jueves, 26 de enero de 2012

Beato Mosén Sol




UN DESEO PERENNE DEL BEATO MOSÉN SOL:
 SACERDOTES Y NADA MÁS QUE SACERDOTES
Pbro. Ángel Yván Rodríguez P





                El Beato Manuel Domingo y Sol, Mosén Sol, concibió su propia vida como una vida sacerdotal y  no de ninguna otra manera. Y para los suyos quiso el mismo estilo, el mismo testimonio de la persona que se ha consagrado enteramente al Señor.  Tan asertivas y repetidas suenan sus palabras sobre este particular: “Sacerdotes y nada más que sacerdotes, y santos”. No concibe él posible que el sacerdote no busque, con todas las ayudas de Jesús y con todo su querer, la santidad. No quiere otra clase de sacerdotes. El origen de esta exigencia, que forma parte visible de la voluntad de Don Manuel, se encuentra en Jesús y el apóstol San Pablo: “Esta es pues la voluntad de Dios, vuestra santificación”.
            San Pablo afirma que Dios nos ha elegido a los sacerdotes para la salvación, no por nuestros méritos o cualidades sino por el amor que Él  nos tiene. Jesús elige a unos sacerdotes sin cualidades excepcionales y los envía como representantes personales para predicar su mensaje y continuar la lucha contra el pecado, la enfermedad, la muerte. Cuando el sacerdote llena su corazón y su ser de la presencia divina del Espíritu Santo, es cuando se empieza a ser sacerdote auténtico, tal como lo quiere el Señor, porque entonces el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Y entonces él actuará en nosotros para que todas nuestras obras sean hechas con santidad.
            Don Manuel conocía muy bien la teología del sacerdocio y por eso, por la gran responsabilidad que éstos tenían en el ejercicio de su ministerio, tuvo desde el principio, en su propia vida de seminarista y durante toda su vida sacerdotal, una gran estima por el mismo sacerdocio, pero con la permanente condición de que buscaran la santidad, de que fueran santos.
            Es verdad que los sacerdotes tienen como vocación específica la dedicación al apostolado y, sobre todo, al ministerio de la Palabra de Dios. Ya sabemos que todo bautizado es por vocación un apóstol. Pero el apostolado del sacerdote está unido al de Cristo de una manera esencialmente diferente.
            El sacerdote si es representante de los hombres ante Dios, es también representante de Dios para con los hombres. Dios tiene el derecho de elegirse sus representantes. Hablará por sus labios, dispensará sus dones a través de sus manos, concederá por su medio sus misericordias a los hombres. Eligió en la antigüedad a los padres de familia, a los primogénitos de Israel y, más tarde, a las tribus de Leví y a la familia de Aarón. Ahora elige aquí y allá a los que quiere, según sus designios de sabiduría y de amor.
            La sublime misión del sacerdote en el mundo, se resume en que es elegido a favor de los hombres. Debe ser su bienhechor no tanto en el orden natural (material), sino más bien en lo sobrenatural (espiritual). No tanto en las cosas que se refieren a la tierra como en las que se refieren al cielo. Si se preocupa de las necesidades de la vida física de sus hermanos será siempre para facilitarles el desarrollo de la vida espiritual y la conquista de la vida eterna. Si no sigue esta norma, se excede en su misión; y si el pueblo pretende otra cosa de él, demuestra no haber entendido la santidad de su misión.
            Todo este conjunto de verdades teológicas referentes al sacerdocio, tan bien conocidas y vividas por el Beato Mosén Sol, eran objeto de su máxima preocupación en lo que toca al sacerdocio, a los sacerdotes y a toda su tarea ministerial. Y, por supuesto, desde el comienzo del discernimiento vocacional, en la época del Seminario, les advertía una y otra vez, sin cansarse nunca, que todo ello debía ser precedido y acompañado por el deseo profundo, intenso y auténtico de ser santos. El querer ser santos constituía para el Beato Mosén Sol la señal más propia de la vocación al sacerdocio. Y si en algunos este deseo brillaba por su ausencia, la causa era por carencia de auténtica vocación. E, inmediatamente, una y otra vez, sin cansarse, invitaba a éstos a dejar el Seminario porque el sacerdocio no era para ellos. Así, reiteramos que, para Mosén Sol, un signo auténtico de la vocación sacerdotal era el deseo claro y vivo de ser santos. El sacerdocio exige la santidad; la reclama. La voluntad hacia el sacerdocio, debe ser una sola y misma cosa con la santidad. Y lo que es uno (aunque de diferentes componentes), no debe separarse; al contrario, se complementan estos componentes, ayudándose entre sí.
Un santo, que sea sacerdote, será un buen sacerdote, será un sacerdote santo.

