INTRODUCCIÓN
La vida comienza con la fecundación y acaba con la muerte. Entre ambos polos se despliega la existencia terrena de todo hombre.
Según el Organismo Internacional de la Salud, el hombre tiene una vida genéticamente limitada. La expectativa media aproximada se estima en los 80 años para la mujer y en 76 para los hombres. La máxima duración de la vida no ha aumentado, si bien al contrario son más las personas que alcanzan las edades referidas. Es obvio que con la edad se envejece, es decir, se produce un declive en las capacidades intelectuales y físicas. Por otro lado, existen enfermedades como el Parkinson y el Alzheimer, por ejemplo, incuestionablemente ligadas a la edad. Según algunos estudios especializados, se ha llegado a confirmar que si las personas alcanzan los 110 años de vida, todas tendrían la enfermedad de Parkinson o la de Alzheimer. Además, el vivir supone un gran riesgo: el hombre está expuesto a enfermedades y accidentes que pueden ocasionar grandes limitaciones y por supuesto la muerte a cualquier edad.
La muerte como suceso biológico, es común al hombre y al animal. Pero en el hombre tiene un aspecto biográfico, es decir una perspectiva específicamente humana y espiritual. A diferencia del animal, el hombre sabe que va a morir y, en consecuencia, tiene que adoptar una actitud y desarrollar una conducta ante su propia muerte. El animal, por el contrario, no puede reflexionar sobre su muerte, si presiente la muerte no es un hecho individual, sino un acto instintivo de la especie. Se es más humano, cuando más consciente se está que la vida tiene una cita final.
Como sucede con las grandes cuestiones, siempre resulta definir la muerte. Por tanto, resulta mejor comenzar por describirla. La muerte “sobreviene cuando el principio espiritual que preside la unidad de la persona no puede ejercitar más sus funciones sobre el organismo, se disocia. Ciertamente, esta destrucción no golpea el ser humano entero. La fe cristiana afirma la persistencia, más allá de la muerte, del principio espiritual del hombre. La fe alimenta en el cristiano la esperanza de reencontrar su integridad personal transfigurada y definitivamente poseída por Cristo” (Cfr. 1Cor 15, 22; Carta a los agentes de la Salud, 128).
En otros tiempos, la ciencia y técnica de la medicina indicaban como momento de la muerte la detención de la respiración y el latido cardiaco; la teología y la acción pastoral de la Iglesia católica condicionaban, por ejemplo, la administración de los sacramentos a estas condiciones indicadas por parte de la medicina. Más tarde, debido al desarrollo progresivo de los medios técnicos de la medicina, el diagnóstico de la muerte se ubicó al momento de la muerte cerebral del enfermo. El criterio totalizante para declararla es la pérdida total e irreversible de todas las funciones encefálicas.
Teniendo en cuenta la determinación científica de la muerte y el sentido espiritual de la misma, hoy por hoy se hace necesario evangelizar el sentido de la muerte, es decir, anunciar el evangelio al moribundo. Es un deber pastoral de todo cristiano y de la comunidad eclesial, según la responsabilidad que a cada quien le corresponda, dar un genuino sentido a la etapa terminal del enfermo, así como el consuelo esperanzador a los familiares del moribundo.
1. CRITERIOS MÉDICOS PARA LA VERIFICACIÓN DE LA MUERTE
La muerte posee dos características definitorias: la irreversibilidad, lo cual quiere decir que no es posible volver de la muerte a la vida; y la descomposición del cuerpo humano, que se inicia una vez que la persona ha fallecido, en algunos tejidos a los pocos minutos, y que progresa hasta llegar a la total desintegración en unos meses, permaneciendo únicamente restos óseos. Para la verificación de la muerte pueden darse dos supuestos:
1.1. Parada cardiorrespiratoria:
Una parada cardiorrespiratoria por más de 10 minutos de duración en el adulto es más que suficiente para ocasionar la pérdida irreversible de todas las funciones encefálicas, y por tanto, en ocasiones ordinarias. La comprobación de que ha ocurrido esa parada lleva a determinar que la persona ha fallecido. Sin embargo, con maniobras de reanimación se puede, en algunos casos, revertir la situación (en general, paradas detectadas en el instante que se producen, como es el caso de los enfermos terminales monitoreados o asfixias neonatales, entre las más frecuentes).
La reanimación o resucitación cardiopulmonar es el conjunto de maniobras encaminadas a restablecer la respiración y/o la circulación cuando éstas han cesado por causa potencialmente reversible. Entre los casos más frecuentes de la parada cardíaca en los adultos es la fibrilación ventricular (un tipo de arritmia) en el contexto de una cardiopatía isquémica (angina de pecho).
El objetivo de la reanimación es sustituir primero y restablecer a continuación una circulación espontánea, para proporcionar un flujo sanguíneo adecuado al corazón y al cerebro. Para ello se utilizan un conjunto de maniobras y técnicas diversas (apertura de la boca, ventilación artificial, masaje cardíaco, administración de fármacos vasoactivos y anti arrítmicos) que pretenden evitar el daño cerebral que se produce con la ausencia de un adecuado flujo de la sangre oxigenada.
