AL GOZO POR LA
OBEDIENCIA
Pbro.
Ángel Yván Rodríguez Pineda
La primera
reacción al leer este encabezamiento quizás sea de sorpresa: «¿cómo puede la
obediencia ser una fuente de alegría?» se preguntará el lector. De siempre el
ser humano ha pensado exactamente lo contrario: la libertad sí que es una
fuente de gozo, pero la obediencia lleva a la opresión y a la frustración.
Estamos, por tanto, ante una de aquellas gloriosas paradojas del Evangelio que
contradicen la mente natural para mostrarnos la profundidad del poder
transformador del amor de Cristo.
Obediencia de
corazón y obediencia por obligación
El amor de
Cristo es la clave de nuestro tema y la explicación a esta paradoja. «El amor
de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14-15). El motivo por el cual obedecemos va a
determinar nuestras actitudes y nuestros sentimientos. La obediencia del
creyente nace como respuesta natural al inmenso amor del Señor Jesús. No es,
por tanto, una obediencia impuesta a la que uno se somete porque no hay otro
remedio, sino una obediencia voluntaria que emana del amor. Cuando uno ama, busca
agradar en todo a la persona amada; así lo vemos en la relación de matrimonio.
El apóstol Pablo se refirió a esta actitud precisamente como una obediencia de
corazón: «...habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual
fuisteis entregados» (Ro. 6:17). La obediencia que sale del corazón es
voluntaria y produce un gran gozo porque se basa en el amor. Por el contrario,
hay una obediencia que no sale del corazón porque no ama a su destinatario y
genera un pesado sentido de sumisión y hasta de amargura. Éste es el problema
del legalismo en el que puede caer el creyente cuando su fe es una religión
pero no una relación de amor.
Aquí estamos
ante uno de los aspectos más singulares del Evangelio: Dios no obliga a nadie a
creer. Siguiendo con la ilustración del amor conyugal, Cristo no nos fuerza,
sino que nos seduce con su amor. Tal fue la experiencia de Jeremías cuando
obedeció al llamamiento divino y lo describió con estas hermosas palabras: «Me
sedujiste, oh Señor, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo y me venciste»
(Jer. 20:7). Por esta razón, Pablo -y todo creyente puede hacer lo mismo- se
congratula de llamarse siervo -esclavo- de Jesucristo: es una obediencia que
genera gozo porque ama a su Señor.
El gozo: por qué
y dónde encontrarlo
El gozo es un
sentimiento al que todos los seres humanos aspiramos, a la par que rehuimos su
antónimo: la tristeza. Todos nacemos ya con la necesidad de gozarnos. ¿Por qué?
Ello es una consecuencia de la imagen de Dios en el hombre. Nuestro Creador es
capaz de experimentar tanto el gozo como la tristeza y fue su voluntad que los
seres humanos disfrutaran también de este sentimiento. La capacidad para sentir
alegría es un recuerdo del sello divino sobre nuestra personalidad. De hecho,
los animales no pueden alegrarse de la misma forma que el ser humano.
En numerosas
ocasiones la Palabra de Dios nos exhorta al gozo y la alegría. Se nos invita a
«gozar de la vida, de la esposa», etc. Tanto los Salmos como los llamados
libros sapienciales (Proverbios, Eclesiastés) están repletos de alusiones a la
alegría. Y también en el Nuevo Testamento, como veremos, este sentimiento forma
parte de la experiencia del cristiano hasta el punto de que el gozo es un
elemento esencial del fruto del Espíritu. Cristo vino para darnos no una vida
mediocre, vacía o triste sino una «vida en abundancia» (Jn. 10:10). De la misma
forma el Padre «nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos»
(1 Ti. 6:17).
¿Dónde encontrar
el gozo? Todos buscamos las fuentes de satisfacción en los más diversos campos
de la actividad humana: culturales, políticos, religiosos. Así procuramos
llenar nuestro tiempo de ocio con eventos a los que asistimos de modo activo o
pasivo, como actores o como meros espectadores.
Sucede, sin
embargo, que estas fuentes de alegría con frecuencia están secas o proporcionan
una satisfacción muy efímera, por lo que se convierten en causa de desilusión,
aburrimiento, y en no pocos casos en tedio y tristeza. Por tal razón, muchas
personas ven en este mundo tan sólo un valle de lágrimas, en el que todo carece
de sentido. ¡Todo es vanidad! Ese es el motivo por el que multitud de personas
caen en el más deprimente pesimismo. Muchos hoy se preguntan: ¿hay motivos para
la esperanza? Un sí rotundo es la respuesta de los cristianos que se toman en
serio las enseñanzas del Señor Jesucristo. Su certeza nace de creer y
experimentar en su propia vida que Cristo es un manantial de donde fluye un
gozo supremo.
