jueves, 17 de octubre de 2013




CATEQUESIS DEL PROFETA JEREMÍAS ANTE LAS DUDAS

 

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 


«Duda de tus dudas y cree tus creencias;
pero nunca creas tus dudas ni dudes de tus creencias.»

Estas palabras, que recibí de mí padre siendo muy joven, siempre me han acompañado y me han fortalecido en momentos de prueba. ¿Por qué es tan importante saber afrontar las dudas de forma adecuada?

La prueba, por lo general, purifica y fortalece nuestra fe como se nos enseña reiteradamente en las epístolas de Pablo y de Pedro; pero en ocasiones puede debilitarnos. Ya el mismo Señor Jesús nos advierte de ello en la parábola del sembrador: «los que fueron sembrados en pedregales... cuando viene la tribulación o la persecución a causa de la palabra, luego tropiezan...» (Mr. 4:17). No siempre el sufrimiento nos acerca a Dios, por lo menos en un primer momento. A veces produce el efecto contrario: el golpe nos deja tan perplejos que nos lleva a «dudar de todo», incluidas nuestras creencias más firmes. Nos preguntamos « ¿dónde está la bondad de Dios?, ¿No será la fe una ilusión?, ¿Por qué Dios parece tan lejano?» Si te sientes así, estás en sintonía con algunos de los gigantes de la fe. David, por ejemplo, con frecuencia exclamaba «¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre?» (Sal. 13:1); «Oye mi oración, oh Señor, y escucha mi clamor. No calles ante mis lágrimas» (Sal. 39:12). Incluso Juan el Bautista, de quien el Señor dijo »entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que él» (Mt. 11:11), agobiado por su situación de cárcel y muerte inminente llegó a dudar de la identidad de Jesús: « ¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro?» (Lc. 7:19). Sí, en momentos de crisis, Dios parece lejano, sus silencios se hacen largos, todo parece derrumbarse. Es el terreno fértil para las dudas que empiezan a crecer como espinos en el campo de las creencias.

¿Cómo evitar que estas dudas incipientes lleven a un naufragio de la fe? La clave está en saber afrontarlas de forma adecuada. La ilustración de la picadura de una serpiente nos ayuda a entenderlo: hay que hacer todo lo posible para que el veneno no quede dentro.

 De la misma manera, lo peor cuando la duda nos invade es encerrarse cada vez más dentro de uno mismo, ignorando las preguntas que surgen de la perplejidad. El reprimir las dudas equivale a guardar el veneno tras la picadura: tarde o temprano, acabará haciendo daño.

Por esta razón hemos escogido el ejemplo de Jeremías. Nos sentimos muy identificados con el llamado «profeta llorón» y sus aparentes «peleas» con Dios. Sus altibajos constituyen un espejo de la vida espiritual de muchos creyentes.

Un aspecto clave de la vida del profeta fue su relación con Dios, una relación íntima y fecunda, pero salpicada de protestas y lamentos. En ocasiones su fe entraba en crisis porque no entendía ciertos aspectos de la voluntad divina. Sin embargo, la fe de Jeremías no era una fe débil, todo lo contrario: Era la fortaleza de su fe lo que le capacitó para ser –en palabras de Dios mismo- «como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce contra toda esta tierra» (Jer. 1:18). Una fe fuerte, sin embargo, no excluye altibajos, momentos de perplejidad ante los misterios de la providencia. Las preguntas de Jeremías encuentran eco en muchos creyentes hoy: «¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Dónde está Dios cuando permite que ocurran estas cosas?». Sus oraciones se convertían a veces en protestas encendidas. Volcaba todo el peso de su corazón sobre el Señor. En sus lamentos vehementes usaba incluso un lenguaje judicial: «alegaré mi causa ante ti» (Jer. 12:1). ¿Hay algo de malo en ello? ¿No es pecado el dudar?

¿Cómo afrontó Jeremías sus dudas y luchas espirituales? ¿Qué aprendemos de sus sinceras oraciones en las que vierte todas sus preguntas al Todopoderoso?

Entre otras, cinco lecciones que nos ayudan a enfocar nuestras propias dudas.

  • Las dudas de Jeremías nacen de la perplejidad, no de la incredulidad. Son el fruto de un corazón atribulado, no de una mente altiva o de un corazón endurecido; como en el caso de muchos ateos. El profeta protesta, pero siempre desde una postura de lealtad y confianza en Dios. Aún en los momentos más oscuros, cuando su alma desfallece y su fe parece en crisis, está del lado del Señor. Por ello no vemos ni una palabra de reprensión de parte de Dios.
  • Las dudas que nacen de la perplejidad son señal de vida espiritual. Por lógica, no puede existir duda sin una creencia previa. La comparación con el dolor físico nos ayuda a entenderlo: un muerto no puede sentir dolor porque no tiene vida; solo puede dolerse el que está vivo. En este aspecto, las preguntas y dudas lejos de ser algo negativo estimulan el crecimiento del creyente y le van creando sus propias defensas espirituales. Alguien que nunca ha tenido preguntas sobre su fe está en riesgo de tener un «sistema inmunitario» espiritual muy débil.
  • Jeremías no se queja de Dios sino a Dios. La diferencia es importante. No es pecado decirle a Dios cómo nos sentimos porque Él se complace más en la honestidad de una oración osada que en la frialdad de un corazón altivo. El pecado radica en desafiar a Dios, no en protestar ante Él. No olvidemos el significado original de la palabra protestar que es afirmar delante de alguien.
  • La expresión de la duda es positiva y necesaria porque previene males mayores. Nos referimos, por supuesto, a la duda que surge de la tribulación. Aunque parezca paradójico, es la mejor manera de evitar crisis de fe. No hace falta ser psicólogo para conocer el gran valor terapéutico de la catarsis -compartir, descargar- aquellas emociones o pensamientos que nos abruman. Podríamos decir que la impresión sin la expresión produce depresión.
  • Lo malo no es dudar, sino persistir en la duda. De ahí la importancia de exponer y no esconder las dudas nacidas del corazón atribulado. Es como una herida contaminada: lo peor que podemos hacer es taparla si antes no la hemos limpiado bien, con el consiguiente riesgo de infección. Ocultar las dudas es como tapar una herida sin haberla limpiado. En este caso el equivalente de la infección es la crisis espiritual. No pocas personas han visto su fe muy mermada a causa de un trato deficiente de este tipo de dudas. El mejor antídoto para una crisis de fe es ventilar, exponer las dudas ante alguien que puede comprendernos y darnos repuestas. Así lo hacía Jeremías por cuanto había aprendido que protestar no es incompatible con acercarse al Señor.

