SOSTENIDOS POR LA VIDA DE GRACIA
Pbro. Ángel Yván Rodriguez Pineda
Pocos
vocablos tienen una variedad de significados tan amplia como el término
«gracia». El Diccionario de la Real Academia de la Lengua nos da quince
acepciones. Pero nuestro propósito no es analizar el sentido de las mismas,
sino ahondar en el significado de la gracia de Dios tal como aparece en el
término kharis del Nuevo Testamento. Nada más profundo, ni más enriquecedor.
El
concepto neotestamentario recoge el significado que el término hebreo hen tiene
en el Antiguo Testamento: la ayuda que alguien fuerte proporciona a una persona
atribulada o necesitada, incapaz de mejorar su condición a causa de la
debilidad que le imponen su propia naturaleza o determinadas circunstancias. El
Señor Jesucristo no habló mucho de la gracia de Dios, pero sus actos revelaban
de modo inconfundible la condescendencia divina hacia el pobre, el afligido, el
marginado, el condenado por sus pecados. Así que, cuando hablamos de la gracia
no hemos de limitar nuestra interpretación del término en el sentido, tan
generalizado, de «favor inmerecido». Ciertamente es favor inmerecido, pero se
trata del más grande de los favores. Es el amor de Dios en acción mediante el
ministerio redentor de su Hijo y de su Espíritu.
Entresacamos algunos de los aspectos del tema
que más pueden contribuir a nuestra edificación.
I. La gracia de Dios, fuente de nuestra salvación
Pablo
expresó magistralmente esta verdad: «Por gracia sois salvos, por medio de la
fe» (Ef. 2:8). ¿A qué salvación se refiere esa afirmación? Una respuesta
adecuada sólo es posible si se parte de la condición humana en su situación
actual. El pecado ha hecho de los hombres reos de condenación ante la justicia
de Dios («por cuanto todos pecaron», Ro. 3:23). Aun viviendo en el sentido
biológico, todos por naturaleza estamos «muertos en nuestros delitos y pecados»
(Ef. 2:1). «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que
nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con
Cristo (por gracia sois salvos)» (Ef. 2:4-5). En virtud de la obra expiatoria
de Cristo, Dios nos otorga una perfecta justificación, con lo que los efectos
de nuestra pecaminosidad desaparecen (Ro. 3:23-26). «Ahora, pues, ninguna
condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1).
Conviene
subrayar la palabra «ninguna». Muchas personas, cuando se habla de condenación,
piensan en los tormentos del infierno. Y ciertamente Dios salva a sus redimidos
de tan trágico destino. Pero eso no es todo. También quiere librarlos de la
esclavitud moral de una vida dominada por el pecado (Ro. 6:11-14). La
justificación debe ser seguida de la santificación. Es una maravilla que el
creyente, que antes de su conversión había vivido esclavizado por sus
tendencias al pecado, en comunión con Cristo y por el poder de su Espíritu
«anda en novedad de vida» (Ro. 6:4). Salvado de la condenación eterna, no está
condenado a vivir aún en la esclavitud de las inclinaciones propias de la
naturaleza caída. «Ninguna condenación hay...» Y si antes estábamos condenados
al temor y a la frustración, ahora, en Cristo podemos gozar de libertad, paz,
esperanza y plenitud de vida (Jn. 7:38). Bien podemos cantar con gozo y
gratitud.
II. La gracia de Dios, fuente de inspiración para la
adoración
Ampliamos
lo que acabamos de apuntar. El autor de la carta a los Hebreos, divinamente
inspirado, escribió: «Nosotros, que recibimos un reino inconmovible, hemos de
mantener la gracia y, mediante ella, ofrecer a Dios un culto que le sea grato,
con religiosa piedad y reverencia» (Heb. 12:28, versión Biblia de Jerusalén).
