P.Yván Rodríguez Pineda
La modestia, igual que la mansedumbre, es una virtud muy" humilde,
una virtud que el mundo desprecia, pero que es muy querida por el Corazón de
Jesús. Sin ella, el alma sigue siendo imperfecta, por muy grandes que sean las
cosas que haya podido emprender por la gloria de Dios.
La modestia que nos propone san Pablo, la modestia tal y como se encuentra
realizada en el alma cristiana totalmente entregada a la acción de los dones
del Espíritu Santo, y de manera particular a los dones de Ciencia y de
Consejo, es
una disposición sobrenatural del alma que la inclina a tener en todo la justa
medida, y así la defiende de caer en los excesos contrarios.
Somos muy dados a los excesos. Esto es consecuencia, o mejor, es manifestación
de ese desequilibrio interior que el pecado original produjo en nosotros.
¿Qué vemos en el mundo?... Violentos y débiles, avaros y pródigos,
taciturnos y habladores, tímidos y presuntuosos, personas deprimidas por la
tristeza y otras exuberantes hasta el exceso, agitados e indolentes,
apasionados y apáticos, gentes que nos atropellan con su precipitación y otros que nos exasperan
con su lentitud, lujuria desenfrenada y un puritanismo equivocado.
Así, vamos de un exceso al otro, y el que quiere corregirse de un defecto
cae con frecuencia en el defecto opuesto; así de difícil es estar en el justo
medio, que constituye a la virtud en su perfecto desarrollo.
Precisamente el papel de la modestia de la que aquí hablamos es enseñarnos
a estar en el justo medio, en la justa medida de todo, como lo haría nuestro
Señor mismo o la Santísima Virgen María, si estuvieran en nuestro lugar. Por
eso es como la virtud de las demás virtudes, es su perfección, es lo que las
hace perfectas en su orden. Y por eso mismo no se encuentra plenamente desarrollada
más que en las almas perfectas.
Veamos cómo debe ejercer su influjo en todos los ámbitos de nuestra
actividad interior y externa.
La modestia, fruto en nosotros de los dones del Espíritu Santo, nos
inclinará muy en primer lugar a apreciar como conviene, es decir, sin
minimizarlos y sin exagerarlos, los talentos, naturales y sobrenaturales, que
Dios ha tenido a bien confiarnos en interés de su gloria y para el bien de la
Iglesia; y a usar de ellos solamente con esa doble finalidad y en la medida en
que la Providencia divina quiera servirse de nosotros. El Todopoderoso no
tiene necesidad de nuestra colaboración y, cualquiera que sea la obra a la que
se digne asociarnos y el papel que desee que cumplamos en el mundo, debemos
recordar que solamente «somos servidores inútiles» (Lc.17,10)
La modestia moderará también nuestro deseo de conocer, de curiosidad. En
efecto, hay una curiosidad buena, pero también hay una curiosidad inútil y una
curiosidad indiscreta, peligrosa y hasta con frecuencia fatal para la vida del
alma y nuestro desarrollo social.
Hemos de saber prohibirnos toda ociosidad inútil. Reza el dicho popular
que el ocio, es la madre de todos los vicios y desenfrenos. No saber considerar
importante la justa medida de nuestras
acciones, es manifestación de nuestro desorden interior.
Seamos modestos también en nuestros juicios. Desconfiemos de esa manía de
juzgarlo todo, de criticarlo todo, que es causa de tantos disgustos en la vida
de relación con los demás. Debemos guardarnos de erigirirnos en jueces de
nuestros hermanos. «No juzguéis y no seréis juzgados», nos dice Jesús. No
juzguemos a nadie, ni para bien ni para mal, a menos que tengamos que hacerlo
por obligación de nuestro cargo; y aun en ese caso debemos hacerlo con temor y
temblor, desconfiando de nuestra manera de ver, que puede no ser la de Dios.
Y para no juzgar indebidamente, no consintamos que nuestro espíritu se
ponga a razonar sin consideración sobre la conducta de nuestro prójimo. Mucho
más sencillo y mucho más sobrenatural es no ver en todos los que nos rodean
sino instrumentos de la misericordia divina para con nosotros. Entonces, aunque
esos instrumentos fueran deficientes ante Dios, seguirían siendo instrumentos
de sus designios de misericordia.
Esta es la humildad de espíritu, la verdadera y profunda humildad que
hace que la obediencia sea tan fácil, incluso ante los no creyentes; cuánto
más, pues, ante quienes, a pesar de sus imperfecciones, en nada ponen tanta
solicitud cordial como en que el Reino de Dios venga a nuestras y se encarne en
nuestras vidas.
Como consecuencia de la tendencia a la soberbia, que es efecto en nosotros
del pecado original, todos sentimos la tentación, como les pasó a los
Apóstoles antes de la Pasión del Salvador, de procurarnos los primeros sitios
y lo que brilla más a los ojos de los hombres. En esto también el papel de la
modestia es moderar en nosotros este deseo de grandezas según el mundo, o más
bien hacer que las despreciemos como hizo Cristo, nuestro modelo, para estar
apegados sólo a lo que es del agrado del Padre.
¡Qué importa estar aquí o allí, cumplir tal función o tal otra! Ni
siquiera ambicionemos un mejor puesto en el cielo. Que nuestro único deseo
sea hacer en todo instante la voluntad de Dios y glorificarlo, ahora y en la
eternidad, de la manera que a Él le parezca bien.
Lo que debemos querer es lo que
Dios quiere, como El lo quiere y porque El lo quiere.
La modestia, fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas, nos inclinará
también a conformar en todo los afectos de nuestro corazón con los afectos del
Corazón de Jesús, y a moderar con este fin nuestra sensibilidad y nuestra
imaginación.
Las fuerzas de un corazón ávido de amar se desperdician enormemente en afectos
desordenados y en amistades frívolas, cuando podría amar grande y santamente
con ese amor puro y desinteresado que abrasa al Corazón de Jesús .De esta
manera regula la modestia todos los movimientos de nuestra alma.
Pero su acción no queda en eso. Se extiende a toda actividad exterior, a
los ojos, a la lengua, a los oídos, a la manera de andar y a los gestos, a la
forma de tratar a las personas y a las cosas, al alimento y al descanso, al
vestido y al arreglo personal, al juego y a las diversiones; modera toda esa
actividad exterior y previene al alma que la posee de todo exceso en uno y otro
sentido, de manera que ésta se comporta en todas circunstancias no sólo como
exige la recta razón, sino como no lo exige radicalmente el Evangelio.
Es evidente que tal perfección, que admiramos en los santos, supera las
fuerzas de la naturaleza humana abandonada a sí misma y requiere una asistencia
continua del Espíritu Santo. Por eso, el único modo de conseguirla es
abandonarnos a la acción del Espíritu divino; y para eso hacerse cada vez más
pequeño. Reconociendo humildemente la propia pequeñez y miseria es como se combate
a la soberbia y nos disponemos a la acción del Espíritu Santo.
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