jueves, 4 de diciembre de 2014




Navidad, tiempo de luz y esperanza

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda





Las calles, las tiendas, las casas, todo se llena de luces por Navidad. ¿Cuál es el verdadero significado de tanta luz? Para muchos es sólo un reclamo comercial a fin de estimular el consumo, más ahora en una época de crisis económica. Para otros es un mero símbolo de una celebración dominada por el paganismo y el hedonismo en el que, a lo sumo, se celebra la «fiesta de la familia». Es triste comprobar cómo la inmensa mayoría de niños y jóvenes, pero también muchos adultos desconocen por completo el verdadero sentido de las luces navideñas. Para los cristianos la respuesta es clara: recordamos el nacimiento de «Aquel que es la luz del mundo» (Jn. 1:9), la luz por excelencia que alumbra las tinieblas de vidas vacías y sin sentido, la luz que acaba con la oscuridad y el dolor de tantas relaciones rotas, de tantas heridas por el egoísmo del corazón humano, de tantas infidelidades y miserias.
Esta luz simboliza, por tanto, esperanza, una esperanza resumida en el mensaje navideño por excelencia: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz...». Adviento es tiempo de esperanza, pero no es una mera esperanza humanista en que las cosas irán mejor en el mundo y en mi vida el año próximo, una esperanza que no va más allá del horizonte humano. Cristo, Aquel en quien no hay oscuridad alguna, nos ofrece vida abundante aquí y ahora (Jn. 10:10), pero la esperanza de la Navidad apunta sobre todo al futuro, tiene una dimensión que se remonta por encima de las circunstancias presentes y con los ojos de la fe contempla un paisaje pletórico de gozo y de consuelo.
Veamos algunos aspectos de este paisaje que constituyen las razones de nuestra esperanza. ¿Qué esperamos? El apóstol Pedro lo describe como una «herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 P. 1:4). A la luz de la enseñanza de Pablo (2 Co. 4:14-5:8) esta herencia contiene, entre otras, tres grandes realidades:
•La promesa de una reunión futura: el cielo como una gran fiesta
•La promesa de una casa futura: el cielo como una mansión («morada»)
•La promesa de una recompensa: la corona de gloria, de justicia y de vida

La promesa de una reunión futura: el cielo como una gran fiesta
«...sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús y nos presentará juntamente con vosotros» (2 Co. 4:14).

«Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero» (Ap. 7:9).
La esencia del cielo estriba en una relación bidimensional: con Dios y con Cristo primero, pero también con nuestros hermanos y hermanas que componen la gran familia de Cristo. Nuestra vida en el cielo no será una experiencia individual. El contemplar esta dimensión comunitaria es uno de los ingredientes más preciosos de nuestra esperanza. En el Nuevo Testamento el cielo se describe como la gran reunión de todos los santos, todos los que creyeron en Jesucristo. Esa gran reunión será tan feliz y gozosa que se compara a un banquete de bodas. Sí, el banquete de bodas del Cordero: «Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero» (Ap. 19:9).
Por tanto, la Navidad es un recuerdo, un memorial, pero es sobre todo un anticipo de gloria, la aurora de una luz que alcanzará su cenit esplendoroso en el día del banquete de las Bodas del Cordero, el Hijo amado cuyo nacimiento recordamos estos días.
La promesa de una casa futura: el cielo como una mansión
«Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial» (2 Co. 5:1-2).
San Pablo compara la vida en la tierra a una tienda de campaña; es frágil, puede deshacerse fácilmente. Sin embargo, muchas personas hoy viven de espaldas a esta realidad: pensamos que la muerte no nos ha de llegar nunca. ¡Cuán a menudo la muerte viene de forma inesperada, «como ladrón en la noche»! Ciertamente, nuestra vida en esta tierra es muy frágil, y nos pueden llamar a abandonar la «tienda» inesperadamente, en cualquier momento.
Esta morada sólida, eterna e incorruptible contrasta con la precariedad de nuestro frágil cuerpo que se «va desgastando de día en día». ¡Ciertamente es mejor vivir en una casa así que en una tienda de campaña! Por ello Pablo expresa su preferencia: «mas quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Co. 5:8).
El propio Señor Jesús nos prometió esta morada futura en los cielos: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn. 14:1-3). ¡Resulta difícil leer estas palabras sin emocionarse! Recordemos el contexto de tribulación en el que se pronunciaron: la muerte de Jesús estaba muy cerca. Nuestro Señor tenía en mente un propósito claro: consolar a sus discípulos y prepararlos para los tristes acontecimientos que se avecinaban. Jesús anticipa el duelo de sus amigos y fortalece su esperanza con la maravillosa promesa de las «moradas» o «mansiones» celestiales en la casa del Padre. Por ello les dice «no se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí» (Jn. 14:1). Un gran consuelo nos embarga cuando contemplamos esa nueva casa.






La resurrección de Jesús, garantía de nuestra esperanza

«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Jn. 11:25-26).
Ésta es una de las frases más trascendentales que Jesús pronunció. Él se convierte en la garantía de nuestra propia resurrección porque él mismo resucitó de los muertos. Notemos que la doble promesa de esta frase, «vivirá... no morirá», implica no sólo que sobreviviremos, sino que resucitaremos; no se trata de una mera inmortalidad del alma, sino de la resurrección del cuerpo.

El fundamento y la seguridad de nuestra esperanza descansan, por tanto, en la resurrección corporal de Cristo. Porque, en palabras de Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra fe» (1 Co. 15:17). Esta esperanza triple en una reunión, una mansión y una recompensa futuras iluminan cualquier sombra de dolor, llanto o clamor en estos días de Adviento y nos llevan a exclamar «...mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co. 15:55-56). Éste es el mejor regalo de la Navidad, no hay otro mayor.

miércoles, 12 de noviembre de 2014



SOSTENIDOS POR LA VIDA DE GRACIA

Pbro. Ángel Yván Rodriguez Pineda




Pocos vocablos tienen una variedad de significados tan amplia como el término «gracia». El Diccionario de la Real Academia de la Lengua nos da quince acepciones. Pero nuestro propósito no es analizar el sentido de las mismas, sino ahondar en el significado de la gracia de Dios tal como aparece en el término kharis del Nuevo Testamento. Nada más profundo, ni más enriquecedor.
            El concepto neotestamentario recoge el significado que el término hebreo hen tiene en el Antiguo Testamento: la ayuda que alguien fuerte proporciona a una persona atribulada o necesitada, incapaz de mejorar su condición a causa de la debilidad que le imponen su propia naturaleza o determinadas circunstancias. El Señor Jesucristo no habló mucho de la gracia de Dios, pero sus actos revelaban de modo inconfundible la condescendencia divina hacia el pobre, el afligido, el marginado, el condenado por sus pecados. Así que, cuando hablamos de la gracia no hemos de limitar nuestra interpretación del término en el sentido, tan generalizado, de «favor inmerecido». Ciertamente es favor inmerecido, pero se trata del más grande de los favores. Es el amor de Dios en acción mediante el ministerio redentor de su Hijo y de su Espíritu.
 Entresacamos algunos de los aspectos del tema que más pueden contribuir a nuestra edificación.