En circunstancias ordinarias, cuando es conocido que el paciente ha sido desahuciado, pues se sabe que padece una enfermedad avanzada en fase necesariamente mortal y tiene lugar el fallo cardiorrespiratorio, no tiene objeto pretender una reanimación cardíaca. Muchas veces, aunque se pretendiera y se dispusiera de todos los medios técnicos, no se lograría que el corazón volviese a latir de un modo autónomo y en otras, aunque se consiguiese y se conectase al paciente a un respirador, habría tenido ya lugar la parada circulatoria cerebral y el cese completo de las funciones encefálicas, con lo cual sólo se estaría conectando un respirador a un cadáver. Para evitar estos últimos supuestos que atentan contra la dignidad de la persona, es práctica habitual en muchos centros de asistencia médica dejar indicada la advertencia médica de que si una persona, ya desahuciada, fallece no se realicen este tipo de maniobras.
1.2. Criterios neurológicos de la muerte
El corazón tiene la capacidad de latir de un modo autónomo, aún desconectado por completo del resto del organismo. Esta capacidad permite que, en ausencia completa de funcionamiento encefálico, pueda el paciente conectarse a un respirador y mantener la circulación del resto de órganos de ese individuo. Se pueden conservar así los órganos en buen estado y proceder a su extracción para trasplantes. En este supuesto, el individuo está muerto, aunque su corazón sigue latiendo.
La verificación de que han cesado las funciones encefálicas de modo irreversible tiene que realizarse de ordinario en las unidades de cuidados intensivos, en algún caso excepcional en un quirófano, porque ya se habrá dado una de condiciones de la muerte: la parada respiratoria irreversible y la persona estará, por tanto, conectada a un respirador. Para comprobar si la persona cumple criterios neurológicos de muerte, se retiran todas las medicaciones que pueden tener un efecto depresor sobre el sistema nervioso. En caso de la intoxicación hay que esperar el tiempo necesario para que la sustancia tóxica haya sido eliminada. En primer lugar se comprueba la ausencia de funciones corticales (perceptividad), y subcorticales (reactividad inespecífica y al dolor). Se procede a ventilar a la persona con oxígeno en una proporción del cien por ciento durante veinte minutos; pasado ese tiempo se desconecta el respirador y si es necesario se dará oxigenación endotraqueal. Hecha esta comprobación, se vuelve a conectar al respirador.
A continuación se exploran otros reflejos de integración en tronco cerebral, comprobándose su ausencia: las pupilas no responden a la luz ni a maniobras que provocan dolor, tampoco hay cambios en las frecuencia cardiaca con la provocación del dolor, no se obtienen movimientos oculares en la irrigación de agua helada en los oídos, no hay reflejo tusígeno a la introducción de una sonda en tráquea, no se modifica la frecuencia cardíaca tras haber aplicado la inyección de atropina, se comprueba también la hipotermia.
2. ASPECTOS ANTROPOLÓGICOS DE LA MUERTE
Las interpretaciones que se dan a la muerte están en función de la interpretación sobre qué es el hombre. Simplificando, podríamos decir que hay dos posturas antagónicas:
Las que afirman que el ser es fundamentalmente materia, de modo que lo que llamamos espíritu queda reducido a un fenómeno de la actividad material (materialismo, naturalismo). Para el materialismo la muerte no es un problema; es un simple hecho del orden natural, ya que todos los seres nacen, crecen, se reproducen y mueren.
La otra postura es el realismo antropológico, que parte de la concepción del hombre como un ser personal, dotado de valor en sí mismo, no como mero individuo que se desenvuelve en la especie o en el devenir del mundo, y de esa manera se abre la perspectiva religiosa (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1006-1013). Esta antropología afirma que el hombre trasciende lo material, lo cual obliga a analizar las relaciones entre lo material y lo espiritual en el hombre. Hay dos posiciones para explicar esas relaciones, que repercutirán en la explicación de la muerte:
Los que definen al hombre como pensamiento, que lo identifican con el alma; ésta es concebida como sustancia completa, autónoma, cuya relación con el cuerpo es accidental. Para ellos, la muerte es separación de dos sustancias distintas, el cuerpo al morir no pierde nada ni experimenta ruptura, sino más bien, recupera su ser puro. Es la visión del platonismo, con repercusión en el pensamiento occidental (cartesianismo, idealismo), para el que el cuerpo es la cárcel del alma.
Los otros son los que definen al hombre como un ser compuesto de cuerpo y alma en unidad sustancial. Es la visión de Aristóteles que hacen suyas los pensadores cristianos. Santo Tomás de Aquino integra esta visión de la filosofía aristotélica en la teología cristiana. Esta visión parte de la consideración del hombre como persona (que trasciende las coordenadas de espacio y tiempo) y mantiene la unidad del compuesto humano, dando así cuenta de las diversas propiedades fundamentales del hombre, como son interacción, sociabilidad, historicidad, sociabilidad.
