EL AÑO DE LA FE:
UNA OCASIÓN DE NUEVAS GRACIAS PARA EL CRISTIANO
Pbro. Angel Yván Rodríguez Pineda
“La
puerta de la fe”, (Heb.14,27), que introduce en la vida de Comunión con Dios y
permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros.
Con
estas palabras iniciales la Carta Apostólica Porta Fidei, el Papa Benedicto VXI
da inicio al Año de la Fe, haciendo al mismo tiempo conmemoración de los 50
años de la inauguración del Concilio Vaticano II, así como los 20 años de la
promulgación del Catecismo de la Iglesia católica.
El
año de la fe nos propone: “la exigencia
de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la
alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo”(P.F. # 2).
Vivir el año de la fe nos coloca como desafío espiritual y crecimiento
comunitario el procurar una renovada conversión personal permanente al Señor
Jesús y el redescubrimiento de nuestra fe viva y comprometida, de modo que
todos los miembros de la Iglesia seamos para el mundo actual testigos gozosos,
convincentes y esperanzados del Cristo Resucitado.
Que
nuestro compromiso apostólico sea cada vez más creíble, que nuestra conversión
sea más auténtica, siendo más capaces de
señalar con nuestro testimonio la puerta de la fe a tantos que están en la
búsqueda de la Verdad.
Hoy
el hombre de nuestro mundo lleva dentro de sí una sed del infinito, una
nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una
necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto, el hombre lleva
dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe,
de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Sólo en el
Dios que se revela encuentra plena realización la búsqueda del hombre. Y aunque
el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar
al hombre al misterioso encuentro con la oración.
Que
este año de la fe sea una autentica experiencia humana y espiritual mediante el
cual nos ocupemos de reavivar nuestra fe como respuesta siempre atenta y
convencida a la Palabra de Dios. Una fe que no se desanima, sino que sabe
arriesgarse. Una fe que no se esconde, sino que
atestigua públicamente sus convicciones. Una fe que no pierde coraje
frente a las dificultades, sino que se hace fuerte y confía en la presencia del
Espíritu. Una fe que no se encierra en el individualismo y en lo fácil, sino
que se experimenta en la comunidad. Una fe que no se cansa ni cae en la rutina
por el pasar de los años, sino que se renueva con entusiasmó y se expone por la
calles del mundo para sostener los nuevos evangelizadores.
Si
nuestra fe no se renueva y fortalece, convirtiéndose en una convicción profunda
y en una fuerza real de gracias al encuentro personal con Jesucristo, todas las
demás reformas y cambio de estructuras serán ineficaces.