CUANDO SE ORA, ALGO SUCEDE
Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
«Nada hay
más poderoso que la oración; nada puede compararse con ella». Con esta cita de
una Crisóstomo da comienzo Olive Wyon a su libro Prayer (Oración). Y no
cabe la menor duda de que todo cristiano reconoce la verdad expresada por el
distinguido obispo de Constantinopla.
Sin
embargo, no hay unanimidad en cuanto al modo de interpretar la naturaleza y el
alcance del poder de la plegaria. ¿Se trata simplemente de un ejercicio de
autosugestión o tiene efectividad exterior? ¿Actúa sólo subjetivamente en la
persona que ora, a modo de saludable gimnasia espiritual, o influye de algún
modo en Dios y en sus actos? ¿Cambia únicamente nuestro interior o -usando
conocida frase- también «cambia las cosas»?
Es obvio
que la oración ejerce una acción poderosa en el espíritu de quien la practica.
Descargar ante el trono de Dios nuestras congojas, temores e inquietudes nos
reporta «la paz de Dios que excede a todo conocimiento» (Fil. 4:6-7).
La confesión de nuestros pecados libera nuestra conciencia del sentimiento de
culpa y, sobre la base de las promesas de Dios, nos infunde el gozo del perdón
(Sal. 32:5;
1 Jn. 1:9).
La acción de gracias nos hace más conscientes de la bondad de Dios manifestada
en las experiencias de nuestra vida (Sal. 103).
La adoración hace más nítida nuestra visión espiritual de la gloria de Dios, de
sus atributos y de sus obras (Sal. 95-100).
La intercesión ensancha los horizontes de nuestros intereses y nos hace más
solidarios en relación con las personas por las cuales oramos; nos hace más
«humanos». Todo esto equivale a un enriquecimiento espiritual preciadísimo.
Pero ¿es eso todo lo que de la oración podemos esperar? Según algunos teólogos
liberales, sí. Pero tanto la Escritura como la experiencia nos muestran que la
expectativa del creyente puede incluir resultados objetivos, además de los
meramente subjetivos, pues «en respuesta a la oración tienen lugar hechos en el
mundo exterior que no se producirían de no haber sido precedidos por la
oración»(abundantes
ejemplos bíblicos corroboran la aseveración precedente. Por la oración intercesora
de Abraham, Abimelec y su familia fueron sanados (Gn. 20:17).
Las fervorosas súplicas de Ana obtuvieron como respuesta el nacimiento del hijo
insistentemente pedido (1 S. 1:10-18).
En contestación al clamor de Elias, Dios le concedió una resonante victoria
sobre el baalismo (1 R. 18:36-40),
y fueron las oraciones del mismo profeta las que influyeron decisivamente en la
sequía y en la lluvia (Stg. 5:17-18). Por la oración de Elíseo fue
resucitado el hijo de la sunamita (2 R. 4:33).
Las súplicas del rey Ezequías le libraron de la invasión de Sennaquerib (2 R. 19:15-37)
y de la enfermedad (2 R. 20:2-11).
El arrepentido Manases, exiliado y cautivo en Babilonia, oró a Dios «y habiendo
orado a él, fue atendido, pues Dios oyó su oración y lo restauró a Jerusalén, a
su reino» (2 Cr. 33:12-13). Daniel oró y
Dios le reveló el sueño de Nabucodonosor (Dn. 2:17-19).
Atendiendo a las oraciones de Nehemías, Dios inclinó el corazón del rey persa
Artajerjes para autorizar y favorecer la reconstrucción de Jerusalén (Neh. 1:4-11;
Neh. 2:4),
Y no son menos impresionantes algunas de las respuestas a la oración
mencionadas en el Nuevo Testamento. Recuérdese la liberación milagrosa de
Pedro, encarcelado y condenado a muerte (Hch. 12),
o lo acontecido en la cárcel de Filopos mientras Pablo y Silas «oraban y
cantaban himnos a Dios» (Hch. 16:25-40).
También
la historia de la Iglesia abunda en hechos que confirman la eficacia objetiva
de la oración, tanto en el orden físico como en el espiritual e incluso en el
político. Serían incontables los casos de curación de graves enfermedades o de
liberación asombrosa de otros peligros no menos graves, hechos que habían sido
objeto de oración previa. Por supuesto, no todas las peticiones en favor de
enfermos han sido contestadas del mismo modo. En muchos casos la curación no se
ha producido. Como vimos al considerar los requisitos de la oración, debemos
someternos a la soberanía de nuestro Padre, tan sabio como misericordioso. La
diversidad de respuestas, positivas o negativas (a nuestro juicio), no invalida
el poder de la oración. La fe que nos mueve a ella tiene en sus resultados una
doble vertiente: la de los prodigios, a veces milagrosos, y la del poder
espiritual para resistir las mayores adversidades. Éste es el gran mensaje de Hebreos 11:32-40.
Con razón
escribió Santiago; «La oración eficaz del justo puede mucho» (Stg. 5:16).
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