La
Navidad, un cántico de salvación
Nada mejor para
celebrar la Navidad con un espíritu verdaderamente cristiano que acudir al
testimonio de los que vivieron de cerca el gran acontecimiento del nacimiento
de Jesús. En este sentido, el himno de Zacarías (Lc. 1:67-80) es no sólo una de
las profecías más hermosas del Nuevo Testamento, sino también una síntesis
formidable del auténtico sentido de la Navidad. Tras recuperar su capacidad de
hablar, Zacarías entona un cántico majestuoso que rezuma el gozo de la salvación
que Dios trae a su pueblo.
El clímax de
este benedictus lo encontramos en los versículos 76 a 79 donde el lenguaje se
hace claramente profético y Zacarías, lleno del Espíritu Santo, enumera las
grandes bendiciones que Jesús iba a traer al mundo. Cuatro grandes «regalos»
introducidos por la conjunción para:
Salvación: «para
dar a su pueblo conocimiento de salvación» (Lc. 1:77)
Es el primer y
más importante aspecto de la Navidad. Constituye la esencia de la venida de
Jesús al mundo y es el eje alrededor del cual giran las otras tres bendiciones,
consecuencia de esta salvación. Para comprender el significado de la Navidad
hay que entender qué significa esta salvación que Jesús iba a traer al mundo.
Posiblemente
Zacarías, como buen judío, pensaba en una salvación social, patriótica, la
liberación de los enemigos de su pueblo, el final de una etapa de esclavitud
con los males e injusticias que ello acarreaba. Es el concepto humano de
salvación que muchas personas tienen también hoy. Hacen una lectura humanista
de la Navidad donde Jesús es recordado, sí, pero sólo como un ejemplo a seguir,
un modelo de compromiso social; para ellos la salvación consiste en erradicar
los grandes males que nos afligen: hambre, pobreza, injusticia social, etc.
Sin embargo, la salvación
de Jesús era mucho más profunda que una liberación social: era una liberación
personal antes que colectiva, tenía un sentido moral antes que humanista,
buscaba cambiar el corazón antes que cambiar el mundo. La esencia de la
encarnación de Jesús no fue mostrarnos el camino a una sociedad más justa, la
manera cómo hacer de este mundo un lugar mejor para vivir. Todo esto, como
veremos después, es la consecuencia pero no la finalidad de la salvación. No es
posible erradicar los males de la sociedad si antes no eliminamos la suciedad
de nuestro corazón. Como el Señor Jesús mismo señaló, el problema del hombre
-lo que le contamina- no está en su entorno, sino dentro de su corazón (Mr.
7:18-20). El Evangelio es un poderoso mensaje de transformación social, pero
solo en la medida en que antes nos transforma a cada uno de nosotros. No
podemos transformar si antes no somos transformados.
Este carácter
primariamente personal e íntimo de la salvación nos viene indicado por la
palabra conocimiento. Zacarías habla de «conocimiento de salvación». Para los
hebreos, conocer no era tanto estar informado, saber -un conocimiento puramente
cognitivo o mental-, sino experimentar; es un conocimiento vivencial que
requiere apropiación, hacerlo mío. Así es exactamente con el «conocimiento de
salvación»: requiere conocer a Jesús de forma personal. Es un encuentro con
profundas implicaciones existenciales. Va a afectar mi vida en tres aspectos
que constituyen las otras grandes bendiciones de la Navidad mencionadas en el
cántico.
Perdón: «para el
perdón de sus pecados»
El primer paso
para conocer -apropiarse de– la salvación está en el perdón de pecados. Difícil
paso en un mundo donde todo está permitido y el concepto mismo de pecado es
ridiculizado como algo obsoleto. Vivimos en una sociedad con la conciencia cada
vez más cauterizada: hoy nada es pecado. Incluso conductas claramente
reprobables se explican y justifican por condicionantes sociales -»el ambiente
me llevó a ello»-, genéticos o psicológicos. ¡Se habla incluso del gen del
adulterio o de la infidelidad! Esta racionalización del pecado no es, sin
embargo, un fenómeno moderno: El pueblo de Israel ya era experto en tal
conducta de tal modo que Dios tiene que advertirle: «He aquí yo entraré en
juicio contigo porque dijiste: No he pecado» (Jer. 2:35)
En este ambiente
de anestesia moral conviene recordar que el pecado principal del ser humano no
está tanto en el mal que le causa al prójimo, sino en el bien que no le hace a
Dios (glorificarle, darle gracias, reconocerle). No son nuestros actos de
ofensa al prójimo sino nuestras actitudes de omisión hacia Dios lo que origina
el catálogo de faltas y pecados tal como nos enseña Romanos 1:18-32. La
patología moral de nuestro carácter -el egoísmo, la vanidad, el orgullo, la
agresividad, la envidia, etc.- nacen de nuestro alejamiento de Dios. De ahí la
necesidad de la Navidad: Jesús abre el camino para acercarse de nuevo al Padre.
