viernes, 13 de diciembre de 2013




La Navidad, un cántico de salvación

 Pbro.Angel Yvan Rodríguez Pineda 
 
 Nada mejor para celebrar la Navidad con un espíritu verdaderamente cristiano que acudir al testimonio de los que vivieron de cerca el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús. En este sentido, el himno de Zacarías (Lc. 1:67-80) es no sólo una de las profecías más hermosas del Nuevo Testamento, sino también una síntesis formidable del auténtico sentido de la Navidad. Tras recuperar su capacidad de hablar, Zacarías entona un cántico majestuoso que rezuma el gozo de la salvación que Dios trae a su pueblo.

El clímax de este benedictus lo encontramos en los versículos 76 a 79 donde el lenguaje se hace claramente profético y Zacarías, lleno del Espíritu Santo, enumera las grandes bendiciones que Jesús iba a traer al mundo. Cuatro grandes «regalos» introducidos por la conjunción para:

Salvación: «para dar a su pueblo conocimiento de salvación» (Lc. 1:77)

Es el primer y más importante aspecto de la Navidad. Constituye la esencia de la venida de Jesús al mundo y es el eje alrededor del cual giran las otras tres bendiciones, consecuencia de esta salvación. Para comprender el significado de la Navidad hay que entender qué significa esta salvación que Jesús iba a traer al mundo.

Posiblemente Zacarías, como buen judío, pensaba en una salvación social, patriótica, la liberación de los enemigos de su pueblo, el final de una etapa de esclavitud con los males e injusticias que ello acarreaba. Es el concepto humano de salvación que muchas personas tienen también hoy. Hacen una lectura humanista de la Navidad donde Jesús es recordado, sí, pero sólo como un ejemplo a seguir, un modelo de compromiso social; para ellos la salvación consiste en erradicar los grandes males que nos afligen: hambre, pobreza, injusticia social, etc.

Sin embargo, la salvación de Jesús era mucho más profunda que una liberación social: era una liberación personal antes que colectiva, tenía un sentido moral antes que humanista, buscaba cambiar el corazón antes que cambiar el mundo. La esencia de la encarnación de Jesús no fue mostrarnos el camino a una sociedad más justa, la manera cómo hacer de este mundo un lugar mejor para vivir. Todo esto, como veremos después, es la consecuencia pero no la finalidad de la salvación. No es posible erradicar los males de la sociedad si antes no eliminamos la suciedad de nuestro corazón. Como el Señor Jesús mismo señaló, el problema del hombre -lo que le contamina- no está en su entorno, sino dentro de su corazón (Mr. 7:18-20). El Evangelio es un poderoso mensaje de transformación social, pero solo en la medida en que antes nos transforma a cada uno de nosotros. No podemos transformar si antes no somos transformados.

Este carácter primariamente personal e íntimo de la salvación nos viene indicado por la palabra conocimiento. Zacarías habla de «conocimiento de salvación». Para los hebreos, conocer no era tanto estar informado, saber -un conocimiento puramente cognitivo o mental-, sino experimentar; es un conocimiento vivencial que requiere apropiación, hacerlo mío. Así es exactamente con el «conocimiento de salvación»: requiere conocer a Jesús de forma personal. Es un encuentro con profundas implicaciones existenciales. Va a afectar mi vida en tres aspectos que constituyen las otras grandes bendiciones de la Navidad mencionadas en el cántico.