I. La gracia de Dios, fuente de nuestra salvación
Pablo expresó magistralmente esta verdad: «Por gracia sois salvos, por medio de la fe» (Ef. 2:8). ¿A qué salvación se refiere esa afirmación? Una respuesta adecuada sólo es posible si se parte de la condición humana en su situación actual. El pecado ha hecho de los hombres reos de condenación ante la justicia de Dios («por cuanto todos pecaron», Ro. 3:23). Aun viviendo en el sentido biológico, todos por naturaleza estamos «muertos en nuestros delitos y pecados» (Ef. 2:1). «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)» (Ef. 2:4-5). En virtud de la obra expiatoria de Cristo, Dios nos otorga una perfecta justificación, con lo que los efectos de nuestra pecaminosidad desaparecen (Ro. 3:23-26). «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1).
            Conviene subrayar la palabra «ninguna». Muchas personas, cuando se habla de condenación, piensan en los tormentos del infierno. Y ciertamente Dios salva a sus redimidos de tan trágico destino. Pero eso no es todo. También quiere librarlos de la esclavitud moral de una vida dominada por el pecado (Ro. 6:11-14). La justificación debe ser seguida de la santificación. Es una maravilla que el creyente, que antes de su conversión había vivido esclavizado por sus tendencias al pecado, en comunión con Cristo y por el poder de su Espíritu «anda en novedad de vida» (Ro. 6:4). Salvado de la condenación eterna, no está condenado a vivir aún en la esclavitud de las inclinaciones propias de la naturaleza caída. «Ninguna condenación hay...» Y si antes estábamos condenados al temor y a la frustración, ahora, en Cristo podemos gozar de libertad, paz, esperanza y plenitud de vida (Jn. 7:38). Bien podemos cantar con gozo y gratitud.
II. La gracia de Dios, fuente de inspiración para la adoración
Ampliamos lo que acabamos de apuntar. El autor de la carta a los Hebreos, divinamente inspirado, escribió: «Nosotros, que recibimos un reino inconmovible, hemos de mantener la gracia y, mediante ella, ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y reverencia» (Heb. 12:28, versión Biblia de Jerusalén).
 La gracia de Dios ha tenido en Cristo su más perfecta expresión. Y la más conmovedora: «Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su pobreza fuerais enriquecidos.» (2 Co. 8:9). él, Hijo unigénito de Dios, empezó a empobrecerse con su encarnación, pero su «empobrecimiento» culminó en la humillación y los sufrimientos de la cruz (Fil. 2:5-8). Todo para nuestra salvación (Ro. 5:8-10). No debe sorprender que ante el Cordero inmolado, ahora coronado de gloria y majestad, el pueblo redimido eleve a él el incienso de sus oraciones y un «cántico nuevo» que ensalza su obra de redención (Ap. 5:8-10). La Iglesia todavía hoy canta enfervorizada: «Maravillosa gracia vino Jesús a dar; más alta que los cielos, más honda que la mar».
III. La gracia de Dios, secreto de la santificación
Ya en los días de Pablo había mentes retorcidas que desfiguraban cínicamente la doctrina de la gracia enseñada por el apóstol. él había escrito: «Cuando el pecado creció, sobreabundó la gracia»(Ro. 5:20), lo que había llevado a los distorsionadores a una conclusión inadmisible: «Perseveraremos en el pecado para que la gracia crezca» (Ro. 6:1). Pero la gracia que nos trajo el perdón de Dios y el don de la vida eterna también nos unió a Cristo, con cuya muerte y resurrección el creyente ha de estar plenamente identificado. Esta identificación hace incompatible la fe con el pecado (Ro. 6:2-4). La conclusión de Pablo es diametralmente opuesta a la de sus falsos intérpretes: «El pecado no se enseñoreará de vosotros, pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Ro. 6:14).
            Algunos creyentes, consciente o inconscientemente, actúan bajo los efectos de una dicotomía teológica; la justificación -piensan- es obra de la gracia de Dios; la santificación es cosa mía; depende de mis esfuerzos. Falso. En la santificación el creyente tiene, sin duda, una participación, la de unirse al Espíritu en la lucha contra la carne (Gá. 5:16). Pero en último término la realidad de la gracia es lo decisivo, pues es lo que más poderosamente actúa en nuestra voluntad hacia una obediencia estimulada por la fe y la gratitud (Gá. 2:20).
IV. La gracia de Dios, principio del servicio cristiano
Nada hay más digno y hermoso que una vida dedicada al servicio de Cristo; no sólo la de grandes misioneros y predicadores, sino la de todo creyente, pues al alcance de todo cristiano hay algún modo de servir al Señor y algún talento que a tal fin se puede usar. El servicio auténtico debe ser respuesta al llamamiento de Dios, y la capacidad para el mismo es también gracia suya. Pablo era muy consciente de este hecho cuando, refiriéndose a la obra que había realizado, declaraba: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Co. 15:10). En la labor del siervo de Cristo no hay lugar para la jactancia; sólo caben la humildad, la gratitud, y la oración en demanda de fidelidad.
V. La gracia de Dios superando nuestra debilidad
El apóstol Pablo, por lo colosal de su obra, aparece a nuestros ojos como un gigante espiritual, dotado de un poder moral y espiritual codiciable. Pocos han alcanzado las alturas de espiritualidad a que él llegó. Pero no fue un «supersanto» o un héroe de leyenda. Como hombre, estuvo sujeto a debilidades de las que por sí mismo no se pudo librar. Su testimonio en 2 Co. 12:1-10 es sumamente aleccionador. No sabemos a ciencia cierta en qué consistía el aguijón que le atormentaba, pero sí que el Maligno lo usaba para humillarlo haciéndole muy consciente de su debilidad. Esta experiencia, al parecer, tenía efectos muy negativos en él, por lo que insistentemente había pedido al Señor que lo librara de tan horrible prueba. La respuesta del Señor no podía ser más alentadora: «Bástate mi gracia, porque mi poder en la debilidad se perfecciona» (2 Co. 12:9). Una vez más, ¡la gracia! Mediante ella el creyente puede superar sus limitaciones y sus debilidades; éstas no le serán un obstáculo en el camino de la santificación y del servicio. Más bien darán lugar a la manifestación de la misericordia y el poder o de Dios para que se cumplan sus propósitos en la vida de cada uno de sus hijos.


