martes, 18 de marzo de 2014



SAN JOSE, PATRONO DE LA BUENA MUERTE

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 

            El acontecimiento de la muerte de San José es uno de los episodios más silenciosos de su vida: no sabemos en qué momento preciso tuvo lugar.

            Cuando Jesús tenía doce años es la última vez que aparece en  vida en los Evangelios. También parece cierto que debió morir antes de que Jesús comenzara su ministerio público. Al volver Jesús a Nazaret para predicar, la gente preguntaba: ¿pero no es ese el hijo de María? (Mc.6, 3). De ordinario no se hacía referencia directa de los hijos de la madre, sino cuando había muerto el cabeza de familia. Cuando es invitada María a las bodas de Caná, al comienzo de la vida pública, no se nombra a José. Tampoco se menciona a lo largo de la vida pública del Señor. Sin embargo, los habitantes de Nazaret llaman en cierta ocasión a Jesús el hijo del carpintero, lo que parece incidir que no había pasado mucho tiempo desde su muerte, pues aquellos todavía le recordaban.

            José no está junto a la cruz cuando Jesús estaba a punto de expirar. Si hubiera vivido aún, Jesús no habría confiado el cuidado de su Madre al Apóstol san Juan.

            Los autores están de acuerdo en admitir que la muerte de San José tuvo lugar poco tiempo antes del ministerio público de Jesús.

            No pudo tener San José una muerte más apacible, rodeado de Jesús y María, que le atendían piadosamente. Jesús le confortaría con palabras de vida eterna. María con los cuidados y atenciones que se tienen con un enfermo a quien se le quiere de verdad.

            La piedad filial de Jesús le acogió en su agonía. Le diría que la separación sería corta y que pronto se volverían a ver. Le hablaría del convite celestial al que iba a ser invitado por el Padre eterno. “Siervo bueno y fiel, la jornada ha terminado para ti. Vas ha entrar en la casa celestial para recibir tu salario. Porque tuve hambre y me diste de comer. No tenía morada y me recibiste”.

            Es lógico que San José haya sido proclamado Patrono de la buena muerte, pues nadie ha tenido una muerte más apacible y serena, asistido por Jesús y María. A él acudiremos cuando ayudemos a otros en sus últimos momentos. A él pediremos ayuda cuando vayamos a la casa del Padre. Él nos llevará de la mano ante Jesús y María.

 

martes, 4 de marzo de 2014




AL INICIAR LA CUARESMA

¿HACEMOS BALANCE? ¿LO INTENTAMOS?

 

 Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda
 
 

Comenzamos hoy este tiempo que, con los soportes de la oración, la limosna o el ayuno, nos trasladará a la alegría de la Pascua. Conscientes de que en muchas ocasiones vivimos alejados de Dios, (somos como el polvo que se derrama hoy en nuestras cabezas; volátil y a veces invisibles) queremos recuperar la fuerza de nuestro creer y, sobre todo, asentar nuestra existencia en Cristo y con Cristo.

Hoy al recibir la ceniza nos van a decir: “conviértete y cree en el Evangelio”. Conviértete al amor y cree en esa doctrina de amor que Jesús nos enseñó y el Padre refrenda.

--Vamos a reencaminar nuestras vidas por el camino de la exigencia, austeridad, recortar gastos inútiles. Pero con un fin: podemos ayudar más a los demás.

--Vamos a recortar nuestro tiempo para tener más tiempo a los demás.

--Vamos a dar y darnos: dar cariño, alegría, oídos, compasión, compañía, ayuda económica al que la necesita.

            Intentemos en el tiempo de cuaresma hacer el siguiente balance o al menos intentarlo:

 

1.- En nuestra vida de oración:

 

Desgraciadamente la cuaresma en la vida de muchos católicos ha perdido el “oremus”. Mucha fuerza en el carnaval y tal vez ninguna ruptura o contraste al día siguiente. ¿Seremos capaces de romper con el ruido que nos aturde? ¿Daremos el paso del disfraz de la mentira o de la incoherencia al traje de la verdad y de la sinceridad? ¿Ofreceremos algún tipo de sacrificio (vigilia solidaria, abstinencia o caridad) por aquellos más desfavorecidos de nuestra sociedad?

La Cuaresma es esa escalera que nos posibilita llegar con aires nuevos a la Pascua. Es esa herramienta que nos convierte en amigos más auténticos de Jesús. Es ese tiempo donde la Palabra de Dios ha de sonar con especial intensidad, diariamente y como pauta de nuestra conducta. ¿Somos cristianos de Palabra o sólo hombres de palabrería? ¿Atentos a la voluntad de Dios o pendientes del cuchicheo mundano?

 

2.´Control de nuestro pulso espiritual:

 

Toda empresa, al final de año, hace un balance de su movimiento económico. También nosotros, como seguidores de Jesús, en este tiempo cuaresmal tenemos una gran oportunidad de controlar nuestro pulso espiritual. De revisar nuestra pertenencia a la Iglesia. De mirarnos hacia dentro y sacar conclusiones prácticas:

-Aunque me parezca estar en el camino de Dios, puede que sólo me encuentre en el mío.