Perdón: «para el perdón de sus pecados»

El primer paso para conocer -apropiarse de– la salvación está en el perdón de pecados. Difícil paso en un mundo donde todo está permitido y el concepto mismo de pecado es ridiculizado como algo obsoleto. Vivimos en una sociedad con la conciencia cada vez más cauterizada: hoy nada es pecado. Incluso conductas claramente reprobables se explican y justifican por condicionantes sociales -»el ambiente me llevó a ello»-, genéticos o psicológicos. ¡Se habla incluso del gen del adulterio o de la infidelidad! Esta racionalización del pecado no es, sin embargo, un fenómeno moderno: El pueblo de Israel ya era experto en tal conducta de tal modo que Dios tiene que advertirle: «He aquí yo entraré en juicio contigo porque dijiste: No he pecado» (Jer. 2:35)

 

En este ambiente de anestesia moral conviene recordar que el pecado principal del ser humano no está tanto en el mal que le causa al prójimo, sino en el bien que no le hace a Dios (glorificarle, darle gracias, reconocerle). No son nuestros actos de ofensa al prójimo sino nuestras actitudes de omisión hacia Dios lo que origina el catálogo de faltas y pecados tal como nos enseña Romanos 1:18-32. La patología moral de nuestro carácter -el egoísmo, la vanidad, el orgullo, la agresividad, la envidia, etc.- nacen de nuestro alejamiento de Dios. De ahí la necesidad de la Navidad: Jesús abre el camino para acercarse de nuevo al Padre. El perdón no conlleva sólo la remisión de una culpa, sino el restablecimiento de una relación, una relación rota que es restaurada. El mensaje del Evangelio y de la Navidad es el mensaje de la reconciliación del hijo pródigo que vuelve a la casa de su padre después de vivir su vida. Este reencuentro es fuente inefable de alegría y de paz.

Luz: «para que brille su luz...» (Lc. 1:78)

El conocimiento de salvación implica también experimentar -apropiarse de- la luz de Cristo. Es el tercer gran regalo de la Navidad. Con su salvación, Jesús trae no sólo liberación del pecado -el perdón- sino luz, un sentido y una perspectiva nueva ante la vida. Como diría más tarde el apóstol Pablo, «las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). La salvación de Jesús nos abre la ventana a un paisaje distinto que nos ilumina y, a la vez, hace de nosotros «luz del mundo». ¡Gran privilegio y gran responsabilidad! En realidad, Jesús no sólo nos trae luz, sino que él mismo es la luz del mundo como tan bellamente expone Juan en el prologo de su Evangelio: «El Verbo era la luz verdadera que alumbra a todo hombre...» (Jn. 1:9)

El cántico es muy enfático al afirmar que esta luz va dirigida a los que «están sentados en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc. 1:79). Son las tinieblas de una vida vacía, vidas rotas, hundidas en la frustración y la desesperanza, vidas golpeadas por el dolor y el sufrimiento; o vidas llenas de actividad, pero vacuas de sentido, que son como «cisternas rotas que no retienen el agua» (Jer. 2:13). La luz de Cristo es el faro potente que ilumina no sólo con su mensaje de liberación y esperanza, sino con su misma presencia a nuestro lado, el Emmanuel, el Dios encarnado que ha prometido estar con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Es la luz que irradia «vida abundante» como prometió el Señor mismo (Jn. 10:10).

Paz: «para encaminar nuestros pies por caminos de paz» (Lc. 1:79)

La última consecuencia de la salvación es la paz. La paz es inseparable del perdón y es la consecuencia natural de una vida llena de luz. Son interdependientes como los eslabones de una cadena. Ahí tenemos todos los ingredientes que le dan a la Navidad su sentido más pleno, el que proféticamente cantó Zacarías. No se trata, en primer lugar, de la paz entre los hombres, la ausencia de guerras y conflictos, algo así como un alto el fuego universal. Ante todo es paz con Dios, la paz que proviene del perdón divino: «Justificados pues por la fe tenemos paz para con Dios» (Ro. 5:1). La restauración de la relación con el Creador lleva a la paz con uno mismo y a buscar la paz con los demás. No podemos invertir el orden: la paz en nuestras relaciones sólo será posible si estamos en paz con nosotros mismos y ello sólo es posible cuando estamos en paz con Dios.