3. SIGNIFICACIÓN DE LA MUERTE EN LA HISTORIA
A la pregunta por la significación de la muerte, se hallan a lo largo de la historia diversas respuestas:
3.1 Aniquilación
Con la muerte el hombre se reduce a la nada, deja de ser. Epicúreo afirmaba: “Cuando yo existo, no existe la muerte, cuando existe la muerte, no existo yo”. Es pues, una postura materialista radical, la cual es reafirmada en la posteridad por los existencialistas como Feuerbach, Kierkegaard y otros. Esta postura o visión ante la muerte introdujo el culto a los muertos desde los inicios de la humanidad y el ansia universal de inmortalidad del género humano.
3.2 Reencarnación
Es la milenaria idea oriental según la cual el alma va animando cuerpos animales y/o humanos diferentes, en camino a un venturoso final (nirvana). Las encuestas sobre las opiniones y creencias vigentes hoy sobre nuestra sociedad occidental están sumamente aferradas en señalar la idea de la reencarnación, aun entre nuestros cristianos católicos actuales. La idea de la reencarnación se presenta como una oferta alternativa a la fe cristiana de la resurrección, envuelta en una antiquísima idea sobre la vida y el destino del hombre al momento de la muerte.
La marcada vigencia de una visión rencarnacionista en nuestra sociedad denuncia los siguientes aspectos:
- Que el hombre sigue necesitado de respuesta a su pregunta por la brevedad de la vida.
- Clarificación sobre la idea de purificación, es decir, claridad sobre la doctrina católica del Purgatorio.
De igual modo entre algunos errores que se contienen en las doctrinas reencarnacionistas podemos decir:
- No dejan lugar para la Gracia de Dios, la única capaz de redimir al pecador y de purificar al justo.
- Limitan la plenitud humana sólo al alma, no al cuerpo, ya que conciben al ser humano como un alma migratoria que peregrina de cuerpo, llamada ella sola a la plenitud
- Ignoran la resurrección de la carne, en la que se expresa en su plenitud la esperanza cristiana.
El Catecismo de la Iglesia Católica resume magistralmente la doctrina católica de la muerte en las siguientes palabras: “La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre del tiempo de gracia y misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin el único curso de nuestra vida terrena, ya no volveremos a otras vidas terrenas. Esta establecido que los hombres mueran una sola vez (Hb 9,27). No hay reencarnación después de la muerte” (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1013).
3.3 Significación Cristiana de la muerte
Este sentido lo expresa el Credo cristiano que termina con la proclamación de la vida eterna: “Creemos firmemente, y así lo expresamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día” (Cfr. Jn 6,39-40)
Es así que el sentido cristiano de la muerte se puede expresar de la siguiente manera:
- La muerte es el final de la vida terrena. La muerte se presenta como un hecho natural del que ninguno se libra.
- La muerte fue transformada por Cristo, que la convirtió de maldición en bendición. Es cierto que morir es una pérdida humana pero, a la vez ganancia, ya que permite abrazarse a Cristo, no olvidemos que después de la muerte, nos recibe el Amor.
- Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado.
3.4 Los novísimos o escatología
La visión cristiana de la muerte lleva, pues, a la consideración del sentido trascendente de la vida y postula lo que tradicionalmente en la doctrina de la Iglesia se ha denominado como novísimos o realidades escatológicas o últimas. A la pregunta: ¿Qué sucede después de la muerte?, la fe cristiana responde que existe un juicio divino y una posterior retribución que se concreta entres posibilidades: Cielo, Purgatorio o Infierno. Así lo señala el Catecismo de la Iglesia Católica: “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” ( Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1022).
Por eso, ante la pregunta “¿qué actitud tomar ante la muerte?”, la respuesta es: El creyente sabe que su vida está en las manos de Dios. El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida como en su muerte, se debe confiar totalmente del Amor de Dios.
4. LA VERDAD ANTE EL ENFERMO
Estadísticamente son pocas las personas que tienen la oportunidad de morir plenamente conscientes. Muchas son sorprendidas por alguna situación de riesgo vital inmediato sin tiempo de darse cuenta, como puede ser el caso de un infarto instantáneo al miocardio, un accidente mortal, donde sólo queda un minuto para decir “me muero”. La mayoría de las personas mueren con las facultades disminuidas, al menos días antes de fallecer, por la enfermedad grave que padece o por los años, circunstancias que hará mucho más llevadero el sufrimiento físico o moral del moribundo. La posibilidad de morir plenamente consciente realmente es algo reservado a unos pocos, se puede considerar un privilegio, si no fuera porque las muertes por causas naturales en estas circunstancias se unen a muertes violentas, asesinatos, suicidios y eutanasia.
A la hora de hablar con el enfermo y confrontarle la verdad de su enfermedad, esta experiencia resulta siempre difícil. Bien sabemos que hoy nadie niega el derecho del enfermo a conocer la verdad de la enfermedad que padece. Pero se piensa que muchas veces no está preparado para recibir la mala noticia, que podría serle contraproducente y, en consecuencia, se le oculta la realidad de la enfermedad. Se acepta en principio que todo enfermo tiene derecho a estar informado de su dolencia, pero en la práctica, como se supone que la desnuda y cruda verdad resulta perjudicial, se opta por no dar información.