-Aunque me sienta seguro de mí mismo, puede que esté más débil que nunca

-Aunque crea que es imposible mudar de ciertos aspectos que no me gustan de mi persona, con la ayuda de Dios y mirando a la cruz, puedo conseguirlo

-Aunque crea que comparto algo o mucho de lo que tengo, alguien reclama mi ayuda, mi atención, mi mano para seguir adelante. Nunca es suficiente.

-Aunque aparentemente parezca buen cristiano, el Evangelio, me recuerda que existe mucha distancia entre lo que oigo y hago.

 

3.- Nuestra confianza en Dios:

 

            Reafirmemos en estos 40 días nuestra confianza en Dios. No nos dejemos seducir ni engañar por cantos de sirena. Ni la Iglesia es tan mediocre como algunos la venden o la presentan, ni tan santa como Cristo y nosotros mismos quisiéramos. Que sea un tiempo que nos empuje y nos lance, sin temor ni temblor, a conocer más todavía a ese Cristo que en la cruz fue exponente en tono mayor del inmenso amor que Dios nos tiene. Que sea un paso adelante en la vivencia y conocimiento de nuestra fe. Recientemente el Papa Francisco nos recordaba que “aquí nadie se salva sólo; Cristo no ha venido para enseñarnos buenos modales sino para salvarnos.” Que eso, la salvación que Cristo nos propone, sea precisamente el fruto de esta Santa Cuaresma. ¿Siente necesidad el mundo que nos rodea de la salvación? ¿No vivimos mejor –según algunos- perdidos en un horizonte incierto, sin valores, sin Dios y sin más referencia que el propio hombre?

 

4.- Vivir la cuaresma con Espíritu peregrinante:

 

Vivamos la Santa Cuaresma. Agarremos cada uno de nosotros nuestra propia cruz y, en uno de sus maderos, vayamos escribiendo nuestras conquistas personales (menos televisión, menos internet, menos vida fácil, menos vicio….) y en el otro que sea Dios quien con su Palabra, la Eucaristía de cada día, la limosna, la oración y la contemplación nos recuerde que, nuestra vida, está llamada a ser rescatada por su presencia radical y cruenta en la cruz. ¡Adelante! ¡La Pascua nos aguarda!

 

5. Sacramento de la Reconciliación  Alegría cristiana:

 

 Exigencia de conversión y de reconciliación. Las dos cosas se nos reclaman para nuestra inmediata preparación y celebración de la Pascua de este año y para la salvación eterna. Se nos pide hacerlo modestamente. No se trata de acudir a campañas, carteles, ni festivales que lo promuevan. Es una labor artesanal que cada uno debe llevar a cabo dentro de sí mismo. Acudiendo con frecuencia y conciencia al Sacramento de la Reconciliación. Y además con alegría, nada de caras agrias. Nuestra actualidad nos pide a los cristianos más que la autenticidad de nuestra Fe, el testimonio de que los que la tenemos somos felices. En un mundo que sufre la epidemia del desencanto, la carencia de esperanza y la visión borrosa de un futuro que no le entusiasma, el cristiano debe contagiar su alegría. Estando dispuestos en todo momento a afirmar que es consecuencia de nuestra Fe.

La simpatía tal vez no podamos tenerla todos, además de en este caso ser virtud, se sustenta sobre un don natural que no todos poseemos. Es suficiente con la amabilidad, con la buena educación, con la gentileza. Desde esta realidad hay que rellenar la vida de generosidad.

 

6. Sentido de gratitud en el diario vivir:

 Cada noche, antes de dormir, debemos descubrir y agradecer el bien que Dios nos ha hecho durante la jornada y examinarnos luego de las buenas obras que con los que nos hemos relacionado y practicado nosotros, como respuesta a la bondad del Señor. Nobleza obliga, decimos y es lo que toca, si queremos ser coherentes.

lunes, 3 de marzo de 2014



DARLE ROSTO ENCARNADO A LA CUARESMA:

AMAR A CRISTO EN EL HERMANO

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda

 


Para el creyente, el cuidado del hermano y del prójimo surge del amor a su Señor y Salvador. Si él ha hecho tanto por mí, ¿Qué no haré yo por él?

 Esta fue la experiencia del conde Von Zinzendorf cuando contemplaba un cuadro de la crucifixión. En la parte inferior del cuadro, un escrito interpelaba al espectador: «Esto hice yo por ti, ¿qué has hecho tú por mí?». Von Zinzendorf se sintió tan desafiado por este reto que le llevó a una transformación espiritual de consecuencias históricas: Se convirtió en el fundador de los Hermanos Moravos, uno de los movimientos misioneros más destacados del siglo XVIII.

