«Mi problema es
empezar a orar»
No
tengo nunca ganas de orar, no me apetece». «Yo quisiera orar, pero no puedo».
«Siento una pereza intensa, es un sentimiento de reticencia, casi como de
rebeldía. Cuando pienso que he de orar se me hace una montaña y lo voy
posponiendo. Encuentro tiempo para todo, para leer el periódico, para ver la
televisión, para trabajar, incluso para leer la Biblia o para hacer estudios
bíblicos, pero orar se me hace cuesta arriba».
En
un sentido amplio este problema es común a todo creyente. Hay un componente de
lucha por la tensión entre nuestra naturaleza espiritual y el viejo hombre. La
oración es uno de los principales campos de batalla en el que se desarrolla la
lucha de Romanos 7:19: «El bien que
quiero no lo alcanzo, y el mal que no quiero, esto hago». El maligno sabe
que la oración es una de las estrategias clave del creyente, su hálito vital.
No deben sorprendernos sus esfuerzos ímprobos por boicotear esta actividad. Ello
explica que muchos de nosotros sintamos, con frecuencia, como una fuerza
misteriosa que nos arrastra a no orar. Recordemos las realidades de Efesios 6:12:
nuestra lucha tiene que ver con poderes invisibles. Hay, por tanto, en último
término, una razón espiritual detrás de la dificultad para empezar a orar: el
pecado, nuestra naturaleza caída. La liberación definitiva y total de estas
ataduras sólo ocurrirá cuando, disfrutando de un cuerpo transfigurado, no quede
ningún vestigio del estado pasado, el pecado.
Hay
también causas psicológicas que nos ayudan a entender este problema. Ciertos
tipos de temperamento, por ejemplo los extrovertidos, tienen una dificultad
especial para ponerse a orar porque para ellos la oración supone un cambio
total de atmósfera. Han de conseguir un ambiente que no les es natural: el
recogimiento interior, una relación íntima, el expresar sentimientos. Todo ello
hace que estas personas necesiten estímulos externos adecuados para la oración
formal.
Asimismo
la personalidad influye a la hora de ponerse a orar. Vemos esta dificultad más
acentuada en dos situaciones:
•Personalidades
perfeccionistas:
El perfeccionista tiene una tendencia natural
a posponer las cosas. Quiere hacerlo todo tan bien que le cuesta empezar. Sólo
cuando ya no hay más remedio encuentra la tensión psíquica necesaria para
iniciar su tarea. Espiritualmente su nivel de auto exigencia es tan alto que,
para él, nunca es el momento adecuado para orar. Así lo va retrasando hasta
conseguir el marco idóneo para una oración excelente, lo cual obviamente casi
nunca llega. Sin embargo, cuando logra estos momentos especiales puede orar
largamente e incluso le cuesta terminar!
•Personalidades
depresivas:
Estas personas tienen notables dificultades
con cualquier comienzo. Al depresivo le cuesta empezarlo todo. Desde que se
despierta hasta que se acuesta, su vida es un batallar continuo contra los
inicios. Son como los coches de motor frío; su problema es arrancar.
A
veces la dificultad para iniciar la oración tiene raíces muy profundas. Además
de la tendencia a posponer ya descrita, el creyente siente algo más intenso,
casi como una rebeldía inexplicable. Es una resistencia para la que no
encuentra causa lógica. La persona, por lo demás viva espiritualmente, quiere
orar, tiene el deseo. La palabra «profunda» nos ayuda a entender este fenómeno
que está arraigado en su biografía. Se trata de una reacción contra el deber,
contra cualquier tarea que él sienta como una obligación. Un repaso cuidadoso
de su infancia suele mostrar una educación rígida, severa, con obligaciones
constantes y niveles de expectativa muy altos por parte de los padres. Luego,
en la edad adulta, se produce el efecto contrario. Necesita sentirse libre, sin
obligaciones, el extremo opuesto de lo que había vivido de niño. Una forma de
aliviar este problema es ayudarle a descubrir la oración como un placer y no
tanto como un deber.
En
ocasiones la situación se complica todavía más cuando ha habido problemas psicológicos
en la relación con el padre. La rebeldía, consciente o inconsciente, contra el
padre puede dificultar seriamente la fe en general y la vida de oración en
particular. Esto es así porque no podemos desligar del todo los conceptos de
Padre celestial y padre terrenal. En la medida en que estos creyentes maduran
en su conocimiento de Dios, tales problemas se van aliviando, pero al principio
de su vida cristiana pueden encontrar muchos paralelos entre la figura de su
padre y la de Dios. Si la rebeldía o la frustración caracterizaron la relación
con nuestros padres, será fácil desplazar parte de estos sentimientos hacia
Dios. De ahí la necesidad de conocer bien el carácter de Dios mediante la
formación bíblica, magisterial y espiritual.
¿Qué
recomendaciones prácticas podemos dar para empezar a orar?
En
primer lugar, nunca esperes a tener ganas o a encontrar el momento perfecto. De
lo contrario, te pasarás semanas o meses sin una sola palabra de oración. La
calidad de la oración no depende tanto de nosotros como de los méritos de
Cristo. Con esta idea en mente, al planear tu tiempo de oración no te pongas
metas altas: empieza por lo poco y lo sencillo. Es mejor orar cinco minutos
cada día que una hora cada tres meses. Cuanto más altas sean las metas que te
pongas, tantas más posibilidades de fracasar. Para el Señor es más importante
«ser fiel en lo poco» (Mt. 25:21) que teorizar sobre grandes proyectos.
En
segundo lugar, busca estímulos adecuados que te faciliten el comienzo de la
oración. Veamos algunos ejemplos: a la persona depresiva le va a ser muy útil
orar acompañado. La soledad es un enemigo de su carácter: «si alguien está
conmigo no me cuesta. Desde luego, ello no siempre será posible, pero con
frecuencia la compañía de un hermano puede ser de gran ayuda para ponerse a
orar.