martes, 19 de febrero de 2013


  ENTREGA ACTIVA Y ABANDONO TRANQUILO

Pbro. Ángel Yván Rodríguez Pineda






 

          Solo una realidad debe espantarnos en nuestro camino de crecimiento interior: el alejarnos conscientemente del plan salvador de Dios.  Realidad que puede ser ocasionada por el incumplimiento de algún mandato de Dios o por no saber aceptar el desafío que supone todo lo que Dios espera de cada uno de sus hijos.

 
          Podemos describir la paradoja de la vida de todo cristiano católico como una realidad de guerra y de paz continuas; lucha y renuncia; acción y abandono amoroso; en este estado de ánimo existe siempre una inmensa paz; el dinamismo cristiano se puede equilibrar con una serenidad inaccesible, desde cualquier otro planteamiento.  En nuestra vida moral, todo depende de cada uno de nosotros; somos los árbitros plenamente responsables de nuestras acciones y obligaciones para con Dios, los hermanos y nosotros mismos.

           Cuando logramos entender, en nuestra entrega apostólica, la centralidad de las siguientes palabras del libro de los Hechos de los apóstoles: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17, 28), resurge en nosotros el sentido de quién y para quién se realiza nuestra entrega activa, la noción clara de lo que Dios ha designado para nosotros como trabajo de apostolado. Desde esta razón ineludible de nuestra acción, no existe nada enteramente fuera de Él. Dios que ha comenzado en nosotros su buena obra, utilizándonos  como instrumentos, siempre sabrá llevar a feliz término el bien iniciado. Él mismo, al llamarnos, nos capacita para la misión y la acción. Dios nunca será cruel: al designarnos a alguna obra apostólica, nos dará las capacidades necesarias para llevarla a plena realización.

 
          Un medio eficaz de mantenernos en vida de Gracia es nuestra participación activa en la vida sacramental. Son los sacramentos los que mantienen indudablemente la vida de Dios en el creyente, especialmente la Eucaristía frecuente, alimento proporcionado al espíritu y a la acción de cada católico. Sin embargo, no son solo los sacramentos los que tienen semejante eficacia; todo instante de la vida nos ofrece un tiempo para estar en comunión con el deseo salvador de Dios. Cada momento de nuestras vidas es una oportunidad irrepetible de experimentar nuestra cercanía a la experiencia de Jesús encarnado, la cual se encuentra escondida bajo las apariencias de nuevas y continuas circunstancias existenciales. Y, quien sabe descubrir esta oportunidad maravillosa de la manifestación de Dios, saca de cada ocasión un momento cercano a Él.

          Debemos luchar continuamente por el triunfo de Jesús en nuestras vidas; lo cual podremos alcanzar solo ejercitando nuestra capacidad de abandono a la acción de la Providencia, como un niño lo hace en brazos de su madre, con la certeza indefectible de que, siempre y en todas partes, terminaremos cumpliendo solamente su voluntad. La disposición al abandono no nos dispensa de las posibles dificultades, del sacrificio heroico, de la capacidad de renuncia, de la sicología de elección, porque es precisamente Dios quien desea y sostiene nuestra posibilidad de entrega y Él no escatimó sufrimientos ni a su hijo predilecto, pero lo acompañó hasta el último suspiro en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Cf. Lc 23, 46).

           El que vence ciertamente en la historia, ha vencido y vencerá siempre, es Jesús quien, obediente al Padre, aceptó su voluntad, “…Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz… Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya (Cf Mc 14,36), pero venció a la muerte.  A nosotros nos corresponde estar generosamente con Él en todas las acciones que podamos emprender para la extensión del Reino. Hacer en cada instante una oración continua de “Hágase en mi según tu Palabra” (Lc 1, 38)  y “Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10) nos ofrecerá siempre un consuelo indescriptible en nuestra acción apostólica y dedicación a las cosas de Dios.

           La obra es de Dios y Él siempre saldrá victorioso.  Nosotros solamente estamos unidos a Él, como miembros vivos de su Cuerpo. Esta innegociable paz en nuestra acción y entrega elimina toda ansia y esconde el secreto más propicio para el don de nosotros mismos y perseverancia en lo que, a cada uno, el mismo Dios nos ha encargado de hacer en su Iglesia.

           Nunca olvidemos que a Dios no le interesa la prontitud de nuestra respuesta, si no la perseverancia a lo largo del tiempo.