domingo, 3 de abril de 2022

 




EL PERDÓN NOS SANA Y RECOSTRUYE

(Evangelio Lc. 8,1-11)

Cuando se pone la ley/norma al lado de un pecado concreto, la sentencia adquiere rigor matemático. Pero las cosas cambian cuando al lado de la ley se coloca a una persona concreta. Esto pocas veces lo hacemos. Algunos prefieren «cargarse» a la persona antes que cuestionar la ley, o plantearse si es justa. Les resulta impensable sospechar que quizá la Ley no haya que aplicarla como ellos la entienden. Están deseando «tirar piedras».

                Esta gente que rodea a Jesús, «armada» con una mujer a la que han «atrapado» pecando, se siente representante de la Institución Judía y del mismo Dios, y pretenden ponerle una trampa: A ver si se atreve a decir algo en contra de «lo que está escrito», de sus sagradas leyes (es decir: de Dios). A ver si así deja de una vez de hablar de «misericordia» y de comprensión en el nombre de Dios. Nada de tener manga ancha con los débiles y pecadores. Hay que cumplir lo que ha mandado Moisés.

   Todo está a punto: el delito evidente, los testigos, las piedras en las manos y la Ley que mandaba matar. Jesús: "¿tú qué dices?".

     Pero Jesús no dice, "hace". Y lo primero que hace es callar, dar tiempo al silencio, esperar. Da una oportunidad a los acusadores a ver si son capaces de mirar la situación de otro modo, con calma, con otros ojos, a ver si alguien tiene algo «nuevo» que aportar. Pero es inútil. Todo está muy claro; están seguros de tener razón. Para ellos no hay otro camino. Son un ejemplo de aquel dicho: "Sabes muy bien dónde mirar: por eso no consigues encontrar a Dios". Porque Dios es imprevisible, original, sorprendente. Si crees que entiendes, es señal de que no entiendes nada. Pero a esta mentalidad educada y dependiente de preceptos, normas, leyes, definiciones, juicios y condenas... le resulta casi imposible dar el salto. No saben nada de Dios. Han hecho a Dios a su imagen. Precisamente aquello que está tan prohibidísimo en el primer mandamiento, el más importante: hacerse imágenes de Dios (Éxodo 20, 2-5).

              El Maestro pide a todos aquellos señores con vocación de jueces que dejen de acusar, que no miren a los demás siempre desde arriba, que se pongan al nivel de todo el mundo, que traten de experimentar de algún modo la debilidad de los demás, y que recuerden sus propias incoherencias y pecados. Él mismo optó entrar en nuestro mundo «bajando», poniéndose a nuestra altura, hasta el punto de rebajarse hasta morir en una cruz. Por eso, tal vez, ante estos señores «tan altos», tan prepotentes, tan intransigentes, tan subidos en su verdad y en su cátedra, él se baja, se echa al suelo, donde está tirada la mujer. Sólo desde donde está ella se puede hacer un juicio justo. ¡Pobre del que no se acuerda de esto: más pronto o más tarde terminará lanzando piedras! El que se olvida de sus propios pecados y de la misericordia que han tenido con él, al final no será capaz de resistir la tentación de apedrear a cualquier pecador que se le ponga por delante.

             El diálogo final entre Jesús y la mujer tiene una ternura especial. Ella necesita, por encima de todo, que la reconstruyan: Está destrozada. No ha abierto la boca. Y esta es la tarea que asume el Señor. Como si recordara esas palabras de Isaías que hoy hemos escuchado: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo». Lo importante no es lo que ha pasado, sino lo que tiene que brotar, lo nuevo. (Is. 43-18-19). Ella necesita un camino en su desierto, un río en su vida seca.

¿Cómo llegó a tan lastimosa situación? ¿Qué pasaría en su vida de pareja para que haya tenido que ir a buscar cariño a otro sitio? ¿Qué ganamos con apedrearla? Lo que debiera importarles e importarnos es que se rehaga, que se encuentre a sí misma, que sea una persona nueva...

               ¿Hemos visto aquí la «penitencia» que Jesús pone ante un pecado evidente? ¿Hemos visto cómo riñe a la mujer? ¿Hemos visto qué condiciones le pone para perdonarla? Si recordáis la parábola del Hijo Pródigo del domingo pasado: ¿Le echo aquel padre algún  “reproche” al hijo derrochador, desobediente y cabeza loca? ¿Recordamos que le dijera: «vas a tener que demostrar que estás arrepentido»? Incluso le defiende ante el juicio objetivo e implacable de su hermano. Su perdón es sin condiciones, un «regalo», que es lo que significa «per-dón», un gran regalo inmerecido.

             Y es que Dios cuando se encuentra con el pecado, sólo le inquieta una cosa: ¿Qué hacemos para vencerlo? ¿Cómo superarlo? No importa lo que ha pasado, lo que hemos hecho: "Yo tampoco te condeno". Él lo que procura es hacer que surja algo nuevo en nosotros. Porque la peor situación es la desesperanza, el sentirse «malo», superado, humillado, vencido. Así no hay progreso espiritual ni revitalización cristiana ni eclesial, ni salvación. Y el hombre/mujer se pierde.

              Necesitamos escuchar la voz que Dios quiere dirigirnos en nuestro pecado y ante el pecado que descubrimos en los otros: Necesitamos sentirnos nuevos, que se nos abran los caminos. Necesitamos escuchar muchas veces de sus labios: «Yo tampoco te condeno, anda y no peques más», y se nos caerán todas las piedras de las manos.

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