No se puede establecer una tajante alternativa entre hablar o callar, ya que existen otras muchas cuestiones que se pueden plantear: ¿Debemos animar a un paciente enfermo, o al contrario, debemos disuadirlo, cuando comience a hablarnos de temas que han de desembocar en el tema de muerte? ¿Hemos de mentirle si sospechamos que solamente espera que se le diga que todo irá bien? Si desea saber sinceramente si su enfermedad habrá de llevarle a la muerte, ¿hemos de confirmar sus sospechas? En caso que nunca lo pregunte directamente, ¿tenemos el deber de decírselo? ¿Es correcto privar del conocimiento de la muerte a quienes no preguntan, o es incorrecto revelarlo a quienes no muestran ningún deseo de saber acerca de ella? La experiencia nos enseña que en este asunto no se pueden dar reglas fijas a modo casuístico puesto que la reacción frente al hecho de la enfermedad y de su acontecimiento es diferente en cada enfermo y existen todas las actitudes posibles e impensables, desde la del que exige conocer en cada momento toda la verdad, hasta la de quien jamás hace preguntas porque prefiere no enterarse.
Conscientes de la dificultad del caso en cuestión, apuntamos algunas líneas prácticas teniendo en cuenta las diversas condiciones de enfermos:
4.1 Enfermos que conocen su fase terminal
Son personas que, por su situación de malestar general, la terapia que reciben, sospechan con suficiente claridad la gravedad de su situación y que están llegando al final de la vida. En estos casos bastará simplemente ir confirmando progresiva y gradualmente sus impresiones; aún así, convendrá mantener alguna expectativa de esperanza. Hay que pensar que para un enfermo terminal quizás resulte oportuno saber que va a morir, lo cual puede ser al mismo tiempo una preciosa oportunidad para reconciliarse con él, con los demás y esencialmente con Dios.
Generalmente, el enfermo se da cuenta y no le preocupa su situación sino la de su familia. Recordemos una pequeña historia de un enfermo que se sentía morir y todos eludían responsabilidades, un buen día el enfermo quiso hablar a solas con el sacerdote y le dijo: “Padre, quiero que me dé la Santa Unción pero sin que mi familia se entere, para que no se asusten. Después uno de la familia le pidió al sacerdote: Hemos pensado que sería oportuno que usted prepare bien a mi padre para morir y le diera la Unción, pero sin que se entere porque se va asustar”. La cuestión es quien es el que se asusta. Pienso que los profesionales de la salud, los agentes de pastoral de la salud, familiares y todos en general tendríamos que perder el miedo de hablar de estos temas y más aún entre nosotros los cristianos.
No se piense, sin embargo, que conocer la situación terminal de un enfermo supone perder toda esperanza. La esperanza se pierde si se ha dicho toda la verdad de un modo despótico y se deja al enfermo abandonado. Es conveniente en todo caso mantener en el enfermo la convicción y la realidad de que nunca se le dejará de cuidar, procurando, por ejemplo, eliminar la fiebre, estimulándole el apetito, evitar el dolor, ponerle en condiciones de recibir a la familia.
4.2 Los que desconocen su situación
Existen enfermos que ignoran (o fingen ignorar) su situación real y corren el riesgo de llegar al final sin haber advertido su gravedad.
En estos casos, la necesidad de hacerles conocer su situación toma carácter de urgencia y existe una grave obligación de informarles adecuadamente su estado de salud. Esta tarea de anunciar la muerte es una de las cuestiones más difíciles de lograr, tanto para el enfermo, como para el familiar o quien cuida de su estado crítico, sin embargo, existe un consenso en los médicos sobre la conveniencia de dar la información al paciente, evitando así confusión de su estado y futuro inevitable. Nunca podemos eludir la responsabilidad, puesto que la persona enferma tiene el derecho a estar informada sobre su propio estado de vida. Es cierto que la proximidad de la muerte hace difícil y dramática la notificación, pero eso no exime de la veracidad. “La comunicación entre el que está muriendo y sus asistentes no puede establecerse sobre el fingimiento. Este jamás constituye una posibilidad humana para quien se halla al final de su vida y no contribuye a la humanización cristiana del morir” (Cfr. Carta a los Agentes de la Salud, 125).
5. LA ATENCIÓN ESPIRITUAL DE LOS ENFERMOS TERMINALES
El enfermo terminal sigue siendo persona humana, necesitada de una adecuada atención en todos los niveles (médico, psicológico, social), y sobre todo, en el aspecto espiritual. Esta atención es una necesidad y un derecho de todo enfermo, y un deber de los que lo atienden, especialmente de los voluntariados, de los agentes de la pastoral de la salud, de la pastoral dedicada a los enfermos, de los párrocos de las comunidades. Cuando hago mención a la obligación de los agentes de la pastoral, con ello no quiero decir que sustituyan, la dimensión ministerial que le corresponde al capellán o párroco de la comunidad, sino que sean ellos quienes faciliten la tarea en cuanto a preparación y disposición del enfermo y de sus familiares, para que así, el sacerdote capellán, pueda asistirles ministerialmente con los sacramentos y auxilios divinos que le consuelan el alma y le ofrecen un alivio psicológico como espiritual, en su situación existencial ante la muerte.