miércoles, 18 de enero de 2012

LA VIGENCIA Y EFICACIA DE LA PALABRA DE DIOS



LA  VIGENCIA Y EFICACIA DE LA PALABRA DE DIOS

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda




            No resultaría fuera de lugar preguntarnos hoy por la vigencia y eficacia de la Palabra de Dios. ¡No habrá perdido su vigor germinal? ¿Recorrerá con frescura y lozanía ese pequeño pero difícil tramo que va del oído al cerebro? La Palabra de Dios, ¿sólo oída, o también escuchada? La Palabra de Dios, tan mecánicamente proclamada por muchos evangelizadores, ¿no corre el peligro de fosilizarse? Algunos han pensado que sí. Que la Palabra de Dios encerrada en los evangelios y en la predicación se ha fosilizado y ya no tiene el valor suficiente para brotar y fortalecer en este terreno las nuevas formas y estructuras de la posmodernidad actual.
            Y siguen diciendo que la solución está en buscar otros caminos. Manejar otra teoría. Otras fórmulas más en consonancia con los nuevos rumbos sociales, científicos, económicos, morales y religiosos en la humanidad actual. Esporas y granos de trigo han conservado por milenios su vitalidad. Y volvieron a germinar al ponerse en contacto con tierras de pan para germinar. El hermetismo de los hipogeos de las pirámides de Egipto no les causo la muerte. Esa otra semilla de la Palabra de Dios, ¡tendrá menos vitalidad? En verdad, el problema no está en la Palabra, sino en la tierra en que ella viene a caer.   Lo dijo Jesús: “Mis palabras no pasarán”. Esto se cumplió, se cumple y se cumplirá. La historia nos lo presenta con diafanidad. Y sí echamos una mirada atrás, a nuestra vida, nos damos cuenta que lo hemos experimentado en más de una ocasión.
            ¡Cuántos corazones son como los hipogeos¡ Almas momificadas. Asfixiadas por los negocios y los placeres. Alucinadas por el reclamo de la técnica, del progreso, de las frívolas propagandas, de exhibiciones pasajeras y banales…. Camino trillado y abierto a todos los vientos, que imposibilitan la sólida fertilidad.
            Ante este panorama, ¿cuál es la actitud del cristiano? Buscando la simplicidad podríamos distinguir tres clases o categorías de católicos. Los primeros –la gran masa- no les gusta leer ni escuchar la Palabra evangélica o, más bien, son indiferentes. Por lo general, un hogar sin Sagrada Escritura es un corazón sin Palabra de Dios. Prefieren, si van a la la misa dominical que la homilía sea breve y sin resonancias en sus vidas. Una segunda clase, ya más reducida, busca leer y escuchar el Evangelio. Pero no pasan de la corteza. No penetran en su hondura divina. Les basta una somera ojeada para creerse autorizados a hacer una exégesis y lanzar sus interpretaciones con aire magisterial. Y ¿cómo no? hasta discernir,  a veces, en sus juicios y criterios, de la doctrina tradicional, autorizada o jerarquica. Ni cultura, ni educación religiosa. Unos cursos de enseñanza elemental no constituyen una preparación suficiente para abordarlos con tanta ligereza. El tercer grupo, una selecta minoría. Llegan con estremecido respeto hasta la médula, hasta el jugo y sustancia de esta divina Palabra. Son los que experimentan en sí mismos la realidad inefable de esta afirmación de Jesús: “Mis palabras son espíritu y vida”
            La Palabra de Dios, es viva y eficaz. Su vitalidad perdura en el tiempo y la eternidad. Su vigor se mantiene bajo la promesa de lo eterno. Ni ideología o cambio social, podrán transformar la Palabra de Dios, sino al contrario será la Palabra la que ofrezca los cambios a las estructuras sociales y al pensamiento errado del hombre de hoy.            Será siempre un desafío para el católico, acercarse con mayor amor a la Palabra, a vivirla en su compromiso radical, a testificarla con su vida y sus acciones.