Necesitamos recordar que la paz de Jesús -»mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn. 14:27)- no consiste en la ausencia de problemas sino en la capacitación divina para afrontar y superar estos problemas. Por ello Jesús les aclara a sus discípulos: «yo no os la doy como el mundo la da». Poco después les recuerda que en Cristo tenemos la victoria porque él ha vencido al mundo y ahí radica la fuente de nuestra paz más profunda: «Estas cosas os he hablado para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis aflicción, pero no temáis, yo he vencido al mundo». La paz del creyente no es la ausencia de aflicción, sino la presencia de Cristo en medio de esta aflicción.

Todas estas bendiciones -el gran regalo de la Navidad- nos llegan «por medio de la entrañables misericordias de nuestro Dios, por las cuales nos visitó un amanecer del sol desde lo alto» (Lc. 1:78). Sí, la Navidad es un grandioso cántico de salvación, la salvación que viene de conocer a Jesús de forma personal y que nos proporciona perdón, luz y paz. ¿No es éste el mejor regalo  de Navidad para nuestro mundo doliente?

lunes, 9 de diciembre de 2013




Desfile de Navidad
PERSONAJES BÍBLICOS QUE NOS AYUDAN A LA VENIDA DEL MESÍAS



Pbro. Angel Yván Rodriguez Pineda








El curso implacable del tiempo nos sitúa una vez más ante el magno acontecimiento del nacimiento de Jesús. ¿Qué decir sobre el mismo que no se haya dicho ya? Renunciando a todo intento de originalidad por nuestra parte, nos limitamos a convocar a seis personajes, los más destacados por su protagonismo en la encarnación del Hijo de Dios. Los situaremos imaginariamente en un escenario virtual. Con tal carácter vendrán a ser representantes de todo el pueblo cristiano en una marcha todavía inacabada. En él estamos llamados a participar nosotros hoy, haciendo nuestra la bendición que entraña el advenimiento de Cristo al mundo. Las seis figuras bíblicas que «desfilan» en los primeros capítulos de los Evangelios de Mateo y Lucas, en experiencia singular, destacan la gloria incomparable del Hijo de Dios que asume naturaleza humana. Y cada uno de ellos muestra una faceta radiante de la experiencia cristiana.
Zacarías: El sacerdote-profeta anunciador de la salvación mesiánica (Lc. 1:67-79)
El sacerdote Zacarías había sido favorecido con el anuncio milagroso de su hijo Juan (el Bautista), quien sería precursor del Mesías. Por revelación divina, entiende que el nacimiento de tal Mesías es el de un poderoso Salvador (Lc. 1:69). Este acontecimiento es el cumplimiento de lo prometido por Dios a los «padres» del antiguo Israel y confirmado mediante pacto (Lc. 1:72-74). La salvación que el Ungido divino traería al mundo no se limitaría a una liberación física de inveterados enemigos (Lc. 1:74). Lo más glorioso sería que «librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de él todos nuestros días». ¡Todo un sistema de vida acorde con los principios del Reino de Dios!
Y Zacarías resume su mensaje profético con palabras dignas de ser inscritas en una pancarta altamente significativa. El Cristo de Dios viene «para que brille su luz sobre los que están en tinieblas y en sombra de muerte». Zacarías explica lo esencial de su mensaje con palabas que revelan el contenido de la salvación: el perdón de los pecados (Lc. 1:77), «la santidad de vida y rectitud de conducta» (Lc. 1:75), luz para los que están en tinieblas. Y para nuestros pies, guía que nos conduzca por camino de paz» (Lc. 1:79).
Con razón el ángel declaró a los pastores de Belén: «Os doy noticias de gran gozo: os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, Cristo el Señor» (Lc. 2:11). ¿Podía haber motivo más justificado para regocijarse?