Entre las cosas que deben tener en cuenta los agentes de la pastoral de la salud en cuanto a la preparación remota o inmediata de la muerte de los pacientes en estado terminal podemos citar las siguientes:
• Preparar al enfermo y a sus familiares en la capacidad de aceptación de la etapa del paciente.
• Disponerle a que valore la necesidad de una preparación adecuada de la etapa final de la vida.
• Ofrecerle la asistencia espiritual como una posibilidad que le facilitará el alivio psicológico y a su vez el consuelo espiritual en su padecimiento.
• Invitarle de un modo respetuoso en su etapa a los estados de oración y encuentro con el Señor y la presencia de la Virgen, en los momentos de silencio y reposo de su enfermedad.
• Demostrar con el trato esmerado y ofrecido la encarnación de la virtud de la caridad y el servicio.
• Ofrecer a la familia una adecuada catequesis sobre la muerte, el dolor, el sufrimiento.
El rechazo de todo lo que supone el sufrimiento y lo absurdo que le resulta al hombre la idea de la desaparición física afecta de un modo muy similar a la estructura psicológica de la persona, ocasionándole una gran angustia. Sin embargo, no hay que olvidar que los recursos individuales pueden variar de acuerdo a cada persona en particular, en cuanto al modo antropológico como el hombre entienda la muerte y el basamento espiritual y de creencia espiritual que posea.
La persona que ha vivido coherentemente su fe, sin embargo, también puede tambalearse al momento de confrontarse con la muerte. No olvidemos que muchos de los Santos reconocidos por la Iglesia, al momento de su muerte han sido tentados por la fuerza del maligno.
Llega un momento en la vida de las personas en el que el pensamiento de morir o enfermar les lleva, no a desear que las maten en cuanto que el sufrimiento sea importante, como es el caso de los partidarios de la eutanasia, sino querer pasar ese trance de un modo digno, mereciendo por sí mismos o por otros, unidos a la Cruz de Cristo, como han visto hacerlo a alguno de sus familiares o amigos. La oportunidad de ver morir a personas conscientes, aceptando que ha llegado su hora, preocupadas hasta el último momento de cómo están los que le cuidan, y hasta pendiente del necesitado que ayer pidió a la puerta, y que quizás sus hijas, agobiadas al ver al moribundo, no le dieron nada, supone un impacto muy positivo y favorece la capacidad de comunicación y consuelo de los cuidadores hacia los pacientes terminales.
Entre algunas razones por las que los enfermos prefieren morir en su casa podemos mencionar:
• Lo natural es que el enfermo en fase terminal quiera dejar el hospital y estar en medio de la familia y sus seres queridos y espacios de toda su vida.
• En el caso de los enfermos terminales, puede decirse que casi nunca van a necesitar de la infraestructura del hospital, lo cual la mayoría de las veces les va a ocasionar más inconvenientes que ventajas. Para la familia es de menor costo económico la residencia que una terapia intensiva.
• A nivel del seno familiar el trato es más cálido, cercano y afectivo.
• El paciente terminal en medio de su seno familiar, psicológicamente, aunque no lo exprese, se siente útil y siente que su presencia se necesita.
• Disminuye el riesgo de duelo patológico en los familiares. El pensamiento de que se ha conseguido que muera en casa, como siempre quiso, es de gran importancia para ayudar a superar correctamente la fase del duelo.
• Los familiares no tienen que desplazarse constantemente de la casa al hospital.
• Una persona próxima a morir puede enseñar a los familiares cómo morir. Cierta familiaridad con la muerte nos hace amar más la vida y, sobre todo, nos enseña a relativizar las cosas y reorganizar nuestra escala de valores.
• En medio de la familia es más fácil reconocer la dignidad del enfermo y su calidad de vida, más que en la sala fría de una terapia.
• En casa existe más tiempo e intimidad para compartir con el enfermo.
• El enfermo terminal en casa, disfruta de sus últimos días con sus seres queridos.
• Ofrece la posibilidad a los familiares de experimentar el servicio al prójimo y ofrecer sus desvelos por la salud espiritual del enfermo y del padecimiento de la humanidad.
• El entorno familiar ofrece al enfermo terminal la capacidad de síntesis y recuento de su historia vivida. El lugar y las personas le son familiares, lo cual ofrece un alivio psicológico más que la soledad de una sala de terapia.
6. ATENCIÓN A LOS FAMILIARES DE LOS ENFERMOS TERMINALES
La enfermedad no sólo afecta al sujeto que la padece, sino que golpea a toda su familia que, por un lado, sufre las consecuencias de la enfermedad y, por otro, constituye el principal soporte del enfermo. Por eso la atención a los familiares es de gran importancia. Es necesario tener en cuenta una serie de aspectos ante el hecho del enfermo terminal.