miércoles, 1 de octubre de 2014


   SUFRIMIENTO EN LA SAGRADA ESCRITURA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda







«Me complazco... en las aflicciones, en las angustias» 2Cor 12,10 eso escribir Pablo a los convertidos de Corinto. El cristiano no es un estoico que cante «la majestad de los sufrimientos humanos», sino discípulo del «jefe de nuestra fe» que «en lugar del gozo que se le proponía soportó la cruz» Heb 12,2. El cristiano mira todo sufrimiento a través de Jesucristo; en Moisés «que estimó el oprobio de Cristo como una riqueza superior a los tesoros de Egipto» Heb 11,26 reconoce la pasión del Señor.
¿Pero qué significados tiene el sufrimiento en Cristo? ¿Cómo el sufrimiento, tan frecuentemente maldición en el AT, se convierte en bienaventuranza en el NT? ¿Cómo puede Pablo «sobreabundar de gozo en todas las tribulaciones» 2Cor 7,4 8,2? ¿Será la fe insensibilidad o exaltación enfermiza?
ANTIGUO TESTAMENTO
I. LO SERIO DEL SUFRIMIENTO
La Biblia toma en serio el sufrimiento; no lo minimiza, lo compadece profundamente y ve en él un mal que no debiera haber.
1. Los gritos del sufrimiento.
Lutos, derrotas y calamidades hacen que se eleve en la Escritura un inmenso concierto de gritos y de quejas. Es tan frecuente el gemido en ella que dio origen a un género literario propio, la lamentación. Las más de las veces estos gritos se elevan a Dios. Cierto, el pueblo grita ante el faraón para obtener pan Gen 41,55, y los profetas gritan contra los tiranos. Pero los esclavos de Egipto gritan a Dios Ex 2,23s, los hijos de Israel gritan a Yahveh 14,10 Jue 3,9 y los salmos están llenos de estos gritos de aflicción. Esta letanía del sufrimiento se prolonga hasta el «gran clamor y hasta las lágrimas» de Cristo ante la muerte Heb 5,7.
2. El juicio pronunciado sobre el sufrimiento responde a esta rebelión de la sensibilidad: el sufrimiento es un mal que no debiera ser. Desde luego, se sabe que es universal: «El hombre nacido de la mujer tiene una vida breve repleta de miserias» Job 14,1 Eclo 40,1-9, pero uno no se resigna a ello. Se sostiene que sabiduría y salud van de la mano Prov 3,8 4,22 14,30, que la salud es un beneficio de Dios Eclo 34,20 por razón del cual se le alaba Eclo 17,27 y se le pide Job 5,8 8,5ss Sal 107,19. Diversos salmos son oraciones de enfermos que piden la curación Sal 6 38 41 88.
La Biblia no es dolorista; hace el elogio del médico Eclo 38; aguarda la era mesiánica como un tiempo de curación Is 33,24 y de resurrección 26,19 29,18 61,2. La curación es una de las obras de Yahveh 19,22 57,18 y del Mesías 53,4s. La serpiente de bronce Num 21,6-9 ¿no viene a ser una figura del Mesías Jn 3,14?
II. EL ESCÁNDALO DEL SUFRIMIENTO
La Biblia, profundamente sensible al sufrimiento, no puede, como tantas religiones en torno a ella, recurrir para explicarlo a querellas entre los diferentes dioses o a soluciones dualistas. Cierto que para los exilados de Babilonia, abrumados por sus calamidades «inmensas como el mar» Lam 2,13, era muy grande la tentación de creer que Yahveh había sido vencido por uno más fuerte; sin embargo, los profetas, para defender al verdadero Dios, no piensan en excusarlo, sino en sostener que el sufrimiento no se le escapa: «Yo hago la luz y creo las tinieblas, yo hago la felicidad y provoco la desgracia» Is 45,7 63,3-6. La tradición israelita no abandonará jamás el atrevido principio formulado por Amós: «¿Sucede alguna desgracia en una ciudad sin que Dios sea su autor?» Am 3,6 Ex 8,12-28 Is 7,18. Pero esta intransigencia desencadena reacciones tremendas: «¡No hay Dios!» Sal 10,4 14,1 concluye el impío ante el mal del mundo, o sólo un Dios «incapaz de conocimiento» 73,11; y la mujer de Job, consecuente: «¡Maldice a Dios!» Job 2,9.
Sin duda se sabe distinguir en el sufrimiento lo que comporta alguna explicación. Las heridas pueden ser producidas por agentes naturales Gen 34,25 Jos 5,8 2Sa 4,4, los achaques de la vejez son normales Gen 27,1 48,10. Hay en el universo poderes malignos, hostiles al hombre, los de la maldición y de Satán. El pecado acarrea la desgracia Prov 13,8 Is 3,11 Eclo 7,1, y se tiende a descubrir una falta como origen de toda desgracia Gen 12,17s 42,21 Jos 7,6-13: tal es la convicción de los amigos de Job. Como fuente de la desgracia que pesa sobre el mundo hay que señalar el primer pecado Gen 3,14-19.
Sin embargo, ninguno de estos agentes, ni la naturaleza, ni el azar Ex 21,13, ni la funesta fecundidad del pecado, ni la maldición Gen 3,14 2Sa 16,5 ni Satán mismo se sustraen al poder de Dios, de modo que fatalmente resulta implicado Dios. Los profetas no pueden comprender la felicidad de los impíos y la desgracia de los justos Jer 12,1-6 Hab 1,13 3,14-18, y los justos perseguidos se creen forzosamente olvidados Sal 13,2 31,13 44,10-18. Job entabla un proceso contra Dios y le intima a explicarse Job 13,22 23,7.
III. EL MISTERIO DEL SUFRIMIENTO
Profetas y sabios, deshechos por el sufrimiento, pero sostenidos por su fe, entran progresivamente «en el misterio» Sal 73,17. Descubren el valor purificador del sufrimiento, como el del fuego que separa el metal de sus escorias Jer 9,6 Sal 65,10, su valor educativo, el de una corrección paterna Dt 8,5 Prov 3,11s 2Par 32,26.31, y acaban por ver en la prontitud del castigo un como efecto de la benevolencia divina 2Mac 6,12-17 7,31-38. Aprenden a acoger en el sufrimiento la revelación de un designio divino que nos confunde Job 42,1-6 38,2. Antes que Job, José lo reconocía delante de sus hermanos Gen 50,20. Semejante designio puede explicar la muerte prematura del sabio, preservado así de pecar Sab 4,17-20. En este sentido el AT conoce ya una bienaventurada de la mujer estéril y del eunuco Sab 3,13s.
El sufrimiento, incluido por la fe en el designio de Dios, viene a ser una prueba de alto valor que Dios reserva a los servidores de quienes está orgulloso, Abraham Gen 22, Job Job 1,11 2,5, Tobías Tob 12,13 para enseñarles lo que vale Dios y lo que se puede sufrir por él. Así Jeremías pasa de la rebelión a una nueva conversión Jer 15,10-19.
Finalmente, el sufrimiento tiene valor de intercesión y de redención. Este valor aparece en la figura de Moisés, en su oración dolorosa Ex 17,11ss Num 11,1s y en el sacrificio que ofrece de su vida para salvar a un pueblo culpable 32,30-33. No obstante, Moisés y los profetas más probados por el sufrimiento, como Jeremías Jer 8,18.21 11,19 15,18, no son sino figuras del siervo de Yahveh.
