RENOVADOS POR LA CONVERSIÓN
Pbro. Angel Yván Rodríguez P
La vida cristiana como constante conversión
El crecimiento en nuestra espiritualidad; entre sus contenidos y objetivos principales, nos hace siempre un o llamada a
la revisión de nuestra conversión permanente. Pero es preciso que
redescubramos, para los hombres y mujeres de hoy, qué se encierra en esta
palabra -conversión-, tan mal llevada y mal traída tanta veces, y
que, sin embargo, es fundamental para entender y vivir la vida cristiana y su
espiritualidad.
Jesús comienza su predicación en Galilea, anunciando
el Reino y llamando a la conversión. Y, en ambas cosas, se encierra la Buena
Noticia: aceptar que el Reino ha llegado y que se precisa la conversión para
entrar en él (Mc 1,14-15).
La vida cristiana es una llamada constante a la
conversión. Nadie se convierte de una vez para siempre. Antes bien, somos conversos,
es decir, en camino constante hacia Cristo, que nos llama siempre a algo mejor,
a una gracia nueva. Por eso, dice san Pablo: desde el punto al que hayamos
llegado, sigamos adelante (Fil 3,7-21).
Cada gracia aceptada nos abre el espacio de otra
gracia mayor. La santidad de la vida cristiana consiste en colaborar con la
gracia recibida; es decir, reconocer y agradecer cada una de las gracias que se
me otorgan, cuidando mucho de no desperdiciar tan grandes tesoros.
Toda gracia teologal es algo de la Vida Divina que
Dios comparte conmigo. Es por esto por lo que afirmamos de entrada que la
conversión es don y tarea. Algo que Dios hace en mí y que yo hago con Él. Lo
más hermoso de la gracia de conversión es que abre ante mí un camino en el que
ya nunca me encontraré solo. Siempre Él conmigo, Siempre yo con Él. Pero la iniciativa,
la fuente, está siempre en Él. ¡Es Él mismo!
La conversión como gracia siempre nueva
Sólo, pues, aceptando, colaborando, con la
gracia de la conversión, podemos llegar a un encuentro personal, vivo y
vivificador, con la persona de Cristo. Hablamos de la conversión como de una
gracia siempre nueva. ¿En qué sentido? Nueva, porque la gracia de Dios nunca
puede ser vieja, es decir, gastada, anticuada, pasada, sin fuerza ni belleza.
Es una gracia más que suficiente, en toda su pujanza, para ayudarnos a alcanzar
las metas mismas que nos señala: nuestra identificación con Cristo. Nueva, porque
siempre responde al momento nuevo, actual, crucial, por el que estamos pasando;
es decir, porque responde a lo que hoy soy, a lo que me está sucediendo aquí y
ahora, a lo que en este preciso momento necesito para ser fiel a mí mismo y a
mi misión en la vida. Se trata, por tanto, de aquella gracia que me enseña a
vivir en el momento presente. Y, nueva, también, porque se me otorga para que
llegue a ser una criatura nueva.
En
sentido evangélico, ser una criatura nueva significa no dejarse llevar por los criterios
y actitudes de este mundo "viejo", este mundo que pasa; sino tener
como propios los valores permanentes que el Espíritu nos depara. Se trata de
ese nuevo nacimiento del que habla Jesús a Nicodemo (Jn 3,1-8). Dejarse, pues,
guiar por el Espíritu de Libertad, que no sabemos de dónde viene ni a dónde
va, pero sí sabemos que es el Espíritu del Señor Jesús, el Espíritu del Resucitado,
y por tanto, el Espíritu de la Vida, de la Verdad y el Amor. El Espíritu que
nos enseña a vivir según Dios.
El que acepta la gracia de la conversión,
tiene dentro de sí el Dulce Huésped del alma, fuente permanente de aliento y de
renovación en todos los auténticos valores de la existencia humana.