viernes, 16 de mayo de 2014


La amarga prueba de la sequía espiritual

Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda
 

Varias metáforas bíblicas nos ilustran la naturaleza de la experiencia cristiana presentándola como una vida exuberante y fructífera.

 El salmista afirmó que el creyente es «como árbol plantado junto a arroyo de aguas, que da su fruto a su tiempo y su hoja no cae» (Sal. 1:3); y los profetas lo confirmaron (Jer. 17:8; Ez. 47:1; Ez. 47:7; Ez. 47:12; Zac. 14:8). El Señor Jesucristo, refiriéndose a sus seguidores, dijo: «El que cree en mí..., de su interior correrán ríos de agua viva» (Jn. 7:38). Y en el último libro de la Escritura se nos presenta la nueva Jerusalén regada por «un río limpio de agua de vida... en medio de la calle de la ciudad, a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida... y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones» (Ap. 22:1-2).

 Todo nos da a entender que la fe nos une a Dios en comunión vivificante. Y en esa comunión hallamos paz, gozo, esperanza, vigor y una invitación a su servicio que da sentido pleno a nuestra vida. Cuando vivimos esta experiencia entendemos el significado espiritual del agua y damos gracias a Dios por sus efectos.

 Pero no siempre vivimos «junto a arroyos de aguas», pues no siempre nuestra comunión con Dios es lo que debiera ser. De vez en cuando (¿o con frecuencia?) pasamos por la experiencia de la sequía espiritual. David expresó esta situación con un lamento angustioso: «Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas» (Sal. 63:1). Si terrible es una sequía física pertinaz, más lo es la sequía espiritual.

I. Cómo se manifiesta

En los periodos de sequía el creyente es víctima de la apatía y de una cierta insensibilidad.

 Lee la Biblia, pero ésta no le dice nada; la encuentra árida (¿proyección de su propia aridez interior?), carente de mensaje para su alma.

 Ora, pero la oración ha perdido fervor. Ha degenerado en rutina fría; se tiene la impresión de que no sube más allá del techo; no se espera que tenga efectos objetivos, y subjetivamente resulta ineficaz.

 La asistencia a los cultos de la iglesia se convierte en una carga, pues no encuentra en ellos nada que le estimule.

 La comunión con los hermanos más bien le molesta. Aunque le amen, él sólo ve sus defectos; a veces los tiene a todos por hipócritas. No se siente a gusto a su lado.

 Se produce un debilitamiento en la lucha contra el pecado y las influencias mundanas, así como un retraimiento ante oportunidades de dar testimonio de su fe.

 Consecuencia global: un sentimiento amargo de desolación interior. Un vacío insoportable.

II. Causas de la sequía

Pueden ser de muy diferente índole:

1. Espirituales

Su origen se debe a veces a problemas de fe: influencia del racionalismo, dificultades para aceptar lo sobrenatural, para comprender los misterios de Dios; el escabroso problema del sufrimiento en el mundo, o dificultades en el examen de ciertos pasajes bíblicos.

 Otras veces la causa puede ser el pecado. David, después de haber cometido su doble pecado de adulterio y homicidio, confesó: «Se volvió mi verdor en sequedades de estío» (Sal. 32:4). A menos que tras la comisión del pecado nos volvamos arrepentidos a Dios implorando su perdón, nuestra sensibilidad espiritual se secará inevitablemente; y, con la sensibilidad, el vigor de la fe.

La mediocridad de nuestro cristianismo es también no pocas veces causa de sequía espiritual. Como los antiguos habitantes de Asia, llamados laodicenses, no somos fríos ni calientes (Ap. 3:15-16). Nos dejamos influir más por el espíritu del mundo que por el Espíritu Santo. No nos tomamos suficientemente en serio las implicaciones éticas y de compromiso de nuestra fe. A muchos creyentes se nos podría aplicar el texto de una inscripción que puede leerse en la catedral de Lübeck (Alemania): «Me llamáis SEñOR y no me obedecéis. Me llamáis LUZ y no me veis. Me llamáis CAMINO y no me seguís.» De un cristianismo así ¿puede esperarse una experiencia de plenitud espiritual? ¿Nos sorprenderá que en vez de ser como el árbol plantado junto a arroyos de aguas vaguemos insatisfechos por un desierto?