Ya Pablo decía con gran fuerza: «El amor de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14). Su ejemplo es el móvil que nos impele en la preocupación por el hermano. La exhortación de Gálatas 6:2 precisamente apela a esta realidad: «Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo». La palabra «ley» aquí no significa tanto precepto como modelo. Se refiere al espíritu, el talante, la forma de ser de Cristo, quien «ungido con el Espíritu santo y con poder, anduvo haciendo bienes y sanando a todos...» (Hch. 10:38). Los cristianos deberíamos cambiar el refrán de «haz bien y no mires a quién» por «haz bien y mira a Cristo». Al hacer el bien, ten la mirada puesta en aquel que dio su vida por ti. Esta visión cristocéntrica nos librará, de paso, de las decepciones causadas por la ingratitud. A veces, el hermano por el que más te has preocupado es tan desagradecido como aquellos leprosos sanados por Jesús: de diez, solo uno volvió para dar las gracias. ¡Qué reconfortante el pasaje de Mateo 25:31-46: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis». Cristo está presente en mi hermano, está ahí, en su alma, de tal manera que cuidar de mi hermano es como cuidar de Cristo mismo. ¡Insondable misterio, pero precioso privilegio!

Ahora bien, lo singular de la vida cristiana es que el amor de Cristo nos estimula no solo por vía de ejemplo -alguien a imitar-, sino que nos da su amor real, vivo, a través de su Espíritu en nosotros. Esta realidad no la encontramos en ninguna otra religión. Gandhi es un ejemplo para muchos. Su memoria histórica estimula, pero nada más. El cristiano, en su servicio a los demás, tiene dos grandes herramientas: el ejemplo extraordinario de Cristo y su propio amor que me es transmitido por la acción del Espíritu Santo.

Así pues, la gran diferencia entre un humanista y el seguidor de Cristo radica precisamente en la motivación: Al cristiano no le mueve, en primer lugar, mejorar la sociedad, sino amar a su Señor y, en consecuencia, a su prójimo. Por supuesto que el cristiano quiere un mundo mejor, más justo, más solidario, pero ésta no es la meta, es el resultado, el efecto final de un compromiso perfectamente resumido por Jesús mismo: «amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo».

Quien Ama a Cristo, Ama a su Iglesia
 

El amor a Cristo, si es genuino, lleva de forma natural a amar a la Iglesia. El discípulo no puede decir que ama a Cristo si no ama a sus hermanos que forman el cuerpo de Cristo. El compromiso con Dios implica compromiso con el pueblo de Dios. Esta segunda motivación es, por tanto, consecuencia de la anterior. De tal manera que nuestro lema-resumen en el cuidado de mis hermanos debería ser: por amor a Cristo y para edificación de la Iglesia.

Observemos con detalle el texto de Gálatas. Su traducción literal sería: «De los otros, sobrellevad las cargas». Pablo pone el genitivo «de los otros» al comienzo de la frase para marcar un énfasis. Con esta construcción gramatical, el Apóstol nos quiere recordar un principio importante: la vida cristiana no es un asunto de «Dios y yo solos»; el cristiano solitario es incompatible con la enseñanza del Nuevo Testamento. Por supuesto que la fe tiene una dimensión íntima, personal, que debe ser respetada. Pero la fe cristiana va mucho más allá de lo privado: tiene unas implicaciones comunitarias inevitables. Nos guste o no, al nacer de nuevo -la conversión- entramos a formar parte de una familia en la que -como sucede en toda familia- no nos es dado escoger a nuestros hermanos. ¡No conozco a nadie que haya tenido la oportunidad de escoger a sus hermanos de sangre!

La enseñanza bíblica es clara: somos un cuerpo y nos pertenecemos los unos a los otros: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular... Que los miembros se preocupen los unos por los otros... De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un hermano recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Co. 12:25-27).

No es una opción, sino una obligación

El texto de Gálatas usa el modo imperativo: «sobrellevad». Es un mandamiento, no una opción voluntaria. Pero a todo creyente, sin excepción, se le exhorta a preocuparse por los otros miembros del cuerpo. Este es, en esencia, el principio evangélico del sacerdocio universal. El cuidado pastoral no es una tarea reservada para unos pocos miembros especializados, sino el privilegio y el deber de cada creyente. ¡Qué contraste con otras religiones tan de moda hoy! Su énfasis en el beneficio exclusivamente personal las sitúa a años luz de la pastoral y la ética del Nuevo Testamento. El budismo, por ejemplo, desconoce por completo esta dimensión de cuerpo, y su único énfasis comunitario se refiere a la fusión del yo personal en un todo cósmico después de la muerte.

Nuestro celo en la práctica de este mandamiento -cuidar del hermano- no debe apagarse por las «manchas y arrugas» de nuestras comunidades o de nuestros hermanos. La iglesia no es una comunidad de justos donde escasea el pecado, sino una comunidad de pecadores donde abunda la gracia. Esta debe ser nuestra visión. Así, nuestras expectativas serán realistas y evitaremos caer en el desánimo al descubrir que la perfección solo la alcanzaremos en el cielo. Mientras tanto, todos estamos en la «tintorería», siendo «lavados» -transformados- por el Espíritu Santo en el proceso de la santificación. Si alguien va a la iglesia esperando ver solo ropas blancas, encontrarla acabada ya de lavar, no ha entendido ni la naturaleza de la Iglesia, como realidad humana y divina,  ni el proceso de transformación que se está realizando desde el nuevo nacimiento, a través de la conversión continua de muchos de nuestros hermanos.