El siervo conoce el sufrimiento bajo sus formas más tremendas, más escandalosas. Ejerció sobre él todos sus estragos, lo desfiguró, hasta el punto de no provocar ya ni siquiera compasión, sino horror y desprecio Is 52,14s 53,3; no es en él un accidente, un momento trágico, sino su existencia cotidiana y su signo distintivo: «hombre de dolores» 53,3; parece no poder explicarse sino por una falta monstruosa y por un castigo ejemplar del Dios santo 53,4. En realidad hay falta, y de proporciones increíbles, pero no precisamente en él: en nosotros, en todos nosotros 53,6. Él es inocente, lo cual es el colmo del escándalo.
Ahora bien, ahí está precisamente el misterio, «el logro del designio de Dios» 53,10. Inocente, «intercede por los pecadores» 53,12 ofreciendo a Dios no sólo la súplica del corazón, sino «su propia vida en expiación» 53,10, dejándose confundir entre los pecadores 53,12 para tomar sobre sí sus faltas. De este modo el escándalo supremo se convierte en la maravilla inaudita, en la «revelación del brazo de Yahveh» 53,1. Todo el sufrimiento y todo el pecado del mundo se han concentrado en él y, por haber él cargado con ellos en la obediencia, obtiene para todos la paz y la curación 53,5, el fin de nuestros sufrimientos.
NUEVO TESTAMENTO
I. JESÚS Y EL SUFRIMIENTO DE LOS HOMBRES
Jesús no puede ser testigo de un sufrimiento sin quedar profundamente conmovido, con una misericordia divina Mt 9,36 14,14 15,32 Lc 7,13 15,20; si hubiese estado allá, no habría muerto Lázaro: Marta y María se lo repiten Jn 11,21.32 y él mismo lo había dado a entender a los doce 11,14. Pero entonces, ante una emoción tan evidente —«¡cómo le amaba!»— ¿cómo explicar este escándalo?, «¿no podía hacer que este hombre no muriera?» 11,36s.
1. Jesucristo, vencedor del sufrimiento.
Las curaciones y las resurrecciones son signos de su misión mesiánica Mt 11,4 Lc 4,18s, preludios de la victoria definitiva. En los milagros realizados por los doce ve Jesús la derrota de Satán Lc 10,19. Cumple la profecía del siervo «cargado con nuestras enfermedades» Is 53,4 curándolas todas Mt 8,17. A sus discípulos les da el poder de curar en su nombre Mc 15,17, y la curación del tullido de la Puerta Hermosa testimonia la seguridad de la Iglesia naciente en este sentido Act 3,1-10.
2. Jesucristo dignifica el sufrimiento.
Sin embargo, Jesús no suprime en el mundo ni la muerte, que él ha venido, no obstante, a «reducir a la impotencia» Heb 3,14 ni el sufrimiento. Si bien se niega a establecer un nexo sistemático entre la enfermedad o el accidente y el pecado Lc 13,2ss Jn 9,3, deja, sin embargo, que la maldición del Edén produzca sus frutos. Es que él es capaz de cambiarlos en gozo; Jesús no suprime el sufrimiento, pero lo consuela Mt 5,5; no suprime las lágrimas, únicamente enjuga algunas a su paso Lc 7,13, en signo del gozo que unirá a Dios y a sus hijos el día en que «enjugue las lágrimas de todos los rostros» Is 25,8 Ap 7,17 21,4. El sufrimiento puede ser una bienaventuranza, pues prepara para acoger el reino, permite «revelar las obras de Dios» Jn 9,3, «la gloria de Dios» y la «del Hijo de Dios» 11,4.
II. LOS SUFRIMIENTOS DEL HIJO DEL HOMBRE
A pesar del escándalo de Pedro y de sus discípulos, Jesús les repite que «el Hijo del hombre debe sufrir mucho» Mc 8,31 9,31 10,33 p. Mucho antes de la pasión Jesús «tiene familiaridad con el sufrimiento» Is 53,3; sufre a causa de la multitud «incrédula y perversa» Mt 17,17 como «engendros de víboras» Mt 12,34 23,33, por ser desechado por los suyos Jn 1,11. Llora delante de Jerusalén Lc 19,41 Mt 23,37; se «turba» al recuerdo de la pasión Jn 12,27. Su sufrimiento resulta entonces una aflicción mortal, una «agonía», un combate en medio de la angustia y del miedo Mc 14,33s Lc 22,44. La pasión concentra todo el sufrimiento humano posible, desde la traición hasta el abandono por Dios Mt 27,46. Pero prueba en forma decisiva el amor de Cristo a su Padre Jn 14,30 y a sus amigos 15,13, es la revelación de su gloria de Hijo Jn 17,1 12,31s, reúne en torno a él «en la unidad a los hijos de Dios dispersos» 11,52, le hace capaz «de socorrer a los que se ven probados» Heb 2,18 y de identificarse con todos los que sufren Mt 25,35.40.
III. LOS SUFRIMIENTOS DE LOS DISCÍPULOS
Una ilusión amenaza a los cristianos con la victoria de pascua: se acabó la muerte, se acabó el sufrimiento; corren peligro de ver vacilar su fe, debido a las realidades trágicas de la existencia 1Tes 4,13. La resurrección no deroga las enseñanzas del Evangelio, sino que las confirma. El mensaje de las bienaventuranzas, la exigencia de la cruz cotidiana Lc 9,23 revisten toda su urgencia a la luz del destino del Señor. Si a su propia madre no se le ahorró el dolor Lc 2,35, si el Maestro «para entrar en su gloria» Lc 24,26 pasó tribulaciones y persecuciones, los discípulos han de seguir el mismo camino Jn 15,20 Mt 10,24, y la era mesiánica es un tiempo de tribulaciones Mt 24,8 Act 14,22 1Tim 4,1.
1. Sufrir con Cristo.
Así como, si el cristiano vive, «no es ya [él] quien vive, sino que Cristo vive en [él]» Gal 2,20, así también los sufrimientos del cristiano son «los sufrimientos de Cristo en [él]» 2Cor 1,5. El cristiano pertenece a Cristo por su cuerpo mismo y el sufrimiento configura con Cristo Flp 3,10. Así como Cristo, «con ser el Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia» Heb 5,8, del mismo modo es preciso que nosotros «corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de nuestra fe... que soportó la cruz» Heb 12,1s. Cristo, que se hizo solidario de los que sufren, deja a los suyos la misma ley 1Cor 12,26 Rom 12,15 2Cor 1,7.
2. Para ser glorificados con Cristo.
Si «sufrimos con él», es «para ser también glorificados con él» Rom 8,17; «si llevamos en nuestro cuerpo siempre y en todas partes los sufrimientos de muerte de Jesús», es «a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» 2Cor 4,10. «El favor de Dios que se nos ha otorgado es no sólo creer en Cristo, sino sufrir por él» Flp 1,29. Del sufrimiento sobrellevado con Cristo no solamente nace «el peso eterno de gloria preparado por encima de toda medida» 2Cor 4,17 más allá de la muerte, sino también, ya desde ahora, el gozo. Gozo de los apóstoles que hacen en Jerusalén su primera experiencia y descubren «el gozo de ser juzgados dignos de sufrir ultrajes por el nombre» Act 5,41; llamamiento de Pedro al gozo de «participar en los sufrimientos de Cristo» para conocer la presencia del «Espíritu de Dios, del Espíritu de gloria» 1Pe 4,13s; gozó de Pablo «en los sufrimientos que soporta», por poder «completar en [su] carne lo que falta a las pruebas de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» Col 1,24


