“Sin
la fe es imposible agradarle” (Heb 11,6).
La Iglesia enseña que la fe es la virtud (teologal),
“dada por Dios”, que nos lleva a creer en Dios y en todo lo que nos dijo y
reveló, y que la Santa Iglesia nos propone para creer. Por la fe, “el hombre
libremente se entrega todo a Dios”. El cristiano busca conocer y hacer la
voluntad de Dios, ya que “el justo vivirá por la fe” (Rm 1, 17) y “sin la fe es
imposible agradarle” (Heb 11,6). La fe en Dios nos lleva a volvernos a Él como
nuestro origen y nuestro fin, y no preferir ni sustituirlo a Él por nada.
La fe es como una llama que necesita de combustible para
mantenerse encendida. Es como una planta que necesita de agua todo el día, sol
y adobo, para crecer cada día.
Para que la fe viva y crezca es necesario una vida de
oración diaria, de intimidad con Dios, de amistad con el “divino Amigo”,
compartiendo con Él todos los sufrimientos y alegrías”.
La fe se vuelve fuerte cuando meditamos sus Palabras y
obedecemos lo que Él ordena, sin miedo y sin disimulo. “Depongamos, pues, toda
carga inútil, y en especial las amarras del pecado, para correr hasta el final
la prueba que nos espera, fijos los ojos en Jesús, que organiza esta carrera de
la fe y la premia al final (Heb 12, 1-2).
Nuestra fe se fortalece cuando lo recibimos en la
Eucaristía donde Él se da en el Pan para ser “alimento y remedio” para nuestra
vida. Él dijo que quien come de su Carne y bebe de su Sangre “permanece en Él”,
“vivirá por Él” y será resucitado en el último día.
La fe crece y se fortalece cuando se ama a Dios y al
prójimo, pues la fe viva “actúa por la caridad” (GI 5,6). “La fe sin obras está
muerta” (Tg 2,26); sin la esperanza y el amor la fe no une plenamente el
cristiano a Cristo y no hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.
La fe no es sólo algo individual, sino colectivo, es de la
Iglesia. Muchos flaquean en la fe porque viven en “su” fe; pobre y débil.
Tenemos que vivir en la fe “de la Iglesia”, todo lo que ella recibió de Cristo
y nos enseña. Jesús le dijo a la Iglesia: “El que los escucha a ustedes, me
escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí” (Lc 10,16). Sólo
tiene fe inquebrantable aquel que cree y vive lo que enseña la Santa Iglesia,
Esposa del Señor, pues ella es Su “brazo extendido en nuestra historia”. La
Iglesia nunca tuvo crisis de fe.
¿Qué puede apagar nuestra fe? Nuestros pecados. Entonces,
luchar contra los pecados es el mejor medio para mantener encendida la fe. Una
vida tibia (relajamiento espiritual), mata la fe. Dar importancia a la
confesión, sin demora, siempre que el pecado asalte nuestra alma. Nada de auto
piedad y falso orgullo, corramos de prisa al sacerdote de aquel que derramó su
Sangre para perdonarnos en cualquier momento. No permitamos que la hierba
dañina del pecado mate la planta de la fe en el jardín del alma.
Para mantener encendida la fe es necesario renovar cada
día nuestra confianza en Dios, abandonar la vida en sus manos como el niño que
se abandona en los brazos de la madre y no se preocupa. Vivir en la fe
significa conocer la grandeza y la majestad de Dios, y entonces, vivir en
acción de gracias por todo lo que somos y que recibimos de Él.
¿Y qué tienes que no hayas recibido? (1Cor 4,7). “¿Cómo
retribuiré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (SI 116, 12).
Vivir en la fe significa confiar en Dios en cualquier
circunstancia, incluso en la adversidad. Como decía Santa Teresa: “Nada te
turbe, nada te espante, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a
Dios tiene nada le falta. ¡Sólo Dios basta!”. “Sabemos, además, que Dios
dispone, todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Rom 8,28).
La fe exige también dar testimonio de Cristo. “Al que se
ponga de mi parte ante los hombres, yo me pondré de su parte ante mi Padre de
los Cielos. Y al que me niegue ante los hombres, yo también lo negaré ante mi
Padre que está en los Cielos”. (Mt 10, 32-33).
Cuanto más se ejercita la fe, más crece en nosotros y se
fortalece; cuanto menos la ejercitemos, más se volverá raquítica.
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