Las palabras de
Cristo, fuente de gozo y poder
Uno de los
rasgos más llamativos de la persona de Jesús es su humanidad. El apóstol Juan,
que compartió con el Maestro horas de honda amistad, recogió de él enseñanzas
preciosas que ponen al descubierto una de las facetas más radiantes de su
carácter: su amor. «Nadie tiene mayor amor que éste: que ponga su vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos...» (Jn. 15:13-15). Y de este amor brota un
gozo inaudito: «Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros y
vuestro gozo sea cumplido» (Jn. 15:11). El gozo de Jesús era el emanado del
conocimiento del Padre y del cumplimiento de su voluntad, es decir de la
obediencia. De este modo se anticipaba a la imitación de sus seguidores y con
su ejemplo señalaba el camino de forma diáfana.
La obra de
Cristo en sus discípulos se llevaría a cabo no sólo por esta vía de la
instrucción y del ejemplo, sino ante todo por la acción del Espíritu Santo,
como nos lo muestran los escritos del Nuevo Testamento, especialmente el de los
Hechos y los de las epístolas. El testimonio apostólico se enlazaría con la
enseñanza de Cristo y la experiencia de la Iglesia apostólica de todos los
tiempos. Su historia registra ejemplos de fe y dudas, padecimientos
difícilmente soportables y ejemplos de valentía de mártires innumerables que
han sido blanco de las burlas de incrédulos y perseguidores. Pero estos
mártires, lejos de desfallecer bajo el peso de la tristeza y el temor, han
tenido experiencias de gozo triunfal, tal como les dijo su Maestro y Señor:
«Vosotros ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se gozará vuestro
corazón y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn. 16:22).
Ello es así
porque el gozo va íntimamente asociado al poder de Cristo. Ya lo anticipó
Nehemías cuando declaró con vigor al pueblo: «El gozo del Señor es vuestra
fuerza» (Neh. 8:10). Es cierto que el creyente sufre en verdad muchos de las
penalidades que aquejan al no cristiano, pero también es verdad que del Señor
recibe las fuerzas para confiar en él y seguir sirviéndole con alegría (2 Co.
12:1-10). No menos alentadoras son las palabras de Pedro cuando declara en su
primera carta que somos «guardados por el poder de Dios mediante la fe para
alcanzar la salvación (...) en lo cual vosotros os alegráis, aunque si es
necesario tengáis que ser afligidos en diversas pruebas» (1 P. 1:5-6).
La obediencia,
garantía del gozo, requiere un esfuerzo
Hemos visto
hasta ahora cómo la bendición de la alegría no es otorgada al creyente
incondicionalmente sino que va ligada a la obediencia. Ésta se convierte así en
la garantía del gozo. Pero, además, el «estar gozoso» es en sí mismo un acto de
obediencia. Las exhortaciones de Pablo al respecto suelen ir en el modo
imperativo, es un ruego a obedecer: «Estad siempre gozosos» (1 Ts. 5:16),
«Regocijaos en el Señor siempre...» (Fil. 4:4). Hay, por tanto un elemento de
esfuerzo por nuestra parte incompatible con la pasividad y la autocomplacencia.
Sin duda la seguridad de nuestra salvación es una fuente perenne de gozo, un
gozo espontáneo. Pero, en otro sentido el gozo es algo a cultivar, como una
planta que hay que regar, tal como ocurre con las otras partes del fruto del
Espíritu.
La paz,
consecuencia del gozo
Es llamativa, y
sintomática al mismo tiempo, la cercanía con la que el gozo y la paz aparecen
en el Nuevo Testamento. Tanto en el texto por excelencia sobre el gozo (Fil.
4:4-7) como en el pasaje clave del fruto del Espíritu: «amor, gozo, paz...»
(Gá. 5:22-24), ambos están íntimamente vinculados. Una relación tan estrecha no
nos debe sorprender por cuanto el gozo auténtico del Espíritu es también fuente
de una paz profunda. Cuando contemplamos nuestro estado actual en Cristo y
experimentamos que «nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios que es en
Cristo Jesús», la paz y el gozo fluyen de forma abundante. Todo creyente se
identifica con la reacción de los magos de Oriente quienes «al ver la estrella
se regocijaron con muy grande gozo» (Mt. 2:10). La estrella, señal inequívoca
del nacimiento de Jesús, nos recuerda la gloriosa esperanza, presente y futura,
que tenemos en Cristo