“LA IGNORANCIA DE LA SAGRADA ESCRITURA HOY, ES IMPERDONABLE EN UN CATÓLICO”

SAN JUAN XXIII

lunes, 15 de septiembre de 2014



FAMILIA:

 COMUNIDAD IDEAL PARA EL CRECIMIENTO DE LA FE EN CRISTO

P.Ángel Yván Rodríguez Pineda




            La  realidad familiar es justamente donde se inician y se dan los primeros pasos decisivos del itinerario del amor fiel y fecundo sin el cual el nacimiento y el crecimiento de la sociedad y de toda la humanidad en justicia, solidaridad y en paz se hace inviable y sin el cual la misma Iglesia no logra edificarse y consolidarse, día a día, como la comunidad de fe en Jesucristo Redentor del hombre, fundada y sostenida por Él. Es lo que esperamos y queremos cuando afirmamos junto a la Doctrina Social que la familia es la célula básica o primaria de la sociedad y de la comunidad política; es decir es célula esencial para el desarrollo del tejido sobrenatural del Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo.
            Ser testimonio del Evangelio de la alegría con obras y palabras en nuestro tiempo es tarea y urgencia primordial de la familia cristiana. Sin su testimonio, sobre todo en esta hora crucial de toda la humanidad, la evangelización del mundo empalidecería y languidecería hasta su desaparición efectiva. Son muchos los tristes y doloridos que encontramos a nuestro alrededor. ¿ Estaremos presenciando y viviendo un nuevo predominio social de la cultura de la tristeza? El papa Francisco, nos pone en alerta al inicio de su Exhortación Apostólica Evangelium Gauidium ante la inminencia de ese peligro: “  El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta del consumismo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (EG,2). No hay otro lugar de la experiencia y de la existencia humana donde se puede encontrar quien pueda consolar, aliviar, ayudar eficazmente y alentar animosamente a los enfermos crónicos, a los termínales, a los que han quedado sin trabajo, a los sin esperanzas, a los jóvenes destruidos por la droga y los vicios… que no sea en el ambiente cercano, acogedor, amoroso y comprensivo de la familia.
            Naturalmente, de la familia en la que la fidelidad mutua, vivida y mantenida con la fuerza del amor cristiano ofrece brazos abiertos, casa, hogar. En esta dura y persistente crisis, por la que atraviesan las familias de nuestra sociedad; la familia cristiana constituida desde del testimonio de fe, debe demostrar que si vale la pena seguir dando ejemplo que toda familia es un deseo de Dios, una vocación ofrecida por el mismo a bien de la humanidad.
            Si siempre ha sido necesaria la luz y la fuerza de la fe para comprender, aceptar cordialmente y vivir gozosamente el valor de la familia constituida sobre el matrimonio indisoluble como la “íntima comunidad de vida y amor conyugal fundada por el Creador” (Vat II, GS 42), cuanto más lo es hoy en la agobiante atmósfera intelectual y mediática, que nos envuelve, tan contaminada por una visión radicalmente secularizada e increyente del mundo y del hombre.
 La luz y esa fuerza de la gracia de una fe madura en  la familia la hace invencible y capaz de sobreponerse y superar cualquier desafío de pecado social imperante en muestra sociedad. Esta fe viva esta al alcance de la familia cristiana cuando en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración compartida y en la acción de gracias eucarística se abre a la gracia de la presencia y del ejemplo de la familia de Nazaret. Que nuestras familias cristianas, no tengan miedo de seguir manteniendo abierto lo más íntimo de sus hogares al don del Evangelio de la Sagrada familia, al amor de María y José. Que sea el mismo amor de María y José el que sostenga, aliente y santifique el amor de esposos y de padres  de familia. De familias santas y enamoradas de Cristo surgen las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, como a su vez apóstoles que nutren la vida laical de la Iglesia.



            

martes, 19 de agosto de 2014




¿ES POSIBLE EL SÍ PARA SIEMPRE EN EL MATRIMONIO?

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 

            Al hacer consciente que la vida matrimonial es un gran proyecto, creado y bendecido por Dios; es oportuno que reflexionemos como tarea cotidiana en la vida conyugal los siguientes aspectos:

            El valor del tiempo: Es necesario que los matrimonios se detengan por un instante a reflexionar durante la vida que tiempo le dedican a cultivar los elementos esenciales de la vida compartida. Existen muchos factores distractores que “roban” a las parejas matrimoniales el tiempo necesario y vital para fomentar la vida conyugal. Es necesario que los que conforman el vínculo matrimonial estén atentos a que ni las circunstancias vitales del día a día, ni los amigos, ni el trabajo excesivo, las tentaciones vanas son excusas valederas para romper el tiempo necesario para convivir y compartir la vida.