La gracia de Dios ha tenido en Cristo su más
perfecta expresión. Y la más conmovedora: «Ya conocéis la gracia de nuestro
Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que
vosotros con su pobreza fuerais enriquecidos.» (2 Co. 8:9). él, Hijo unigénito
de Dios, empezó a empobrecerse con su encarnación, pero su «empobrecimiento»
culminó en la humillación y los sufrimientos de la cruz (Fil. 2:5-8). Todo para
nuestra salvación (Ro. 5:8-10). No debe sorprender que ante el Cordero
inmolado, ahora coronado de gloria y majestad, el pueblo redimido eleve a él el
incienso de sus oraciones y un «cántico nuevo» que ensalza su obra de redención
(Ap. 5:8-10). La Iglesia todavía hoy canta enfervorizada: «Maravillosa gracia
vino Jesús a dar; más alta que los cielos, más honda que la mar».
III. La gracia de Dios, secreto de la santificación
Ya
en los días de Pablo había mentes retorcidas que desfiguraban cínicamente la
doctrina de la gracia enseñada por el apóstol. él había escrito: «Cuando el
pecado creció, sobreabundó la gracia»(Ro. 5:20), lo que había llevado a los
distorsionadores a una conclusión inadmisible: «Perseveraremos en el pecado
para que la gracia crezca» (Ro. 6:1). Pero la gracia que nos trajo el perdón de
Dios y el don de la vida eterna también nos unió a Cristo, con cuya muerte y
resurrección el creyente ha de estar plenamente identificado. Esta
identificación hace incompatible la fe con el pecado (Ro. 6:2-4). La conclusión
de Pablo es diametralmente opuesta a la de sus falsos intérpretes: «El pecado
no se enseñoreará de vosotros, pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia»
(Ro. 6:14).
Algunos
creyentes, consciente o inconscientemente, actúan bajo los efectos de una
dicotomía teológica; la justificación -piensan- es obra de la gracia de Dios;
la santificación es cosa mía; depende de mis esfuerzos. Falso. En la
santificación el creyente tiene, sin duda, una participación, la de unirse al
Espíritu en la lucha contra la carne (Gá. 5:16). Pero en último término la
realidad de la gracia es lo decisivo, pues es lo que más poderosamente actúa en
nuestra voluntad hacia una obediencia estimulada por la fe y la gratitud (Gá.
2:20).
IV. La gracia de Dios, principio del servicio
cristiano
Nada
hay más digno y hermoso que una vida dedicada al servicio de Cristo; no sólo la
de grandes misioneros y predicadores, sino la de todo creyente, pues al alcance
de todo cristiano hay algún modo de servir al Señor y algún talento que a tal
fin se puede usar. El servicio auténtico debe ser respuesta al llamamiento de
Dios, y la capacidad para el mismo es también gracia suya. Pablo era muy
consciente de este hecho cuando, refiriéndose a la obra que había realizado,
declaraba: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en
vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos, aunque no yo, sino
la gracia de Dios que está conmigo» (1 Co. 15:10). En la labor del siervo de
Cristo no hay lugar para la jactancia; sólo caben la humildad, la gratitud, y
la oración en demanda de fidelidad.
V. La gracia de Dios superando nuestra debilidad
El
apóstol Pablo, por lo colosal de su obra, aparece a nuestros ojos como un
gigante espiritual, dotado de un poder moral y espiritual codiciable. Pocos han
alcanzado las alturas de espiritualidad a que él llegó. Pero no fue un
«supersanto» o un héroe de leyenda. Como hombre, estuvo sujeto a debilidades de
las que por sí mismo no se pudo librar. Su testimonio en 2 Co. 12:1-10 es sumamente
aleccionador. No sabemos a ciencia cierta en qué consistía el aguijón que le atormentaba,
pero sí que el Maligno lo usaba para humillarlo haciéndole muy consciente de su
debilidad. Esta experiencia, al parecer, tenía efectos muy negativos en él, por
lo que insistentemente había pedido al Señor que lo librara de tan horrible
prueba. La respuesta del Señor no podía ser más alentadora: «Bástate mi gracia,
porque mi poder en la debilidad se perfecciona» (2 Co. 12:9). Una vez más, ¡la
gracia! Mediante ella el creyente puede superar sus limitaciones y sus
debilidades; éstas no le serán un obstáculo en el camino de la santificación y
del servicio. Más bien darán lugar a la manifestación de la misericordia y el
poder o de Dios para que se cumplan sus propósitos en la vida de cada uno de
sus hijos.