El perdón no conlleva sólo la remisión de una culpa, sino el restablecimiento
de una relación, una relación rota que es restaurada. El mensaje del Evangelio
y de la Navidad es el mensaje de la reconciliación del hijo pródigo que vuelve
a la casa de su padre después de vivir su vida. Este reencuentro es fuente
inefable de alegría y de paz.
Luz: «para que
brille su luz...» (Lc. 1:78)
El conocimiento
de salvación implica también experimentar -apropiarse de- la luz de Cristo. Es
el tercer gran regalo de la Navidad. Con su salvación, Jesús trae no sólo
liberación del pecado -el perdón- sino luz, un sentido y una perspectiva nueva
ante la vida. Como diría más tarde el apóstol Pablo, «las cosas viejas pasaron,
he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). La salvación de Jesús nos abre
la ventana a un paisaje distinto que nos ilumina y, a la vez, hace de nosotros
«luz del mundo». ¡Gran privilegio y gran responsabilidad! En realidad, Jesús no
sólo nos trae luz, sino que él mismo es la luz del mundo como tan bellamente
expone Juan en el prologo de su Evangelio: «El Verbo era la luz verdadera que
alumbra a todo hombre...» (Jn. 1:9)
El cántico es
muy enfático al afirmar que esta luz va dirigida a los que «están sentados en
tinieblas y en sombra de muerte» (Lc. 1:79). Son las tinieblas de una vida
vacía, vidas rotas, hundidas en la frustración y la desesperanza, vidas golpeadas
por el dolor y el sufrimiento; o vidas llenas de actividad, pero vacuas de
sentido, que son como «cisternas rotas que no retienen el agua» (Jer. 2:13). La
luz de Cristo es el faro potente que ilumina no sólo con su mensaje de
liberación y esperanza, sino con su misma presencia a nuestro lado, el
Emmanuel, el Dios encarnado que ha prometido estar con nosotros «todos los días
hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Es la luz que irradia «vida abundante»
como prometió el Señor mismo (Jn. 10:10).
Paz: «para encaminar
nuestros pies por caminos de paz» (Lc. 1:79)
La última
consecuencia de la salvación es la paz. La paz es inseparable del perdón y es
la consecuencia natural de una vida llena de luz. Son interdependientes como
los eslabones de una cadena. Ahí tenemos todos los ingredientes que le dan a la
Navidad su sentido más pleno, el que proféticamente cantó Zacarías. No se
trata, en primer lugar, de la paz entre los hombres, la ausencia de guerras y
conflictos, algo así como un alto el fuego universal. Ante todo es paz con
Dios, la paz que proviene del perdón divino: «Justificados pues por la fe
tenemos paz para con Dios» (Ro. 5:1). La restauración de la relación con el
Creador lleva a la paz con uno mismo y a buscar la paz con los demás. No
podemos invertir el orden: la paz en nuestras relaciones sólo será posible si
estamos en paz con nosotros mismos y ello sólo es posible cuando estamos en paz
con Dios.
Necesitamos
recordar que la paz de Jesús -»mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn. 14:27)- no
consiste en la ausencia de problemas sino en la capacitación divina para
afrontar y superar estos problemas. Por ello Jesús les aclara a sus discípulos:
«yo no os la doy como el mundo la da». Poco después les recuerda que en Cristo
tenemos la victoria porque él ha vencido al mundo y ahí radica la fuente de
nuestra paz más profunda: «Estas cosas os he hablado para que tengáis paz en
mí. En el mundo tendréis aflicción, pero no temáis, yo he vencido al mundo». La
paz del creyente no es la ausencia de aflicción, sino la presencia de Cristo en
medio de esta aflicción.
Todas estas
bendiciones -el gran regalo de la Navidad- nos llegan «por medio de la
entrañables misericordias de nuestro Dios, por las cuales nos visitó un
amanecer del sol desde lo alto» (Lc. 1:78). Sí, la Navidad es un grandioso
cántico de salvación, la salvación que viene de conocer a Jesús de forma
personal y que nos proporciona perdón, luz y paz. ¿No es éste el mejor regalo de Navidad para nuestro mundo doliente?