La influencia de la enfermedad en el seno de la familia: La enfermedad, sobre todo si es prolongada, provoca diversos trastornos que pueden desorganizar la vida ordinaria, ya que conlleva la ansiedad, preocupación, cambios en el espacio y el tiempo de los familiares.
Es necesario facilitar una buena relación paciente-familia: La comunicación del diagnóstico hecha de modo adecuado al enfermo y a los familiares, disminuye la incertidumbre y la ansiedad, que constituyen algunas de las mayores fuentes de estrés. Aunque el destinatario primero de la información es el propio paciente, será preciso ir dando explicación a los familiares del curso ordinario que seguirá la enfermedad y las pautas del tratamiento conforme a la evolución del enfermo.
Es necesario propiciar una comunicación fluida y cordial, lo cual ayudará a estar muy atentos para evitar malos entendidos, desacuerdos, trastornos emocionales.
Se necesita ayudar en las fases de adaptación de la enfermedad a los familiares, ya que ellos atraviesan, al igual que los enfermos, las diversas etapas de negación, de cólera.
Es oportuno que cada miembro de la familia muestre una verdadera preocupación por los problemas que viven junto al enfermo. El familiar que está al pie de la cama del enfermo sabe distinguir entre los ofrecimientos de ayuda rutinarios y aquellos otros hechos con generosidad y entrega incondicional.
Es necesario que se esté atento a la sensibilidad para descubrir las necesidades del que cuida al enfermo, en cuanto a sus necesidades, su posible cansancio, agotamiento físico o psíquico.
El diálogo intrafamiliar es esencialmente necesario, pues con él se aclaran las dudas y los posibles conflictos que ocasionan la dedicación al cuido del enfermo.
Se necesita, igualmente, ofrecer un apoyo moral y social, que puede ser más necesario a la familia que al propio enfermo en estado terminal.
En todo lo posible, ayudar a la familia en el trance de la muerte del enfermo. Es necesario mucho tacto para saber estar presente en esos momentos tan delicados; si se ha estado muchas veces en la habitación del enfermo, compartiendo ratos de conversación o de silencio, la tarea resulta difícil.
Después del fallecimiento, procurar acompañar a la familia. Nada resulta tan gratificante como sentirse acompañado en el momento del duelo.
7. LA DIGNIDAD DEL CADAVER DESPUÉS DE LA MUERTE
Una vez ocurrida la muerte, no todo se termina. Vienen después el duelo y las exequias, y la eventual utilización del cadáver para usos terapéuticos. En estos casos se plantea cuál es la naturaleza jurídica del cadáver, cuestión ésta de gran importancia de cara a su posterior servicio, sobre todo para trasplantes, y también para otros usos: autopsias con fines científicos, prácticas de estudiantes de medicina, etc.
7.1 Respeto al cadáver
Ciertamente, el cadáver ya no es, en el sentido propio de la palabra, sujeto propio de sus derechos, pero eso no significa que no se den en relación a él determinadas obligaciones morales. Efectivamente el cadáver constituye un resto de la persona. La persona ha dejado de vivir, pero permanecen temporalmente sus restos mortales, los cuales merecen respeto y consideración. La doctrina cristiana enseña que el cadáver no es una simple “cosa” ni puede ser tratado en el mismo plano que el cadáver de un animal, que puede ser utilizado a capricho. Al respecto Pio XII nos recuerda: “El cuerpo humano era la morada humana, con quien compartía su dignidad; y algo de tal dignidad queda todavía en él”. Esta es la razón del respeto que merece el cadáver, lo cual no es obstáculo para que se pueda proceder a la autopsia, a una extracción de órganos para trasplantes o diversos estudios anatomopatológicos. En tal sentido, esos usos se consideran modos de servir después de la muerte, lo cual puede entenderse como una clara manifestación de solidaridad.
Actualmente se acepta comúnmente que la ciencia médica necesita del cadáver tanto para la investigación como para la terapia. El progreso científico de nuestra época ha hecho posible que las partes sanas de un cadáver, desde la córnea hasta el corazón, puedan ayudar a mejorar la salud de los vivos, y en ese sentido, todo lo que se haga para fomentar la donación de órganos es lícito. Pero hay que dejar clara la libertad del donante y, si no es posible, la de sus familiares.
7.1 Solidaridad entre vivos y muertos
En cualquier caso, hay que tomar conciencia de la gran oportunidad de vivir la solidaridad con los demás que se presenta al poder ofrecer la donación de órganos del propio cuerpo, los cuales, después de la muerte, pueden salvar o mejorar notablemente la vida de otros seres humanos. Para un cristiano, la palabra pronunciada por su Santidad Juan Pablo II a la Asociación Italiana de Donantes de Sangre y de órganos, ofrece mucha luz al respecto: “Este gesto es tan laudable por el hecho de que no os mueve, al realizarlo, el deseo de intereses o miras terrenas, sino un impulso generoso del corazón, la solidaridad humana y cristiana; el amor al prójimo que constituye el motivo inspirador del mensaje evangélico, y que ha sido definido, con toda razón, el mandamiento nuevo. Al donar la sangre o un órgano de vuestro cuerpo, tened siempre presente esta perspectiva humana y religiosa: Que nuestro gesto hacia los hermanos sea realizado como un ofrecimiento al Señor, el cual se ha identificado con todos los que sufren a causa de la enfermedad” (Cfr. Juan Pablo II: “Discurso a la Asociación Italiana de Donantes de Sangre y de Órganos, 2 de Julio de 1984).