2. Existenciales

Problemas personales o familiares, enfermedades, pérdidas graves o tribulaciones de diverso tipo. Si no se superan mediante la fe, confiando plenamente en la soberanía sabia y bondadosa de nuestro Padre celestial, la sequía es casi inevitable.

3. Psíquicas

Con bastante frecuencia la sequía no tiene causas espirituales ni existenciales. Son simplemente psíquicas o psicofísicas. Una persona psíquicamente lábil o de carácter depresivo no debe sorprenderse con desaliento si alguna vez su fe parece debilitarse y le domina el desánimo. Factores tan comunes como el estrés, falta de sueño prolongada, molestias físicas persistentes como el dolor crónico o incluso alteraciones digestivas pueden secar el alma de un creyente fiel.

 Naturalmente esta experiencia no debe preocupar demasiado. Es pasajera. Sobre la oscuridad enervante prevalecerá pronto de nuevo la luz.

III. Cómo reaccionar

Cuando sobreviene la sequía del alma la reacción puede ser muy negativa, pero también puede ser saludablemente positiva. En el primer caso se corre el peligro de abandonar la fe que se ha profesado antes, quizá durante años. Semejante decisión equivale a un suicidio espiritual. En la reacción positiva el creyente decide perseverar en su vida cristiana a pesar de todo (dudas, problemas de fe, experiencias torturadoras, decepciones, etc.). Y hace bien. En cualquier momento, inesperadamente, la sequía puede cesar. Dios puede enviar en el momento oportuno una lluvia vivificadora mediante una lectura, un culto, una conversación, un acto de servicio cristiano, un pensamiento inspirado por el Espíritu Santo, una manifestación clara del cuidado amoroso de Dios o simplemente haciendo desaparecer las causas, espirituales, físicas o psíquicas, que habían originado el tiempo seco.

 La reacción positiva tiene dos manifestaciones:

1. Confianza en Dios

Pablo nos asegura que «el que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6). No menos inspiradoras son las palabras de Jeremías: «Bendito el varón que confía en el Señor, porque será como el árbol plantado junto a las aguas... y no teme la venida del calor, sino que su follaje está frondoso, y en el año de sequía no se inquietará ni dejará de dar fruto» (Jer. 17:7-8). ¡Promesa reconfortante! - Difícil de creer, quizá pensarán algunos. ¿Cómo es posible que se cumpla en plena aridez del espíritu?

 Debemos discernir entre nuestra apreciación subjetiva de una situación (lo que yo pienso, lo que siento) y la realidad objetiva que sólo Dios conoce de modo perfecto. Nosotros a menudo vemos, como Don Quijote, gigantes donde sólo hay molinos de viento. Haríamos bien en recordar el principio señalado por el apóstol: «Por fe andamos, no por vista» (2 Co. 5:7). Ni por sentimientos. La fe se apoya no en sensaciones sino en la realidad de todo lo que Dios es y hace. Mi sequía no agota los depósitos de la gracia de Dios. Ni su amor. Ni su poder renovador. «él transforma el desierto en estanques de aguas, y la tierra seca en manantiales» (Sal. 107:35).

2. Resistencia a toda costa

«Resistid al diablo y de vosotros huirá» (Stg. 4:7). En la Torre de Constanza (Francia), donde creyentes hugonotes sufrieron y murieron por su fe, todavía hoy puede leerse una palabra impresionante grabada en una piedra: «Resistez» (resistid). Y aquellos héroes de la fe resistieron a pesar de sus sufrimientos. Deberíamos nosotros hoy ser imitadores de su entereza perseverante. La resistencia debemos mantenerla sin abandonar ninguna de nuestras defensas: lectura de la Biblia, oración, asistencia a los cultos, conducta cristiana, compromiso en una vida de servicio.

 A la par que resistimos, haremos bien en unirnos al canto de aquel bello himno: «Tentado, no cedas; ceder es pecar. Te será más fácil luchando triunfar». Y esto sin hacer demasiado caso de los periodos de sequía. Si amamos al Señor, pasaran. Y volverán los días en que diremos con Isaías: «He aquí Dios es mi salvación; confiaré y no temeré, porque mi fortaleza y mi canción es el Señor, quien ha venido a ser mi salvación» (Is. 12:2). Si es así, «con gozo sacaremos aguas de las fuentes de la salvación» (Is. 12:3).