            La disciplina: En la medida que la vida conyugal se desarrolla y fortalece, cada cónyuges debe ir descubriendo que ya no eres tú solo (a) el que existe, si no que desde que se estableció el vínculo matrimonial alguien más forma parte de tu proyecto de vida. Si no hay disciplina en la vida matrimonial el establecimiento del “nosotros conyugal” puede caer en el descuido y porque no decir en el olvido. Disciplina implica tiempo y atención constante para tu cónyuge, para tus hijos, para la edificación en común y el logro de metas trazadas en común.

            Dedicación: Interesarse por el proyecto común emprendido en el matrimonio. Dedicarle atención a las necesidades humanas y espirituales del otro, no es perder el tiempo, al contrario hacerlo parte importante de una decisión de vida en común. Si la pareja cree necesario capacitarse a través de terapias conyugales, talleres de crecimiento humano y espiritual, hazlo. Tú vida matrimonial es la carreara y opción de vida más importante que tienes entre manos.

            Protección: Es necesario proteger a tu matrimonio de todos los peligros que lo acechan: infidelidades, engaños, gastos excesivos y todo aquello a lo que es vulnerable. Nunca olvides que tu matrimonio es tu mejor obra de arte, que nada ni nadie puede lastimar.

            Fortaleza: Es necesario que el matrimonio sea fortalecido con ciertos refuerzos que le permitan seguir adelante con esa obra de arte que a ambos le enorgullece. Es necesario reforzarlo con detalles de cuidado, amor, alegrías, entrega. Quienes se esfuerzan por rejuvenecer día a día su vínculo matrimonial al pasar el tiempo se darán cuenta que valió la pena dedicarle esfuerzo y constancia.

            Rehabilitación: Algunas realidades matrimoniales con el tiempo, se pueden ver atrofiadas, es necesario rehabilitarlo. Quizás es volver a ese Amor primero y preguntarse: ¿ Qué le gustaba a ella (el) antes de casarse, o de recién casado? ¿Qué detalle le puede  gustar ahora? ¿Dónde podríamos pasar un buen rato juntos?... Cuando una pareja matrimonial se ocupa de su rehabilitación, ni el tiempo cansa ni la relación de desgasta.

            Creatividad: La monotonía cansa y la rutina arruina los planes. Toda pareja debe luchar por cambiar siempre para bien. Es bueno siempre preguntarse qué podemos hacer para lograr mejores resultados de la vida en común. Qué necesito hacer para consolidar la vida libremente escogida como vocación de vida.

            Ilusión y Pasión: Dos constitutivos esenciales en la felicidad de la vida matrimonial. Es oportuno en la sana vida matrimonial saber qué es lo que en la vida compartida les ilusiona y apasiona. Aquello que nada ni nadie les robe la ilusión y pasión en el vínculo establecido debe ser el norte del proyecto de vida en común. Cuando existe la ilusión y la pasión bien vividas en el matrimonio, es un sello emblemático, un testimonio encarnado que sirve de estandarte ante las distintas ideologías que hoy declaran la muerte al vínculo matrimonial entre un hombre y una mujer.

            La oración en común: La oración de los dos es el camino para que Dios esté presente en la vida matrimonial. Él es el gran invitado. Él es que le da sentido y les conduce a la plena realización y a la felicidad. Un matrimonio que contiene a Dios tiene la certeza de su vocación. Con Él, se podrá realizar  con mayor facilidad el proyecto de Dios para el matrimonio y la familia.

            Santificación mutua: Dice la Sagrada Escritura: Mateo 19,6:
“Por consiguiente, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. El fin de toda unión conyugal es procurar la santificación, lo cual requiere la plena conciencia que las acciones, ocupaciones y responsabilidades matrimoniales  son la causa ordinaria del camino de santidad matrimonial. Ha de ser un milagro de Dios, que un hombre y una mujer opción de manera libre y consciente el vivir bajo un mismo techo, el comer en una misma mesa y el dormir en una misma cama para toda la vida. El matrimonio que no tiene como meta la santificación cristiana, será una buena y perfecta comunidad de vida, pero carecerá del fin esencial de su propia santificación.

 

martes, 29 de julio de 2014




 

«Mi problema es empezar a orar»

 Pbro. Ángel Yvan Rodríguez Pineda

 
No tengo nunca ganas de orar, no me apetece». «Yo quisiera orar, pero no puedo». «Siento una pereza intensa, es un sentimiento de reticencia, casi como de rebeldía. Cuando pienso que he de orar se me hace una montaña y lo voy posponiendo. Encuentro tiempo para todo, para leer el periódico, para ver la televisión, para trabajar, incluso para leer la Biblia o para hacer estudios bíblicos, pero orar se me hace cuesta arriba».

En un sentido amplio este problema es común a todo creyente. Hay un componente de lucha por la tensión entre nuestra naturaleza espiritual y el viejo hombre. La oración es uno de los principales campos de batalla en el que se desarrolla la lucha de Romanos 7:19: «El bien que quiero no lo alcanzo, y el mal que no quiero, esto hago». El maligno sabe que la oración es una de las estrategias clave del creyente, su hálito vital. No deben sorprendernos sus esfuerzos ímprobos por boicotear esta actividad. Ello explica que muchos de nosotros sintamos, con frecuencia, como una fuerza misteriosa que nos arrastra a no orar. Recordemos las realidades de Efesios 6:12: nuestra lucha tiene que ver con poderes invisibles. Hay, por tanto, en último término, una razón espiritual detrás de la dificultad para empezar a orar: el pecado, nuestra naturaleza caída. La liberación definitiva y total de estas ataduras sólo ocurrirá cuando, disfrutando de un cuerpo transfigurado, no quede ningún vestigio del estado pasado, el pecado.

Hay también causas psicológicas que nos ayudan a entender este problema. Ciertos tipos de temperamento, por ejemplo los extrovertidos, tienen una dificultad especial para ponerse a orar porque para ellos la oración supone un cambio total de atmósfera. Han de conseguir un ambiente que no les es natural: el recogimiento interior, una relación íntima, el expresar sentimientos. Todo ello hace que estas personas necesiten estímulos externos adecuados para la oración formal.