José, hijo de David: La fe supera a la razón (Mt. 1:18-25)

Para José no había lugar a dudas. La doncella con la que estaba desposado (María) había concebido y esperaba el nacimiento de un hijo. ¡Mayúsculo problema! La única explicación razonable era que María había tenido una relación ilícita con otro hombre. José, que respetaba y amaba a la virgen de Nazaret, no queriendo denunciarla -esta decisión la habría expuesto a muerte por lapidación-, «resolvió dejarla secretamente» (Mt. 1:19). Según toda lógica, no había disyuntiva a la decisión de José. Podemos imaginarnos la perplejidad, la angustia agónica de aquel justo varón. Pero Dios estaba obrando de modo sobrenatural: la concepción del niño alojado en el seno de María era fruto del Espíritu Santo (Mt. 1:20).
La experiencia de José nos enseña que la razón humana tiene unos límites. Quien no tiene límites es Dios, infinito en recursos para cumplir sus propósitos, lo entiendan los hombres o no-

María: «He aquí la sierva del Señor» (Lc. 1:38)

El incomparable cántico conocido como el Magnificat de María es una expresión de fe, gozo y sumisión a los propósitos divinos. Cuando el ángel acaba de afirmar que «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc. 1:37), María declara: «He aquí la sierva del Señor: hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lc. 1:38), frase que se completa con el texto del cántico: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador» (Lc. 1:47). El cántico es también una exaltación de la gracia soberana de Dios. Se ve María como un ser débil, insignificante, comparable en su condición a una esclava sobre la cual ha puesto Dios sus ojos con complacencia. (Lc. 1:48). El Dios que en su justicia «deshizo los planes de los orgullosos y derribó a los reyes de sus tronos» es «el que puso en alto a los humildes» (Lc. 1:51-53). María agradece lo que Dios le está concediendo, y se siente feliz; así lo expresa: «pues he aquí que desde ahora me tendrán por dichosa todas las generaciones» (Lc. 1:48). A sus propios ojos era muy poca cosa; pero se le concede el gran privilegio de ser la madre del Hijo de Dios.
En el Reino de Dios, todo lo concerniente a ensalzamiento por obra del Altísimo viene precedido del anonadamiento de quienes han de ser sus siervos. El que se ensalza a sí mismo carece de sabiduría espiritual; sólo el humilde es honrado por el Señor y encumbrado al privilegio insuperable de estar a su servicio. Esto con frecuencia implica renovada entrega y doloroso sacrificio, pero también entra en el plan divino. A María le fue dicho: «Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan y muchos se levanten. Será un signo de contradicción (...). Todo esto va a ser para ti como una espada que te atraviese el alma» (Lc. 2:34-35). La crucifixión del amadísismo Hijo revelaría lo acertado de aquella espada.
¡Cuántas lecciones admirables nos enseña María! Si queremos ser co-participes de su dicha, hemos de pagar el precio: humildad, fe, amor, abnegación, entrega; cueste lo que cueste.

Los pastores de Belén: Testigos maravillados de lo visto y oído (Lc. 2:8-20)
Plácidamente aquella noche habían estado guardando sus rebaños en las cercanías de Belén cuando súbitamente hizo su aparición el ángel del Señor que les comunicó el gran acontecimiento: el Salvador acababa de nacer. También habían visto la multitud de ángeles que habían alabado a Dios con la exclamacción que resonaría en el mundo entero a lo largo de los siglos: «¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!». Maravillados por la experiencia que acababan de vivir, deciden sin titubeos ir a Belén para comprobar la veracidad de lo que habían visto y oído los pastores. Éstos «regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc. 2:20). A partir de aquel momento, los pastores se convirtieron en testigos del «Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como la del unigénito del Padre» (Jn. 1:14).
Si algo necesita hoy la Iglesia cristiana es la presencia de testigos de Cristo. No tanto testigos de nuestras experiencias como de la obra que Cristo realizó para nuestra salvación. Infinitamente más importante que lo experimentado por los salvados es lo que hizo y dijo el Salvador.
La profetisa Ana: Evangelista infatigable (Lc. 2:36-38)
Es uno de los testigos a los que hemos aludido. El texto bíblico no nos da muchos detalles de lo que hizo, pero hay en ella facetas de su vida realmente aleccionadoras. Mujer viuda hondamente piadosa, a sus 84 años es un ejemplo admirable de perseverancia: «Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones» (Lc. 2:37). Ejemplo admirable.
No es difícil ver creyentes que en tiempos pasados de su vida cristiana fueron ejemplo notable de celo, dedicación, servicio abnegado, entusiasmo santo; pero con el paso de los años, quizás a causa de desengaños, de dudas no superadas o simplemente de fatiga física, han ido decayendo. Dichoso el creyente que, con Pablo, puede decir: «Nuestro hombre exterior se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día» (2 Co. 4:16).

