martes, 2 de enero de 2018



EPIFANÍA:

 HAGAMOS CRECER LA LUZ




El panorama que nos ofrece este año que empieza, no podemos decir que será  halagüeño. Muchedumbres arrancadas, desplazadas del lugar donde vivían, van por el  mundo en busca de pan, de techo, de trabajo; niños, millones de niños, mueren de hambre,  o a causa de enfermedades que podrían ser curadas: o malviven sin hogar, sin escuela, sin  alegría. Cantidad de gente que sufre por fuera y por dentro: crucificados por la enfermedad,  acorralados por los problemas, la soledad o el rechazo. Muchos -demasiados- puntos de  guerra y de violencia en el mapa del mundo, fuentes permanentes de tragedia, generadores  de espirales de odio...
¿No habrá quien acoja a toda esa gente desarraigada, quien diga alguna vez a esos  niños ¡hijo mío!, quien encuentre una salida para tanto dolor y tanta muerte?  ¡Hay camino! Es la alegre noticia que brota hoy de la Palabra hecha carne. Se ha  encendido una luz en Belén, pequeña aldea de Judá. Un punto de luz, pequeño y casi  escondido al principio, pero que está llamado a crecer, a derramarse por el mundo. Una luz  que va a plantar batalla a todas las angustias del hombre, a todos sus males, hasta a la  misma muerte.
¡Hay salida! Es el grito de nuestra fe, frente a tantas profecías de calamidades que  ensombrecen la aurora de este Año Nuevo.
"Hemos visto salir su estrella, y venimos a adorarlo". Hemos prestado atención a su  llamada y, dejando el calorcito de nuestra cómoda pasividad, hemos andado un largo  camino de preguntas, de cansancios, de ilusión también, de mucha ilusión. Una maravillosa  aventura en la que no ha faltado el sabor triste de la traición, ni el espejismo de otros falsos  caminos, ni la duda, ni el miedo; en la que muchos, rendidos, se han ido quedando en la  cuneta. Unas veces, la estrella nos mantenía en alto la esperanza; otras, cuando la estrella  se escondía, había que aguzar el ingenio, preguntar acá y allá, apretar los dientes y seguir  caminando. Hemos tenido que vencer, todavía, una última tentación: la de sentirnos  decepcionados ante el estilo sencillo y pobre de esa luz descubierta; pero hemos logrado  abrir los ojos de dentro, y reconocer la inmensa fuerza, el todopoderoso amor que se  ocultaba en aquel Niño que, en brazos de su Madre, se nos ofrecía. Y le hemos dado todo  cuanto teníamos.
Más aún, nos hemos puesto a sus órdenes para una misión que ha de llenar el resto de  nuestra vida: la de ser "estrellas", para que otros lo puedan encontrar. Porque esta luz que nace en Belén no es sólo para unos pocos privilegiados. Esta luz  trae ya, desde su humilde principio, el talante inconfundible de la universalidad. "También  los gentiles son coherederos".
Tardará más o menos: dependerá de la resistencia que encuentre en el corazón de los  hombres, de que sean muchos o pocos los que respondan a esa llamada a ser "estrellas"  -misioneros- para otros. Pero algún día, con toda certeza, todos los pueblos de la tierra  levantarán la cabeza: verán, ellos también, que una estrella los llama. Y se pondrán en  camino hacia la luz, hacia la libertad. Sabrán que ha sonado, por fin, la hora de la  esperanza.