lunes, 7 de octubre de 2013


CUANDO SE ORA, ALGO SUCEDE

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
  
 
 

«Nada hay más poderoso que la oración; nada puede compararse con ella». Con esta cita de una Crisóstomo da comienzo Olive Wyon a su libro Prayer (Oración). Y no cabe la menor duda de que todo cristiano reconoce la verdad expresada por el distinguido obispo de Constantinopla.

Sin embargo, no hay unanimidad en cuanto al modo de interpretar la naturaleza y el alcance del poder de la plegaria. ¿Se trata simplemente de un ejercicio de autosugestión o tiene efectividad exterior? ¿Actúa sólo subjetivamente en la persona que ora, a modo de saludable gimnasia espiritual, o influye de algún modo en Dios y en sus actos? ¿Cambia únicamente nuestro interior o -usando conocida frase- también «cambia las cosas»?

Es obvio que la oración ejerce una acción poderosa en el espíritu de quien la practica. Descargar ante el trono de Dios nuestras congojas, temores e inquietudes nos reporta «la paz de Dios que excede a todo conocimiento» (Fil. 4:6-7). La confesión de nuestros pecados libera nuestra conciencia del sentimiento de culpa y, sobre la base de las promesas de Dios, nos infunde el gozo del perdón (Sal. 32:5; 1 Jn. 1:9). La acción de gracias nos hace más conscientes de la bondad de Dios manifestada en las experiencias de nuestra vida (Sal. 103). La adoración hace más nítida nuestra visión espiritual de la gloria de Dios, de sus atributos y de sus obras (Sal. 95-100). La intercesión ensancha los horizontes de nuestros intereses y nos hace más solidarios en relación con las personas por las cuales oramos; nos hace más «humanos». Todo esto equivale a un enriquecimiento espiritual preciadísimo. Pero ¿es eso todo lo que de la oración podemos esperar? Según algunos teólogos liberales, sí. Pero tanto la Escritura como la experiencia nos muestran que la expectativa del creyente puede incluir resultados objetivos, además de los meramente subjetivos, pues «en respuesta a la oración tienen lugar hechos en el mundo exterior que no se producirían de no haber sido precedidos por la oración»(abundantes ejemplos bíblicos corroboran la aseveración precedente. Por la oración intercesora de Abraham, Abimelec y su familia fueron sanados (Gn. 20:17). Las fervorosas súplicas de Ana obtuvieron como respuesta el nacimiento del hijo insistentemente pedido (1 S. 1:10-18). En contestación al clamor de Elias, Dios le concedió una resonante victoria sobre el baalismo (1 R. 18:36-40), y fueron las oraciones del mismo profeta las que influyeron decisivamente en la sequía y en la lluvia (Stg. 5:17-18). Por la oración de Elíseo fue resucitado el hijo de la sunamita (2 R. 4:33). Las súplicas del rey Ezequías le libraron de la invasión de Sennaquerib (2 R. 19:15-37) y de la enfermedad (2 R. 20:2-11). El arrepentido Manases, exiliado y cautivo en Babilonia, oró a Dios «y habiendo orado a él, fue atendido, pues Dios oyó su oración y lo restauró a Jerusalén, a su reino» (2 Cr. 33:12-13). Daniel oró y Dios le reveló el sueño de Nabucodonosor (Dn. 2:17-19). Atendiendo a las oraciones de Nehemías, Dios inclinó el corazón del rey persa Artajerjes para autorizar y favorecer la reconstrucción de Jerusalén (Neh. 1:4-11; Neh. 2:4), Y no son menos impresionantes algunas de las respuestas a la oración mencionadas en el Nuevo Testamento. Recuérdese la liberación milagrosa de Pedro, encarcelado y condenado a muerte (Hch. 12), o lo acontecido en la cárcel de Filopos mientras Pablo y Silas «oraban y cantaban himnos a Dios» (Hch. 16:25-40).

También la historia de la Iglesia abunda en hechos que confirman la eficacia objetiva de la oración, tanto en el orden físico como en el espiritual e incluso en el político. Serían incontables los casos de curación de graves enfermedades o de liberación asombrosa de otros peligros no menos graves, hechos que habían sido objeto de oración previa. Por supuesto, no todas las peticiones en favor de enfermos han sido contestadas del mismo modo. En muchos casos la curación no se ha producido. Como vimos al considerar los requisitos de la oración, debemos someternos a la soberanía de nuestro Padre, tan sabio como misericordioso. La diversidad de respuestas, positivas o negativas (a nuestro juicio), no invalida el poder de la oración. La fe que nos mueve a ella tiene en sus resultados una doble vertiente: la de los prodigios, a veces milagrosos, y la del poder espiritual para resistir las mayores adversidades. Éste es el gran mensaje de Hebreos 11:32-40.

Con razón escribió Santiago; «La oración eficaz del justo puede mucho» (Stg. 5:16).