Asimismo la personalidad influye a la hora de ponerse a orar. Vemos esta dificultad más acentuada en dos situaciones:

Personalidades perfeccionistas:

 El perfeccionista tiene una tendencia natural a posponer las cosas. Quiere hacerlo todo tan bien que le cuesta empezar. Sólo cuando ya no hay más remedio encuentra la tensión psíquica necesaria para iniciar su tarea. Espiritualmente su nivel de auto exigencia es tan alto que, para él, nunca es el momento adecuado para orar. Así lo va retrasando hasta conseguir el marco idóneo para una oración excelente, lo cual obviamente casi nunca llega. Sin embargo, cuando logra estos momentos especiales puede orar largamente e incluso le cuesta terminar!

•Personalidades depresivas:

 Estas personas tienen notables dificultades con cualquier comienzo. Al depresivo le cuesta empezarlo todo. Desde que se despierta hasta que se acuesta, su vida es un batallar continuo contra los inicios. Son como los coches de motor frío; su problema es arrancar.

A veces la dificultad para iniciar la oración tiene raíces muy profundas. Además de la tendencia a posponer ya descrita, el creyente siente algo más intenso, casi como una rebeldía inexplicable. Es una resistencia para la que no encuentra causa lógica. La persona, por lo demás viva espiritualmente, quiere orar, tiene el deseo. La palabra «profunda» nos ayuda a entender este fenómeno que está arraigado en su biografía. Se trata de una reacción contra el deber, contra cualquier tarea que él sienta como una obligación. Un repaso cuidadoso de su infancia suele mostrar una educación rígida, severa, con obligaciones constantes y niveles de expectativa muy altos por parte de los padres. Luego, en la edad adulta, se produce el efecto contrario. Necesita sentirse libre, sin obligaciones, el extremo opuesto de lo que había vivido de niño. Una forma de aliviar este problema es ayudarle a descubrir la oración como un placer y no tanto como un deber.

En ocasiones la situación se complica todavía más cuando ha habido problemas psicológicos en la relación con el padre. La rebeldía, consciente o inconsciente, contra el padre puede dificultar seriamente la fe en general y la vida de oración en particular. Esto es así porque no podemos desligar del todo los conceptos de Padre celestial y padre terrenal. En la medida en que estos creyentes maduran en su conocimiento de Dios, tales problemas se van aliviando, pero al principio de su vida cristiana pueden encontrar muchos paralelos entre la figura de su padre y la de Dios. Si la rebeldía o la frustración caracterizaron la relación con nuestros padres, será fácil desplazar parte de estos sentimientos hacia Dios. De ahí la necesidad de conocer bien el carácter de Dios mediante la formación bíblica, magisterial y espiritual.
 
¿Qué recomendaciones prácticas podemos dar para empezar a orar?

En primer lugar, nunca esperes a tener ganas o a encontrar el momento perfecto. De lo contrario, te pasarás semanas o meses sin una sola palabra de oración. La calidad de la oración no depende tanto de nosotros como de los méritos de Cristo. Con esta idea en mente, al planear tu tiempo de oración no te pongas metas altas: empieza por lo poco y lo sencillo. Es mejor orar cinco minutos cada día que una hora cada tres meses. Cuanto más altas sean las metas que te pongas, tantas más posibilidades de fracasar. Para el Señor es más importante «ser fiel en lo poco» (Mt. 25:21) que teorizar sobre grandes proyectos.
 
En segundo lugar, busca estímulos adecuados que te faciliten el comienzo de la oración. Veamos algunos ejemplos: a la persona depresiva le va a ser muy útil orar acompañado. La soledad es un enemigo de su carácter: «si alguien está conmigo no me cuesta. Desde luego, ello no siempre será posible, pero con frecuencia la compañía de un hermano puede ser de gran ayuda para ponerse a orar.
 Otra sugerencia: intenta escribir tus oraciones. Un ejercicio práctico que recomiendo porque a mí mismo me ha hecho mucho bien es el siguiente: anota dos cosas buenas que te hayan ocurrido durante el día; puede ser una conversación, una noticia, un encuentro con alguien, alguna experiencia agradable, cualquier aspecto que tú hayas vivido como una bendición y que te ha hecho bien. Luego, haz lo mismo con dos motivos de preocupación o ansiedad: un problema, una carga, un disgusto etc. Ahora estás en condiciones de ponerte a orar brevemente. Primero, dale gracias a Dios y  por las dos bendiciones del día. Después, preséntale tus preocupaciones, descargando sobre él la ansiedad que te causan: «echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). Este ejercicio puede durar desde cinco minutos hasta todo el tiempo que tú quieras, es muy flexible. Lo importante es tener una base sobre la cual dirigirse a Dios porque ello te estimula a iniciar la oración.

miércoles, 25 de junio de 2014


AL GOZO POR LA OBEDIENCIA

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 
 
 

La primera reacción al leer este encabezamiento quizás sea de sorpresa: «¿cómo puede la obediencia ser una fuente de alegría?» se preguntará el lector. De siempre el ser humano ha pensado exactamente lo contrario: la libertad sí que es una fuente de gozo, pero la obediencia lleva a la opresión y a la frustración. Estamos, por tanto, ante una de aquellas gloriosas paradojas del Evangelio que contradicen la mente natural para mostrarnos la profundidad del poder transformador del amor de Cristo.

Obediencia de corazón y obediencia por obligación

El amor de Cristo es la clave de nuestro tema y la explicación a esta paradoja. «El amor de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14-15). El motivo por el cual obedecemos va a determinar nuestras actitudes y nuestros sentimientos. La obediencia del creyente nace como respuesta natural al inmenso amor del Señor Jesús. No es, por tanto, una obediencia impuesta a la que uno se somete porque no hay otro remedio, sino una obediencia voluntaria que emana del amor. Cuando uno ama, busca agradar en todo a la persona amada; así lo vemos en la relación de matrimonio. El apóstol Pablo se refirió a esta actitud precisamente como una obediencia de corazón: «...habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados» (Ro. 6:17). La obediencia que sale del corazón es voluntaria y produce un gran gozo porque se basa en el amor. Por el contrario, hay una obediencia que no sale del corazón porque no ama a su destinatario y genera un pesado sentido de sumisión y hasta de amargura. Éste es el problema del legalismo en el que puede caer el creyente cuando su fe es una religión pero no una relación de amor.

Aquí estamos ante uno de los aspectos más singulares del Evangelio: Dios no obliga a nadie a creer. Siguiendo con la ilustración del amor conyugal, Cristo no nos fuerza, sino que nos seduce con su amor. Tal fue la experiencia de Jeremías cuando obedeció al llamamiento divino y lo describió con estas hermosas palabras: «Me sedujiste, oh Señor, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo y me venciste» (Jer. 20:7). Por esta razón, Pablo -y todo creyente puede hacer lo mismo- se congratula de llamarse siervo -esclavo- de Jesucristo: es una obediencia que genera gozo porque ama a su Señor.

