública), sino como vive su existencia diaria a través de los creyentes. Simplemente existe. El Espíritu late en ella en esta forma escondida. Algo se desprende de ella que nos transforma, sin que nada se note. Es la cualidad descrita en la carta a los Hebreos capítulo once, que hemos recibido con la existencia y vivimos en la fe. (Heb.11).
            Este vivir cotidiano no es rutinario, porque se vive en presencia del Padre y en el Espíritu Santo. Algo se va realizando secretamente bajo la acción de la Palabra que es “como lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que el día comience a clarear” (2 P 1,19). Es el tiempo de la espera. Es un caminar en la noche bajo la luz de la fe. Es la presencia continua de lo que verdaderamente es. Abre tus ojos. Esta ley “no está más allá de tus posibilidades ni fuera de tu alcance…., está muy cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que las pongas en práctica” (Dt 30,11-14).
            La virginidad es el clima en que María vive su propio misterio. No por ignorancia o por temor a la naturaleza del hombre y la mujer. Sí así fuese ¿qué sentido tendría su matrimonio con José? Lo que aquí hubo fue una decisión libre de su corazón, según la palabra de Cristo (Mt 19,10-11), consecuencia de la presencia del Reino de los cielos.
            La virginidad que vive María es signo de que ya se ha cumplido el Reino de los cielos. Como si en ella el amor que hay en el corazón de toda persona tendiese no sólo a personalizarse, sino a universalizarse. En Cristo Jesús, dice San Pablo, ya no hay varón ni mujer, ni judío, ni griego, ni esclavo, ni libre (Col 3,11. Gal 3. 28). Lo que equivale a decir: en Cristo ya no hay más que seres libres, que consienten en el amor  que mutuamente se otorgan. La humanidad –hombre y mujer a la vez- ha llegado a la plenitud de su madurez.
            Todo verdadero amor tiende a virginizarse  (Teilhard). Lo importante en esta materia no es tanto la realidad carnal como la tensión del corazón que se dirige a Dios y deja que en él se desarrolle todo amor. “Solo aquella alma es verdaderamente casta, cuando  se dirige hacia Dios incesantemente” (San Basilio).
            Que el Sí incondicional de la Virgen María a los planes de Dios, sea nuestro mejor modelo a seguir en la extensión de los valores del reinado de Dios en nuestros campos apostólicos que nos tocan vivir.