PENTECOSTÉS,
UN ECO DEL ANUNCIO DEL SEÑOR EN EL CENÁCULO:
“LOS
APOSTOLES: RECOGIDOS EN ORACIÓN CON MARÍA, LA MADRE DE JESÚS, BAJO EL ESPÍRITU
SANTO PROMETIDO” (Hch.2,4)
En
Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta a los apóstoles. Es el Espíritu que
Jesús había prometido que enviaría del seno del Padre: “Y yo pediré al Padre y
os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,16). La
promesa de Jesús “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
(Mt 28,20) se cumple en su Espíritu. El Espíritu que se manifiesta en
Pentecostés con dones extraordinarios es el mismo Espíritu que se ha revelado
en toda la historia de la salvación: desde la creación hasta nuestros días. El
Espíritu se manifiesta en el Antiguo Testamento, pero es en Cristo cuando él se
muestra en plenitud.
El
libro de los Hechos de los Apóstoles manifiesta el asombro de los que
presenciaron el acontecimiento de Pentecostés: “La gente se congregó y se llenó
de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y
admirados”. De esta forma, el Espíritu se manifiesta como el cumplimiento de la
profecía: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros
hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos
soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi
Espíritu” (Jl 3,1-5). Desde sus inicios, la Iglesia contempla en ella el
cumplimiento de esta promesa.
El
Espíritu Santo es el don de Dios para la Iglesia (Hch 2,38). Así, el Espíritu
está al servicio de la institución surgida de Cristo, es Él quien la anima, de
la misma manera que el alma anima el cuerpo o el agua al manantial (Y. Congar).
El don del Espíritu es la entrega amorosa del Padre y del Hijo. Es hablar de la
gracia, el amor, la comunión, donación y entrega que Pablo desea para a los
Corintios (2 Co 13, 13) y que Dios entrega como don gratuito para nuestra
salvación. El don del Espíritu Santo tiene, como todo regalo, a alguien que
dona y un destinatario de esta donación. El primero es la Trinidad, el segundo,
es todo hombre. ¿Y qué es lo que se dona? La gracia, que es la presencia
personal de la tercera persona de la Trinidad, que es el mismo Espíritu del
Padre y del Hijo, es decir, el Espíritu Santo.
Desde
los comienzos de la vida de la Iglesia, junto con el don, aparecen los dones y
los carismas. Los dones son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil
para seguir los impulsos del Espíritu Santo (CEC 1830). Carisma, según la RAE,
significa en sí un “don gratuito que Dios concede a algunas personas en
beneficio de la comunidad”. Mientras que el don es una ayuda para la
santificación personal, los carismas son gracias que uno recibe con vistas a la
edificación de la Iglesia, para el bien de la comunidad y la construcción del
Cuerpo Místico. No están ligados al mérito personal: el Espíritu Santo los
distribuye a quien quiere (1 Co 12, 11), para el provecho de la comunidad y no
dependen necesariamente de las cualidades del sujeto. En algunos casos suelen
ser pasajeros, pero algunos constituyen una cualidad más o menos estable del
sujeto (apóstol, profeta, doctor, evangelista, exhortador, palabra de
sabiduría, palabra de ciencia, discernimiento de espíritus, sanación, milagros,
lenguas).
Muchos
hombres los consideran como cosas extraordinarias. Incluso en los últimos
siglos la infinidad de estructuras en la Iglesia impedían que se manifestaran
en todo su esplendor.
Al
convocar el Concilio Vaticano II, Juan XXIII pedía oraciones para lo que él
llamó “un nuevo Pentecostés” en la Iglesia. Ha sido Vaticano II, el que abrió
ese espacio para que se manifestara con fuerza el Espíritu a través de sus
carismas. Los documentos del Concilio hablan de “los carismas” los cuales
pertenecen a la naturaleza de la vida ordinaria de la Iglesia, no son cosas
extraordinarias, ellos nunca han estado ausentes desde el día de Pentecostés en
la Iglesia, ellos pertenecen a la Iglesia. Los carismas de la vida religiosa,
de la Hospitalidad, los relacionados al gobierno de la comunidad, para
evangelizar, para anunciar la buena nueva de Jesús muerto y Resucitado, etc.
Desde esta perspectiva, Pablo VI habla de “un perenne Pentecostés”, es decir,
de todos los días. En la eclesiología católica, tenemos una visión de
Pentecostés que puede y sucede cada día. La proximidad de la fiesta Pentecostés
es el contexto ideal para recordar y repetir constantemente que Pentecostés no
es una gracia reservada a algunos, sino que ella es para toda la Iglesia.