Sin duda, el momento más luminoso en la vida de Ana es el vivido en el templo con motivo de la presentación del hijo de María, momento en que comenzo a dar gracias a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén (Lc. 2:38).
Hoy la celebración de la Navidad es una excelente ocasión para que todos los creyentes testifiquemos de Cristo dando a conocer su naturaleza divino-humana, su carácter, sus palabras pletóricas de sabiduría divina, sus obras de poder y bondad, su muerte expiatoria en la cruz para limpiarnos de todo pecado, su resurrección gloriosa, fundamento de nuestra esperanza eterna. Nadie a nuestro alrededor debería ignorar el significado de la Navidad. Todo ser humano debería enfrentarse seriamente con Jesucristo, con lo que Cristo ofrece y lo que demanda. En la decisión de seguirle radica la suprema dignificación de toda persona.
Simeón: El varón justo y devoto (Lc. 2:25-35)
Poco se sabe de este hombre aparte de lo que se indica en el texto de Lucas; pero la parvedad biográfica respecto a él en nada empaña su lustre espiritual. Tres son los rasgos principales que lo caracterizan: a) Era justo y piadoso, es decir, recto en su conducta ante los hombres y fervoroso en su relación con Dios. b) El Espíritu Santo estaba sobre él de modo especial. c) Vivía en la esperanza mesiánica que animaba a los fieles de Israel. Fue por particular revelación del Espíritu Santo que Simeón tuvo conocimiento de su privilegio: «no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc. 2:26). El anciano tiene la certidumbre de que ese momento precioso ha llegado. Por eso, cuando el niño en brazos de su madre es introducido en el templo para cumplir lo preceptuado en la ley mosaica, el anciano, con ternura y emoción inefable toma en sus brazos al niño para invocar sobre él la bendición divina. Este acontecimiento le inspira uno de los cánticos más bellos que se hallan en la Biblia. Conocido con el título de Nunc dimitis, está cargado de lirismo y emotividad: Simeón ha estado esperando la llegada del Mesías. Ahora el Mesías está ahí. Simeón ya puede morir en paz. Sus ojos han visto la salvación que Dios ha empezado a realizar (Lc. 2:29-32).
¡Dichoso el creyente que persevera hasta el fin en su fe y en su dedicación a Cristo! ¿Qué más bello que una vida consagrada al Salvador y una partida de este mundo «en paz»?

Reflexión final
Por la calzada de la revelación bíblica (el testimonio de dos evangelistas) hemos visto el «desfile de Navidad», es decir, la participación de hombres y mujeres temerosos de Dios que dejaron su huella de fe. A ellos debemos unirnos incorporándonos al «desfile» con gratitud y gozo en el corazón, un cántico en los labios y rectitud en nuestra conducta, proclamando la buena nueva de salvación a cuantos de algún modo estén cerca de nosotros, anunciando que «en el cumplimiento del tiempo Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para que redimiese a los que están bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Gá. 4:4-5).
Con esa disposición de ánimo, en nuestra celebración de la Navidad, digamos a los primeros protagonistas del desfile: «Con la ayuda de Dios, seguiremos con firmeza vuestras pisadas, camino marcado por vuestras huellas».
Gloria a Dios en las alturas

y en la tierra paz.