jueves, 18 de octubre de 2012




EL AÑO DE LA FE:
UNA OCASIÓN DE NUEVAS GRACIAS PARA EL CRISTIANO

Pbro. Angel  Yván Rodríguez Pineda





            “La puerta de la fe”, (Heb.14,27), que introduce en la vida de Comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros.
            Con estas palabras iniciales la Carta Apostólica Porta Fidei, el Papa Benedicto VXI da inicio al Año de la Fe, haciendo al mismo tiempo conmemoración de los 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano II, así como los 20 años de la promulgación del Catecismo de la Iglesia católica.
            El año de la fe nos propone: “la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo”(P.F. # 2).
            Vivir el año de la fe nos coloca como desafío espiritual y crecimiento comunitario el procurar una renovada conversión personal permanente al Señor Jesús y el redescubrimiento de nuestra fe viva y comprometida, de modo que todos los miembros de la Iglesia seamos para el mundo actual testigos gozosos, convincentes y esperanzados del Cristo Resucitado.
            Que nuestro compromiso apostólico sea cada vez más creíble, que nuestra conversión sea más auténtica, siendo  más capaces de señalar con nuestro testimonio la puerta de la fe a tantos que están en la búsqueda de la Verdad.
            Hoy el hombre de nuestro mundo lleva dentro de sí una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto, el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe,  de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Sólo en el Dios que se revela encuentra plena realización la búsqueda del hombre. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro con la oración.
            Que este año de la fe sea una autentica experiencia humana y espiritual mediante el cual nos ocupemos de reavivar nuestra fe como respuesta siempre atenta y convencida a la Palabra de Dios. Una fe que no se desanima, sino que sabe arriesgarse. Una fe que no se esconde, sino que  atestigua públicamente sus convicciones. Una fe que no pierde coraje frente a las dificultades, sino que se hace fuerte y confía en la presencia del Espíritu. Una fe que no se encierra en el individualismo y en lo fácil, sino que se experimenta en la comunidad. Una fe que no se cansa ni cae en la rutina por el pasar de los años, sino que se renueva con entusiasmó y se expone por la calles del mundo para sostener los nuevos evangelizadores.
            Si nuestra fe no se renueva y fortalece, convirtiéndose en una convicción profunda y en una fuerza real de gracias al encuentro personal con Jesucristo, todas las demás reformas y cambio de estructuras serán ineficaces.
            

martes, 9 de octubre de 2012






CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS
Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda



            La perfecta conformidad con la voluntad de Dios es uno de los principales medios de la santificación personal y comunitaria.  Para lograr, en el avance espiritual, el debido discernimiento de la voluntad de Dios debe existir en el cristiano el ejercicio de las virtudes tales como la diligencia, la constancia y la perseverancia absoluta en los propósitos establecidos. La mayor perfección espiritual, siempre será proporcional al esfuerzo ejercitado en la vida humana y espiritual.
            Alcanzar la conformidad humana con la voluntad de Dios es una acción amorosa, entera y entrañable sumisión a los designios que Dios permite, evita hacia el hombre, el mundo, el ambiente natural, nuestros deseos o aspiraciones.  Dicha conformidad no siempre es cómoda o comprensible, en algunas ocasiones es dolorosa, cruel o incomprensible; diatriba ésta que nos exige un abandono total en el discernimiento oportuno que nos propicia el Espíritu mismo de Dios. Discernir es decantar, captar y asumir el paso de Dios en cada acontecimiento; de no ser así, sería solo el ímpetu humano el que marca el rumbo de nuestros acontecimientos.
            Para poder comprender nuestra conformidad humana con la voluntad de Dios, debemos tener presente algunos principios que teológicamente nos pueden ayudar en el crecimiento espiritual. Mencionando algunos podemos citar:
ü  La voluntad de Dios es absoluta, es decir cuando Dios quiere algo sin ninguna condición la realiza por si misma y, cuando es bajo alguna condición, requiere que dicha condición sea acompañada con la oración, el sacrificio y la penitencia,
ü  La voluntad de Dios es ascendente: es cuando Dios quiere que alguna cosa, situación o circunstancia absolutamente considerada, se lleve a cabo bajo las determinaciones propicias que manifiesten su poder.
ü  La voluntad de signo y beneplácito,  es acto interno de la voluntad de Dios, aún no manifestado ni dado a conocer en el momento actual. De ella depende el porvenir todavía incierto para nosotros: sucesos futuros, alegrías y pruebas de breve o larga duración, hora y circunstancias de nuestra muerte. Es así como la voluntad significada en el ser humano constituye el dominio de la obediencia, y la voluntad de beneplácito pertenece al abandono en las manos de Dios.
Los principios descritos, nos iluminan a precisar que el deseo de Dios siempre estará signado por la procura del bien, correspondiéndole al ser humano saber discernir su disposición de captación y aceptación del mismo bajo la capacidad de abandono y acto generoso de amor. En pocas palabras, Dios siempre quiere positivamente lo que hace por si mismo, porque siempre se refiere al bien y siempre está ordenado a su mayor gloria. Por otra parte, Dios nunca quiere positivamente el mal, Dios nunca quiere el mal. Pero su infinita sabiduría sabe sobrevenir en mayor bien el mismo mal que procede del hombre. El mayor mal y el desorden del hombre exaltan la justicia divina de Dios y el cumplimiento de su deseo que es el bien. La justicia divina de Dios recae sobre el reincidente, el soberbio y el que en si mismo cree tener en sus manos los designios de su porvenir y el de la humanidad. ¡Qué mirada tan corta y miope la de aquel hombre que no teme al poder de Dios! Todo el que no teme a Dios, y permanece en su reincidencia y soberbia, no ha logrado discernir la incidencia humana, social o familiar de su depravado e insolente falta ante el poder de Dios.
            El cristiano que desea crecer y avanzar en su crecimiento humano y espiritual en conformidad a la voluntad de Dios, ha de estar diligentemente dispuesto a practicar el abandono en Dios y virtuosamente cumplir los preceptos de Dios, lo cuales le conducirán a la fidelidad de una vida de Gracia.
            Recordando los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, sería oportuno en nuestros momentos de turbación ante la voluntad de Dios, hacer vida lo que él denominó “la santa indiferencia”, lo cual consiste en no dejarse turbar la quietud del alma por las cosas, las circunstancias o lo momentos de la vida, evitando así los extravíos de nuestros fines e ideales ante el desarrollo de la vida humana y la plenitud de la Gracia. No olvidemos que la santa indiferencia no significa quietismo, adaptación o dejar pasar de largo las cosas. Sino que recuperada la capacidad de discernimiento de lo acontecido, podemos mantener un discernimiento claro, justo y balanceado el por qué y el para qué todo sucede bajo la acción del Dios providente.