El gozo: por qué y dónde encontrarlo

El gozo es un sentimiento al que todos los seres humanos aspiramos, a la par que rehuimos su antónimo: la tristeza. Todos nacemos ya con la necesidad de gozarnos. ¿Por qué? Ello es una consecuencia de la imagen de Dios en el hombre. Nuestro Creador es capaz de experimentar tanto el gozo como la tristeza y fue su voluntad que los seres humanos disfrutaran también de este sentimiento. La capacidad para sentir alegría es un recuerdo del sello divino sobre nuestra personalidad. De hecho, los animales no pueden alegrarse de la misma forma que el ser humano.

En numerosas ocasiones la Palabra de Dios nos exhorta al gozo y la alegría. Se nos invita a «gozar de la vida, de la esposa», etc. Tanto los Salmos como los llamados libros sapienciales (Proverbios, Eclesiastés) están repletos de alusiones a la alegría. Y también en el Nuevo Testamento, como veremos, este sentimiento forma parte de la experiencia del cristiano hasta el punto de que el gozo es un elemento esencial del fruto del Espíritu. Cristo vino para darnos no una vida mediocre, vacía o triste sino una «vida en abundancia» (Jn. 10:10). De la misma forma el Padre «nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos» (1 Ti. 6:17).

¿Dónde encontrar el gozo? Todos buscamos las fuentes de satisfacción en los más diversos campos de la actividad humana: culturales, políticos, religiosos. Así procuramos llenar nuestro tiempo de ocio con eventos a los que asistimos de modo activo o pasivo, como actores o como meros espectadores.

Sucede, sin embargo, que estas fuentes de alegría con frecuencia están secas o proporcionan una satisfacción muy efímera, por lo que se convierten en causa de desilusión, aburrimiento, y en no pocos casos en tedio y tristeza. Por tal razón, muchas personas ven en este mundo tan sólo un valle de lágrimas, en el que todo carece de sentido. ¡Todo es vanidad! Ese es el motivo por el que multitud de personas caen en el más deprimente pesimismo. Muchos hoy se preguntan: ¿hay motivos para la esperanza? Un sí rotundo es la respuesta de los cristianos que se toman en serio las enseñanzas del Señor Jesucristo. Su certeza nace de creer y experimentar en su propia vida que Cristo es un manantial de donde fluye un gozo supremo.

Las palabras de Cristo, fuente de gozo y poder

Uno de los rasgos más llamativos de la persona de Jesús es su humanidad. El apóstol Juan, que compartió con el Maestro horas de honda amistad, recogió de él enseñanzas preciosas que ponen al descubierto una de las facetas más radiantes de su carácter: su amor. «Nadie tiene mayor amor que éste: que ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos...» (Jn. 15:13-15). Y de este amor brota un gozo inaudito: «Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido» (Jn. 15:11). El gozo de Jesús era el emanado del conocimiento del Padre y del cumplimiento de su voluntad, es decir de la obediencia. De este modo se anticipaba a la imitación de sus seguidores y con su ejemplo señalaba el camino de forma diáfana.

La obra de Cristo en sus discípulos se llevaría a cabo no sólo por esta vía de la instrucción y del ejemplo, sino ante todo por la acción del Espíritu Santo, como nos lo muestran los escritos del Nuevo Testamento, especialmente el de los Hechos y los de las epístolas. El testimonio apostólico se enlazaría con la enseñanza de Cristo y la experiencia de la Iglesia apostólica de todos los tiempos. Su historia registra ejemplos de fe y dudas, padecimientos difícilmente soportables y ejemplos de valentía de mártires innumerables que han sido blanco de las burlas de incrédulos y perseguidores. Pero estos mártires, lejos de desfallecer bajo el peso de la tristeza y el temor, han tenido experiencias de gozo triunfal, tal como les dijo su Maestro y Señor: «Vosotros ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se gozará vuestro corazón y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn. 16:22).

Ello es así porque el gozo va íntimamente asociado al poder de Cristo. Ya lo anticipó Nehemías cuando declaró con vigor al pueblo: «El gozo del Señor es vuestra fuerza» (Neh. 8:10). Es cierto que el creyente sufre en verdad muchos de las penalidades que aquejan al no cristiano, pero también es verdad que del Señor recibe las fuerzas para confiar en él y seguir sirviéndole con alegría (2 Co. 12:1-10). No menos alentadoras son las palabras de Pedro cuando declara en su primera carta que somos «guardados por el poder de Dios mediante la fe para alcanzar la salvación (...) en lo cual vosotros os alegráis, aunque si es necesario tengáis que ser afligidos en diversas pruebas» (1 P. 1:5-6).

La obediencia, garantía del gozo, requiere un esfuerzo

Hemos visto hasta ahora cómo la bendición de la alegría no es otorgada al creyente incondicionalmente sino que va ligada a la obediencia. Ésta se convierte así en la garantía del gozo. Pero, además, el «estar gozoso» es en sí mismo un acto de obediencia. Las exhortaciones de Pablo al respecto suelen ir en el modo imperativo, es un ruego a obedecer: «Estad siempre gozosos» (1 Ts. 5:16), «Regocijaos en el Señor siempre...» (Fil. 4:4). Hay, por tanto un elemento de esfuerzo por nuestra parte incompatible con la pasividad y la autocomplacencia. Sin duda la seguridad de nuestra salvación es una fuente perenne de gozo, un gozo espontáneo. Pero, en otro sentido el gozo es algo a cultivar, como una planta que hay que regar, tal como ocurre con las otras partes del fruto del Espíritu.

La paz, consecuencia del gozo

Es llamativa, y sintomática al mismo tiempo, la cercanía con la que el gozo y la paz aparecen en el Nuevo Testamento. Tanto en el texto por excelencia sobre el gozo (Fil. 4:4-7) como en el pasaje clave del fruto del Espíritu: «amor, gozo, paz...» (Gá. 5:22-24), ambos están íntimamente vinculados. Una relación tan estrecha no nos debe sorprender por cuanto el gozo auténtico del Espíritu es también fuente de una paz profunda. Cuando contemplamos nuestro estado actual en Cristo y experimentamos que «nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús», la paz y el gozo fluyen de forma abundante. Todo creyente se identifica con la reacción de los magos de Oriente quienes «al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo» (Mt. 2:10). La estrella, señal inequívoca del nacimiento de Jesús, nos recuerda la gloriosa esperanza, presente y futura, que tenemos en Cristo