7.3 Cremación
En lo que se refiere al enterramiento del cadáver existen diversos usos culturales. En el mundo occidental ha sido la práctica habitual la costumbre de sepultar bajo la tierra (inhumación), tal vez como un eco de la narración bíblica sobre el origen del hombre (“Yahvé conformó al hombre del polvo de la tierra…” Gn 2,7). Los cristianos siempre han procurado enterrar los cuerpos de sus hermanos difuntos, siguiendo así la tradición judaica y, sobre todo, buscando la imitación de la sepultura del Señor Jesucristo, testimoniada por los cuatro Evangelios. Recordemos, además, uno de los textos litúrgicos del Miércoles de Ceniza dice: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”.
En los países de tradición cristiana, la práctica de la inhumación se ha mantenido sin contestación alguna, hasta los últimos decenios del siglo XIX. Fue entonces cuando algunos comenzaron a disponer que, después de su muerte, se procediera a la incineración del cadáver. Con esta medida, querían expresar su negación de la fe en la resurrección de la carne. Esta intención testimonial provocó el firme rechazo de la Iglesia ante la práctica de la cremación, que tuvo su prohibición expresa en los decretos del Santo Oficio, uno en el año de 1886 y otro en 1892, lo cual quedó plasmado en el Código de Derecho Canónico de 1917, en el Canon 1023.
Sin embargo, no era el hecho mismo de la destrucción por fuego del cuerpo muerto, sino la mencionada intención anticristiana lo que había determinado la tajante prohibición eclesiástica de la cremación de cadáveres.
Hoy en nuestro siglo, la cremación ha tomado una delantera ante la inhumación, lo cual nos hace reflexionar sobre la conciencia acerca de la doctrina actual de la Iglesia en cuanto a la cremación que pueda tener la gente que la pide o los familiares que la sugieren al momento de la muerte de uno de sus familiares.
El Código de Derecho Canónico actual, nos dice lo siguiente: “Se aconseja vivamente que se conserve vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no se prohíbe la cremación, a no ser que se elija por razones contrarias a la doctrina cristiana” (Canon 1176 #3). Por otro lado, el Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda “que la Iglesia Católica la permite siempre y cuando no se cuestione la fe en la resurrección de los muertos”. (Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 2301). La Iglesia contempla el valor de los restos mortales cuando se encomienda el cuerpo a la tierra, o en la cremación, donde los restos mortales se reducen a cenizas antes de se trasladados al columbario. Por tanto, aun cuando de un modo consciente de la verdad de la resurrección, se pida la cremación del cuerpo de un difunto, sus restos cremados deben ser tratados con el mismo respeto que se da al cuerpo. Los restos cremados deberían ser colocados en una sepultura, mausoleo o columbario, pues la práctica de esparcir las cenizas en el mar o en el aire libre no es acorde con las normas eclesiásticas sobre una disposición adecuada de los restos del difunto. De igual modo sería interesante pastoralmente, analizar el uso y hasta quizás el abuso de la practica de la cremación sin tener en cuenta el criterio claro de la Doctrina de la Iglesia Católica.
8. LA EUTANASIA: UN CRIMEN ABOMINABLE
Son muchas, ciertamente, las preguntas que se plantea el ser humano ante la muerte, y los, a menudo, difíciles momentos que la preceden. ¿Desean los pacientes, incluso los sometidos a grandes dolores o largas agonías, realmente, que su muerte sea adelantada? ¿Es lícito ceder a las súplicas de un paciente atormentado que pide la eutanasia? ¿Es lícito ceder a las súplicas de una familia abrumada por el dolor y la impotencia de un ser querido? ¿Es lícito obviar la vida por piedad ante el sufrimiento?
El sentido etimológico del término eutanasia (buena muerte, muerte dulce), en el lenguaje corriente se ha transformado en “supresión” de la vida de un enfermo incurable a petición del mismo enfermo, de los familiares, de los profesionales de la medicina. La Real Academia de la Lengua Española define la palabra eutanasia como “muerte sin sufrimiento físico, y en sentido estricto, la que así se provoca voluntariamente” (Cfr. Diccionario de la Lengua Española. Ed. 1984).
“Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que, por su naturaleza o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar el dolor. La eutanasia se sitúa, pues, a nivel de las intenciones y de los métodos usados” (Cfr. D. TETTAMANZI, Eutanasia, la ilusión de la buena muerte, Edit. Casale Monteferrato, 1985).
La mentalidad secularizada de nuestra época es incapaz de dar un significado a la muerte. La muerte sólo tiene sentido cuando es vista como tránsito a una nueva vida, plena y eterna. Con esta esperanza se puede afrontar en paz la muerte. Sin esta garantía de vida eterna, el hombre actual reacciona ante la muerte con dos actitudes opuestas y, al mismo tiempo, unidas entre sí: por una parte se la ignora, tratando de borrarla de la conciencia, de la cultura y de la vida; y, por otro lado, se la anticipa para no afrontarse conscientemente con ella.
Nuestra cultura, con reclamo de libertad y autonomía frente a Dios mismo, con valores supremos del hombre, llega a querer ejercitar esta libertad hasta la elección de la muerte. Si no hemos podido elegir nuestro nacimiento, ¿no podemos al menos elegir nuestra muerte? Muchos, en nuestra época, se hacen individual y asociadamente sostenedores y promotores enardecidos de tal elección. En una cultura de tipo liberal-radical, que toma como punto supremo y último de referencia la libertad, se termina por destruir la vida y, con ella, la libertad. Según este modelo de sociedad es lícito todo lo que es libremente querido o aceptado. Bajo esta mentalidad se han propuesto la liberación y despenalización del aborto, la elección del sexo del niño que ha de nacer, o, en el adulto, el cambio de sexo, la fecundación extracorpórea de la mujer, la libertad de la experimentación, la uniones del mismo sexo, la libertad de decidir al momento de la muerte, y el suicidio como signo y expresión máxima de libertad.
La muerte es el último acto de la vida del hombre. El concepto de eutanasia depende de la idea que se tenga sobre la vida y sobre el hombre. Una mentalidad eugenésica, como la racista o la nazi, reclamará siempre la eutanasia “para los parásitos de la sociedad, para los enfermos que ni siquiera conviene que vivan más tiempo, pues vegetan indignamente, sin noción del porvenir”. Los niños subnormales, los enfermos mentales, los incurables deben ser eliminados mediante la “muerte de gracia”.
Pero quien considere la vida humana como vida personal, don de Dios, descubrirá que la vida tiene valor por sí misma, posee una inviolabilidad incuestionable, y no adquiere ni pierde su valor por situarse en condiciones de aparente descrédito por motivos de vejez, inutilidad productiva o social. Es su inviolabilidad, nunca puede ser instrumentalizada para ningún fin distinto de ella. De aquí, la condena de toda acción que tienda a abreviar directamente la vida del moribundo.
La eutanasia activa equivale a la muerte provocada a petición del interesado o de los familiares. El nombre “eutanasia activa” define las intervenciones encaminadas a precipitar la muerte, y se distingue de la abstención de ciertas curas que dejan llegar la muerte sin acelerarla intencionalmente, a lo que se da el calificativo de “eutanasia pasiva”.
Junto a la eutanasia, y en contraste ilógico, se da también hoy la distanasia o el encarnizamiento terapéutico. La distanasia es la práctica médica que, mediante la técnica de reanimación, tiene por objetivo alejar lo más posible la muerte utilizando medios extraordinarios y costosos en sí mismos o en relación con el enfermo y su familia.
El rechazo a la muerte ha llevado a las prácticas de ensañamiento terapéutico mediante el uso de medios extraordinarios con la finalidad de lograr prolongar la vida, al menos vegetativamente, cuando ya se han apagado irremediablemente las funciones cerebrales. Dicho procedimiento es ilícito e inadmisible en nuestros principios cristianos. El derecho a una muerte digna no significa derecho de elegir la propia muerte, sino aceptar la propia muerte. La muerte que nos llega, aunque sea a pesar nuestro, no nos priva de nuestra dignidad. La dignidad del hombre no se reduce al apego a la vida. Se expresa más profundamente en la posibilidad a asumir nuestra existencia de persona humana con todo lo esto significa.
9. EVANGELIZAR NUESTRA CONCEPCIÓN DE LA MUERTE
Los cristianos vemos la muerte como un “morir en el Señor”. Dios es el Dios de la vida y de la muerte. Incorporados a la vida por el bautismo, el cristiano en su agonía y muerte se siente unido a la muerte de Cristo para participar de su victoria sobre la muerte en el gozo de la resurrección. El bien morir es la entrega, en aceptación y ofrenda a Dios, del don de la vida, recibido de Él. Como Cristo, sus discípulos ponen su vida en las manos de Dios, en un acto de aceptación de su voluntad.
El derecho del hombre a bien morir supone exigencias para los demás: la atención al enfermo con todos los medios que posee actualmente la ciencia médica para aliviar el dolor y prolongar su vida humana razonablemente; no privar al moribundo del morir humano, engañándole o sumiéndole en la inconsciencia; liberar la muerte del ocultamiento a que está sometida en la cultura actual, que la ha encerrado en la clandestinidad de los repartos terminales de los hospitales y de los camuflamientos de los jardines de cementerios; el acompañamiento afectivo del moribundo en sus últimos momentos de la vida; la participación con él en la vivencia del misterio religioso de la muerte como tránsito de este mundo al Padre.
No se puede privar al moribundo de la posibilidad de asumir su propia muerte, de hacerse la pregunta radical de su existencia, de vivir, aun con los dolores, su muerte. El acompañamiento del enfermo en esta etapa de su vida es importantísimo. Nunca olvidemos: “Que en la vida y en la muerte somos del Señor” (Cfr. Rm 14,8).